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No. 149 Lunes 10 de Noviembre de 2008

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Había hecho el propósito de no hacer crónica de esa parte de la vida urbana; absurda, agobiante, pero siempre presente en nuestra historia, con diferentes rostros, motivaciones y desenlaces, cuyos ingredientes no cambian: las armas, los policías y los delincuentes. Me había propuesto escribir sobre su contrario, es decir, en donde la vida fluye sin contratiempos, la dolce vita, pues. Sin embargo, la realidad me atrapa. Intentaré por lo tanto, hacer la crónica de las dos caras de la vida urbana. Y en Tijuana, lo turbio y criminal conviven con la alegría y la diversión. Esto es, iniciaré desde hoy, la crónica de los odios y la de los placeres. Va.

Balazos. Desconozco el ambiente de las guerras, nunca he vivido en algún sitio bajo el fuego cruzado. Mis únicas referencias son el cine y la narrativa. Sin embargo, creo que en estos últimos meses he vivido ese ambiente en la ciudad de Tijuana. El ruido constante de sirenas, tanto de vehículos policíacos como ambulancias. La lectura diaria de notas rojas, pero ya no como pleitos y enfrentamientos entre borrachos o pandillas, saldos rojos de bailes o rabias no contenidas en lupanares o cantinas. Ahora los muertos se multiplican por toda la ciudad, pero son enfrentamientos entre los bandidos y los gendarmes. No es aquí como las películas mexicanas, desde Orol hasta los Almada, en donde los policías persiguen a los delincuentes y luego, después de una escaramuza en algún lugar alejado de la ciudad, los representantes del orden apresan o matan a los forajidos.

Placeres. Mis días en Tijuana las paso entre las calles céntricas que aquí se conocen y de una vez las apunto: la Uno, la Dos, la Tres, etcétera. Iniciándose la Uno en el Arco, símbolo de la entrada a la ciudad, viniendo de San Diego, California; también se conoce como la Puerta de Tijuana. Es por lo tanto el lugar de encuentro de mexicanos(as) y estadounidenses, la frontera que alguna vez sirvió de lugar de recreo de fin de semana para los extranjeros y tijuanenses, aún lo es, pero cada vez con menor intensidad.
La calle Dos, y las subsiguientes, siguen rumbo al sur. En la calle Revolución están los restaurantes, cantinas, salones de baile, masajes, el famoso Frontón o Jai Lai, cabarets, hoteles y lupanares como moscas alrededor del platón de dulce. Es por lo tanto, el centro por excelencia de excesos y placeres sin límite. Y digo de mi cotidiano vivir por mi trabajo y residencia. Por ese hecho geográfico he sido testigo de los fenómenos contradictorios que dan nombre a esta serie de crónicas.

Balazos. En Tijuana se hizo moda que los sicarios pasen a rociar de balas a los comensales en restaurantes, sea en el desayuno, la comida, o a cualquiera hora del día. Otra forma ahora socorrida es perforar vehículos en movimiento, desde otro vehículo, por las calles de la ciudad. Como cualquier película de la zaga de El Padrino o Los Intocables. También las armas han subido de calibre. Ahora los cuernos de chivo se auxilian con granadas de fragmentación. Y por supuesto el resultado es el incremento constante de muertes. Nada más en noviembre, es decir en los primeros seis días, han muerto a balazos cuarenta y ocho personas. Y desde el 25 de septiembre a esta fecha, han sido 267 ejecuciones. Todo un récord.
Placeres. En la Calle Revolución he presenciado una gran cantidad de festivales; ferias de libros, muestras gastronómicas, exposiciones de artes plásticas, fiestas de la comunidad china, con sus dragones y chop suey, muestras del tequila, en estos días se exhiben las momias de Guanajuato. En esta calle casi todas las “semanas culturales” se inician o terminan. Como el pasado festival organizado por nuestro amigo Leobardo Saravia, al clausurar su festival 2008 con un concierto de rock del grupo Santa Sabina. A lo largo de todo este año ha habido motivos culturales y artísticos diversos para caminar por la Calle Revolución, también por supuesto, tomarse una cerveza como único propósito. Y descubrir en El Torito, por la Quinta, que se vende ajenjo. Una bebida famosa a principios del siglo pasado, y que llegó a nuestros oídos de la mano de cronistas y narradores famosos del siglo de las luces y del siglo XX, como Federico Gamboa, Antonio Plaza, y escritores universales como Edgar Allan Poe y Oscar Wilde, entre otros.

Balazos. Por la Diez, dos calles antes de la Revolución, mataron a tres el día 4 de noviembre. Un ex policía y otros dos hombres. Un auto alcanzó al de las víctimas y descargaron, los dos en movimiento, decenas de balas. El ruido de metralla se está haciendo común. Ese día, alrededor del mediodía salieron corriendo quienes caminaban por esa céntrica calle, cuando escucharon los balazos. Fueron precisos los sicarios. Únicamente los tres elegidos murieron. Tres días después mataron en diversos puntos de la ciudad y en diversos horarios a once personas. La nota ya no salió en ocho columnas, solamente un cintillo en la portada, y la caída del avión en la ciudad de México, ocupó un octavo. Nos estamos acostumbrando. La noticia que desplazó a la masacre, fue que se igualó el precio de la gasolina entre Tijuana y San Diego. Mundo cruel.  

Placeres. Un viernes de aburrimiento – ni modo, también existen- decidí tomarme una cerveza en un lugar cuyo nombre no recuerdo, pero que está por la Revolución y la Diez. Nada de singular tendría el lugar a no ser que, además de funcionar como cantina con un pequeño billar, una barra como todas y un espacio como sala para charlar como cualquier hogar de clase media alta, también tenía un espacio reservado para una estética; bueno, así rezaba el nombre tallado en forma elegante en un cristal. ¿Tienen peluquería?, pregunté con tanta ingenuidad que supusieron era broma. Quince minutos y una cerveza consumida mediaron para saber los usos de aquella estética en una cantina: ¡Masajes! Después de preguntas diversas durante los fines de semana siguientes, supe que esta práctica está muy extendida.

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