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No. 150 Martes 11 de Noviembre de 2008

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En el ejercicio de sus funciones los servidores públicos se presumen honestos e inocentes, salvo prueba en contrario, claro está. Además, los actos administrativos y resoluciones que emiten dichos funcionarios también tienen a su favor la presunción de validez, a menos que se pruebe que no es así. Por eso, mucho cuidado con andar poniendo en entre dicho la probidad de las desprestigiadas autoridades, sean de elección popular o designados porque, si no se prueba, se corre el riesgo de incurrir en el delito de difamación.

Los ciudadanos comunes, simples mortales carentes de facultades indagatorias, vemos a diario cómo viven algunos opulentos funcionarios y sus familiares: viajes, restaurantes, automóviles, escuelas, mansiones, terrenos, ranchos, acciones, joyas, ropa de marca, centenarios, relojes y hasta millones de pesos y dólares en efectivo guardados en el clóset.

El sentido común nos dice a los envidiosos gobernados, que sostener ese nivel de vida es imposible con los ingresos y prestaciones legales que los integrantes de la clase gobernante perciben, aunque se hayan vuelto ofensivamente exorbitantes.

La presunción de que estamos en presencia de voraces atracadores, también es aplicable a algunos destacados hombres de la empresa privada que se creen respetables y honestos porque, cuando menos, nos dicen, los turbios recursos que dilapidan, son propios. No es lo mismo, afirman curándose en salud, olvidando que los impuestos no pagados son recursos evadidos al erario público.

Cuando los ciudadanos o sus agrupaciones acusan a los profesionales de la política de servirse del poder e influencia para enriquecer, éstos, invariablemente contestan: ¡que prueben o que callen! ¡Acusar sin pruebas, es difamar! Aplicación rigurosa del principio legal que dice que el que afirma está obligado a probar.

Pero, ¿cómo probar el saqueo del presupuesto, la venta de favores, el cobro de cuotas y demás actos de corrupción? Más allá de la prueba documental, esa que los servidores públicos y sus dependencias están obligados a exhibir, ¿que otras pruebas puede legalmente allegarse el ciudadano común?

Ninguno de los suspicaces ciudadanos tenemos facultades legales para investigar, hurgar en los archivos, hacer comparecer testigos, solicitar información reservada, obligar a rendir declaraciones, ni introducirnos a las dependencias oficiales para fiscalizar. Por eso es que no podemos conocer sus depósitos y cuentas bancarias, sus declaraciones de impuestos, la composición accionaria de empresas favorecidas, facturas de viajes, de joyas, de obras de arte, de automóviles, aviones, yates y demás “obsequios” o “lujos que se pueden dar”.

Si las instituciones encargadas de fiscalizar y sancionar el mal comportamiento de los servidores públicos, que tienen facultades expresas para eso, fueran autónomas; si no negociaran impunidades, si no canjearan recíprocos chantajes, si realizaran su trabajo y no dependieran, justamente, de aquellos a quienes debieran vigilar, los ciudadanos no tendríamos que andar mal pensando, denunciando y tratando, inútilmente, de probar. Pero, tristemente, no es así.

Ahora, tenemos que probar también la corrupción de los que debieran vigilar a las autoridades cuya conducta delictiva sólo podemos presumir. Por eso resultó temeraria y audaz la amenaza, que recientemente hicieron dos organizaciones empresariales de Nuevo León, de que aportarán pruebas de los malos manejos de autoridades municipales y estatales.

Independientemente de las ocultas razones por las que, en ambos casos, acabaron desahogando en privado las pruebas anunciadas, es posible que más allá de “me dijeron”, “fijaron cuota”, “se insinuaron”, “me pidieron” y lugares comunes semejantes, les resulte difícil obtener otras pruebas contundentes más allá de la presuncional. Sobre todo si se colaboró en los actos de corrupción.

Presumir es sospechar, deducir, inferir. La presunción es un medio indirecto de prueba que permite al que juzga, pasar de un hecho conocido a otro desconocido por medio del razonamiento lógico. La estructura lógica de la presunción se expresa mediante la formula “Si P, entonces Q”. En esta ecuación no es posible que siendo verdadero lo primero resulte falso lo segundo. Así, en la proposición “si llueve, entonces, hay nubes” no es posible que esté lloviendo y que no haya nubes. Tautología, si señor.

Por tanto, si el personaje consume bienes y servicios caros, entonces, es que tiene con qué pagarlos. Y si cuenta con recursos superiores a los que ganó (hecho conocido y admitido), entonces, es que los agandalló (hecho presumido). Si es un hecho probado que el sujeto realizó gastos excesivos sin solvencia patrimonial legal, entonces, es un hecho presumido que delictivamente enriqueció. Si es verdadero lo primero, lo segundo también.

Los inocultables signos de riqueza de buen número de nuestros gobernantes, ofensivamente exhibidos y ampliamente conocidos porque están a la vista de todos, son presunción de ilegalidad y, si ese enriquecimiento no se explica, si no se aclara, entonces… su origen deviene en indebido y su propietario en delincuente, sin más que probar.

El beneficio original de inocencia concedido al voraz servidor, enturbiado por la acumulación de riqueza, escándalos, sospechas y denuncias, deviene en generalizada percepción de culpa que se convierte en certeza presumida contra la que, por supuesto, se vale probar.

Sólo que ahora, es al otro al que le toca probar. Gracias a la presunción, la carga de la prueba se invirtió. Para recuperar el buen nombre y prestigio, el servidor público tendrá que explicar, con argumentos y pruebas verosímiles, el origen de su inocultable riqueza. Tendrá que justificar la enorme diferencia entre los bienes que tenía cuando entró y los que se le advierten ahora que entregó.

La presunción de enriquecimiento ilícito apoyada en evidentes signos de riqueza debiera bastar para enjuiciar al funcionario estigmatizado y obligarlo a probar.

Pero eso, hoy, todavía es mucho pedir. Mientras tanto, la sospecha, percepción o presunción de latrocinio, debe contar a la hora de votar, sin confundir los pactos de civilidad con los acuerdos de impunidad.

claudiotapia@prodigy.net.mx

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