Mary

FREDO
Ricardo Morales

Ha terminado de llover y con el agua escurriendo desde la cabeza entra a las instalaciones del Metro. Se sacude los brazos y piensa en la Vero.

    El agua corre por las calles y en la lejanía se desgarran algunas nubes iluminando por momentos breves la penumbra del atardecer, detrás llegan los estruendos tardíos de los rayos como un presagio, o tal vez como una señal de alerta, o como una advertencia de que las cosas pueden ponerse muy difíciles. Aparece de nuevo la punzada en la boca del estómago. Ha corrido por entre la lluvia para llegar a tiempo a la cita pues con ellos la puntualidad es ley. “Ni los pinches ingleses” –piensa.

    A pesar del apuro -o tal vez por eso mismo- recuerda al maestro de ética.

    -Ya deja ese vicio, te puedes meter en problemas –le había dicho varias veces el profesor.

    -Pues sí, pero la Vero qué culpa tiene- grita como si el maestro, muerto desde hace años estuviese ahora aquí, escuchándolo.

    Algunos transeúntes voltean a verlo con extrañeza y no falta quien le pregunte:

    -“¿Se siente bien, joven?”.

    Pero él no se siente nada bien, la punzada se repite cada vez con mayor frecuencia y ahora empieza a sudar frío. Ni Frank ni la Vero ni ninguno de los otros se ven por ningún lado. Se sienta en el piso del andén, mete el rostro entre las rodillas y se cubre la nuca con los antebrazos.

    Desde que conoció a la Vero la vida cambió para él. Comenzó a dejar de fumarla porque eso a la Vero le chocaba, también dejó las pastillas porque eso también la molestaba a ella.

    -Si quieres que sea tu morra debes estar completo, te quiero completo –le había dicho.

    Y Fredo dejó de fumarla pero no dejó de venderla, porque eso la Vero sí lo aprobaba. Se convirtió en el principal distribuidor de mariguana en una de las áreas de mayor venta en el área metropolitana. Llegó entonces la buena vida. Al inicio de su relación podían coger todo lo que quisieran en los mejores hoteles y ya después en la casa que Fredo. Compró en un sector residencial rodeado -como decía él- de pura gente bonita.

    -Como se merece mi morrita, que para eso es mi reina –le decía a la Vero.

    Más adelante, cuando el negocio creció, podían desprenderse un fin de semana lo mismo a la Isla del Padre que a Cancún o a Los Cabos, o a donde se les diera la gana.

    -Que para esto trabaja uno tan duro, ¿verdad mi reina?” -le decía mientras la Vero lo recibía con risas que se convertían en gemidos, para terminar, invariablemente, bañada en lágrimas.

    Luego conocieron al doctor Gómez, un médico de finas facciones y modales delicados. Frank los presentó durante la fiesta que los amigos ofrecieron al doctor por su cumpleaños número treinta. Al saludarlo, Fredo enrojeció sintiendo que la sangre irrigaba todas las cavidades de su anatomía.

    -El gusto es mío, doctor – le dijo Fredo, al tiempo que lo miraba fijamente a los ojos. El resto de la noche el doctor se convirtió en el centro de la fiesta y terminó bailando en calzones con un joven que parecía ser su novio del momento. Fredo no pudo evitar sentir celos de aquel joven y la Vero del doctor, un consumidor compulsivo de mariguana y de los mejores clientes de Frank. Luego vinieron los encuentros de Fredo con el doctor Gómez en su departamento cada semana y luego cada tercer día hasta que le pidió que se fuera a vivir con él.

    -Y si quieres, por mí puedes seguir viendo a la Vero, nomás aquí no me la traigas -le dijo el doctor.

    Fredo se convirtió en el principal proveedor de mariguana del doctor Gómez al mismo tiempo que regresó al consumo como en los viejos tiempos, o tal vez con mayor fidelidad. Luego fueron sus clientes los amigos del doctor, después los simples conocidos hasta que desplazó a Frank como proveedor en la zona.

    La Vero se refugió en una amiga que conoció cuando Fredo las reunía con otras chicas en las “tardes de porno”. En aquellos tiempos Fredo se dedicaba a surtir a grupos de estudiantes, principalmente mujeres, de películas pornográficas. Los viernes por la tarde se reunían en la casa de alguna de ellas para celebrar el fin de semana escolar. El padre de la Vero era taxista y, al igual que otros, se dedicaba al halconeo en la zona donde se localizaba la preparatoria a la que asistían Fredo y la Vero. Ahora Fredo vivía con el doctor Gómez y la Vero con su amiga.

El doctor Gómez llegó al departamento convertido en una sopa. Llovía torrencialmente y Fredo lo esperaba. De muy buen ánimo y dispuesto a pasar una de las mejores tardes abrió una botella de vino.

    -Con ésta vas a visitar el cielo -se refirió a la bebida que Fredo desapareció de un solo trago. Sintió que volaba como si de pronto hubiera perdido todo peso y se quedó dormido. Al despertar se descubrió completamente desnudo con un líquido viscoso y rojo escurriéndole entre las piernas. Se levantó de un salto, se enfundó en sus jeans y se dirigió a la cocina donde se encontraba el doctor.

    -Hola dormilón -lo recibió sonriente con los brazos abiertos.

    Fueron sus últimas palabras. Tendido en el piso recibía la última puñalada cuando sonó el teléfono. Fredo se levantó lentamente y se dirigió al aparato que insistente repetía su llamado; sintió el paso fugaz de una punzada en la boca del estómago y descolgó el auricular. Era Frank que le reclamaba la invasión a su zona de venta.

    -Pero te vas a arrepentir, cabrón- lo amenazó Frank -tenemos a la Vero y te la vamos a entregar hecha cachitos -lo amenazó. –“Puto”-remató la amenaza.

    Ahora sí se sentía un puto completo. Prometió abandonar la zona y si quería Frank, la ciudad.

    -Pero entrégame a la Vero -suplicó.

    Frank lo citó a las seis de la tarde “en punto”, en las instalaciones de la terminal norte del Metro a donde llegó en medio de un aguacero.

    Un gran bullicio hace incorporarse a Fredo. La gente se arremolina para observar a una mujer que con el torso desnudo cuelga del cuello en un puente peatonal frente a las instalaciones del Metro. En la espalda tiene escrito con aerosol el siguiente mensaje: “Para Fredo”.

    Enseguida siente que lo invade un enjambre de sujetos corpulentos moliéndolo a golpes. Acompañan la agresión con una larga lista de insultos: “Pinche puto”; “Chinga tu madre”; “Asesino de mierda”, mientras lo esposan por la espalda. Alcanza a ver que alrededor del brazo portan un brazalete con las iniciales de la Agencia Estatal de Investigaciones. Lo que Fredo no alcanza a ver es que entre los agentes ministeriales se encuentra Frank, portando también, orgulloso, su brazalete con las iniciales de la Agencia.

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