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991 10 Febrero 2012

COTIDIANAS
La madre, la hija y Carole King
Margarita Hernández Contreras

Dallas, Texas.- Ella fue una adolescente gris y mustia. Solitaria y torpe ella, sin amigos. Se pasaba el tiempo sola en casa, sin más opciones. Tuvo la no escasa fortuna de contar con un cuarto para ella sola, donde cabían sus libros y sus discos. Una destartalada mesita cubierta con una cortina era su escritorio; el viejo sofá verde con los resortes salidos, también cubierto por una cobija, le daba un aspecto acogedor al cuarto. Era un espacio humilde pero de ella.

Allí se refugiaba para escribir en su diario, para leer vorazmente y para escuchar su música. Le maravillaba que sus cantantes hablaran de ella sin conocerla, que describieran a la perfección sus sentimientos y sus anhelos sin saber de su existencia. Sabiéndose sola, cantaba con ellos libremente, aunque había veces que la voz no se le daba, sobrecogida por la intensidad de sus emociones descarnadas, por su desasosiego, su desconcierto, su temor y su soledad.

Por eso cuando encuentra en formato de disco compacto todos esos álbumes que ella tuvo en discos de 33RPM con la voz de esos ya viejos cantantes que en aquel entonces la ayudaron a transitar por su triste adolescencia, los compra por lealtad y agradecimiento. No es exageración decir que la ayudaron a salir a flote de esa etapa que según entiendo a todo mundo le resulta más o menos difícil.

Uno de esos discos es la colección de canciones Tapestry, de Carole King. Según escuché el otro día en la radio, uno de los más vendidos en la historia de la música, ese álbum tiene varias canciones que tocaron las fibras más íntimas de su alma adolescente. Lo compró cariñosa y sonriente por el reencuentro, sintiendo casi como si el disco le reclamara tantos y tantos años de abandono y olvido.

Todo esto sale a colación porque al venirlo escuchando por varias semanas en el coche, mi hija, no sé en qué momento, se ha apropiado del disco a grado tal, que el disco ya no está en el coche, sino en lo que ella llama su study-slash-playroom (es decir, su “cuarto de estudio-diagonal-juegos”).

Tal vez no sepa expresar todo el revuelo de sentimientos que me ocasionó la primera vez que vi a la niña sentada ante su mesita pegada a la ventana que da al patio, con un libro abierto, puestos los audífonos del walkman que le regalara su amiga Mariana, cantando con una muy viva y sentida voz So Far Away con una Carole King que apenas si se podía adivinar.

Sentí que en mi pequeño universo vivencial se daba un importante reacomodo de sus planetas y astros, y que con ese leve ajuste todas las fórmulas matemáticas tenían sentido y lógica. Aquella adolescente atormentada y muda pudo —allí donde la tengo suspendida en el tiempo— darse el osado lujo de una sonrisa esperanzada porque vio algunas décadas más en su futuro a una pequeña de seis años, luminosa y dulce, hojear distraída un libro mientras canta segura y feliz esas canciones de las cuales y por distintos motivos podrían, juntas, llamar suyas.

(Desempolvo este texto escrito en 2005, porque ayer 9 de febrero de 2012, Carole King cumple 70 años; va en su honor.)

Margarita Hernández Contreras, guadalajareña, vive en el área de Dallas. Es traductora del inglés al español. margarita.hernandez@tx.rr.com

 

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La Quincena Nº92

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