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992 13 Febrero 2012

Dos cronistas regiomontanos, I
(Encuentro imaginario)
Raúl Caballero García

Minerva Mena Peña,  In Memoriam

Dallas, Texas.- Recordar los viejos tiempos casi siempre es un gozoso ejercicio, pero que dos memoriosos cronistas lo hagan resulta un triunfo sobre la melancolía, una dicha recobrada. Por eso antes de contemplar la posibilidad de este encuentro, constaté que sus coincidencias tuviesen la virtud de hacerlo propicio. Así que até cabos, tomé algunos de sus libros (imprescindibles en una conversación tan singular), imaginé dónde podía darse (en la sala de mi casa, por supuesto), y después le llamé por teléfono a uno para buscar su consentimiento y cuando los astros se acomodaron, ya con la idea precisa respecto del formato del encuentro, traje al otro, al entrañable Refugio Luis.

Cuco me sonríe. Su cuidada barba, tan blanca como su pelo, enmarca su cara. En sus últimos años, después de un primer tratamiento de quimioterapia, disfrutó y expuso su cabello y su barba completamente blancos. Sonríe y me mira directo, acucioso como siempre. Atrás de él un atiborrado librero le cuida las espaldas.

Pero de más atrás del librero, de mucho más allá, me mira, remontando el valle del pasado, antes de venirse a los caminos de Texas, incluso antes de contraer sus pasiones, la de la difusión cultural y la del teatro, es más, antes de cursar Arquitectura y de obtener el solemne apodo de “El Artista” en el recóndito Monterrey de su juventud… desde por allá afloran esta sonrisa y esta mirada que recorre calles y vivencias igual que las palabras de Jesús Eulogio con sus recuerdos de la ciudad que ambos compartieron.

Sus evocaciones en torno a La Alameda que en el mutuo recuerdo era jardín y parque, paseo y “patio de recreo”, o sus asomos existenciales a esos espejos masivos: los cines o bien sus entusiastas repasos de la popular lucha libre durante sus memorables años en la Arena Monterrey. Desde aquellos años pues, los del principio, los de las gestas heroicas de sus juventudes llegan y se juntan aquí conmigo.

Son esos los relieves de sus memorias que entresaco, para placer del lector y propio, en esta inesperada reunión que por puro amistoso gusto ofrezco. Así pues entre uno y otro, en medio de la conversación, no me queda más que guardar silencio, situarme al margen del escenario para presenciar sin distracciones el inédito fluir de sus voces, tal cuales.

De hecho, Refugio Luis Barragán y Jesús Eulogio Guajardo Mass no sólo coinciden en sus relatos y crónicas, ellos estudiaron —si bien en diferente generación— en la misma facultad, en la de Arquitectura de la Universidad de Nuevo León, e incluso cursaron sus estudios secundarios en el mismo recinto, en la Secundaria Número 1, allá por M.M. de Llano y Juárez.

“A Cuco Barragán lo conocí —evoca Jesús Eulogio— en la Facultad de Arquitectura de la Universidad (hoy Autónoma) de Nuevo León, pues él estaba un año antes que un servidor; él es de la Generación 59-64; fue muy conocido por participar en obras de teatro de la facultad y en otros grupos, y si mal no recuerdo ya lo conocía (aunque él no a mí) en la secundaria, pues él era de la escolta”.

Refugio Luis Barragán.- Nací, crecí y viví casi medio siglo en Monterrey. Para bien y para mal. Ciertamente estudié y obtuve mi título de arquitecto en la UNL, ejercí brevemente esa noble profesión, para dedicarme de tiempo completo a mi primera gran pasión artística, el teatro, enfermedad que contraje desde que era estudiante de preparatoria. Nací y crecí rodeado de cines y de cantinas. Mi padre enumeraba los nombres de las cantinas, desde la calzada Madero hasta Cinco de Mayo, una cuadra después de La Alameda, por toda la Calle Villagrán y lo hacía como una gracia, como contar un chiste.

“La Calle Villagrán en ese tiempo, me refiero a los cuarentas, era un pequeño mundo en sí mismo. Las familias vivíamos atrás de los negocios. Mis amigos de la infancia fueron el hijo del zapatero, el nieto de don Librado del taller de colchones, el hijo del peluquero, el hijo del dueño del restaurant de la esquina, las hijas de Juan el de la cantina, y así por el estilo. Yo era el hijo del sastre. En ese pequeño mundo había todo. Desde los ricos de la cuadra, que vinieron a menos, hasta la casa que permanecía cerrada todo el tiempo y cuyos habitantes nadie conocía, pasando por el estanquillo de las solteronas Nico y Carmelita, que tenían un perico y vendían, entre otras cosas, los jorobaditos de dulce perfumado y las botellitas de azúcar rellenas de miel, al que todos teníamos que ir porque afuera estaba el buzón.

“Formaba parte de ese mundo también la sucursal del Banco Industrial de Monterrey, que ocupaba la planta baja del edificio Ignacio Martínez Garza, así como el primer local de lo que fue la Tintorería Panamericana de don Cuco, el tocayo de mi padre y mío, y la botica de la esquina, Doctor Pedro Noriega. El pan del Arco Iris era un exquisito manjar, que gente de todas partes de la ciudad se apresuraba a comprar, antes de que se acabara.

“Este microcosmos alcanzaba varias cuadras en diversas latitudes, de modo que también lo integraban los cines y La Alameda”.

Jesús Eulogio Guajardo Mass.- En el mundo infantil, púber, adolescente y joven que viví entre los años de 1950 a 1969, perteneciendo a una familia que vivía en el primer cuadro de la ciudad de Monterrey, vienen a mi cabeza aquellos juegos que realizábamos en la calle, pues las casas eran reducidas, de pocos cuartos, construidos en hilera o ristra (como chorizo, dirían otros), con escaso patio y con pequeñísima ventilación. Las plazas eran (y siguen siendo) pocas y los espacios públicos para los mayores eran reducidos, había muy pocas bancas y los pastos no se podían aprovechar para descansar pues estaba prohibido pisarlos, según lo indicaba un letrero, estuvieran o no cuidados, con pasto o sin pasto.

“Por este motivo salíamos a la calle a jugar, utilizábamos objetos simples. El uso de estos juguetes era por temporadas: en enero estrenábamos el regalo de Navidad, luego en febrero todo el tiempo de ocio nos lo pasábamos haciendo huilas o papalotes; en marzo comenzaba la temporada de canicas. En la primavera venía la temporada de Semana Santa, que servía para cambiar de juego. En el mes de mayo, al trompo y cuando pasaba la temporada, en junio se iniciaba la del balero. En julio y agosto se jugaba al beisbol. En septiembre se entraba a clases con el yoyo en mano. En octubre y noviembre se juntaban las barajitas, se coleccionaban, se llenaban los álbumes, o se jugaba con ellas porque sobraban muchas repetidas.

“Gran algarabía se formaba cuando pasaba un avión tirando papeles y la chiquillada corríamos detrás de los volantes lanzados desde el avión hasta que caían al suelo, con propaganda comercial o de espectáculos. ‘¡Echa papeles!’ era el grito”.

RL.- Apuntes de la colección nostalgia: el peculiar sonido del pito del vendedor de globos. Las largas tardes. Los domingos limpios. Sentarse en la esquina. El patrón de ajuste, la cabeza del indio, por la tarde, antes de iniciar la transmisión. El desinterés, el candor, la inocencia. La capacidad de asombro.

JE.- Los caballitos de palo de escoba, un patín del diablo. Las canicas bolas de caliche valían una unidad, las agüitas dos, ágates tres y las tamalonas cinco. Las capiruchas de cinco, diez, veinte, cincuenta y hasta de cien puntos según la dificultad de ensartar. Un palo de una construcción cercana como bate, y una pelota hecha con corazón de hueso de aguacate, medias e hilo como forro.

(Mañana: parte II.)

 

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