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1010 8 Marzo 2012

País de caridad
Ernesto Hernández Norzagaray

Mazatlán.- Qué tiempos aquellos donde la cristiana limosna transfería una parte del excedente privado a “los pobres, a las viudas, a los huérfanos y a los extranjeros”, como lo recomendaba la Sagrada Escritura, hoy sin caer en desuso esos principios de bondad evangélica, este acto solidario ha sufrido una transformación que seguramente ni el más optimista imaginó que algún día sucedería. Ya no es sólo el limosnero que acude a los accesos de mercados, templos o se posa en una banqueta de una avenida de mucha circulación o esa red de personas, que explotan la caridad sino también lo hace una compleja organización que adquiere una dimensión empresarial.

Diga si no es así, además de esa inmensa cantidad de franeleros y silbatos que se disputan cada uno de los semáforos de y los cajones de tiendas de autoservicio; es la sempiterna práctica que ocurre a diario en los templos católicos, es Televisa con su Teletón que colecta para el auxilio de niños y niñas con algunas capacidades diferentes, son los bancos que solicitan contribuciones a todos los que van a los cientos de miles de cajeros distribuidos estratégicamente a lo largo y ancho del país, son las tiendas departamentales que a cada cliente que pasa por sus cajas de pagó se les solicita que autoricen el redondeo para producir pesos completos en beneficio de alguna institución de caridad; son las organizaciones que por medio de la televisión trasmiten imágenes de niños desvalidos pero que todavía son capaces de sonreír, también los cientos de instituciones dedicadas a la atención de drogadictos y alcohólicos que envían diariamente a miles de jóvenes con lata en mano a solicitar una dádiva en cualquier punto de reunión pública, son los religiosos tipo Ejército de Salvación que con sus trajes blancos van al encuentro de la solidaridad humana, incluso los periódicos y las radios que hacen campaña recolectora a favor de una persona enferma o en desgracia económica.

En fin, son tantas y variadas formas de caridad que no hay manera de que cualquier persona pase un día sin que tenga que encontrarse con alguno de sus personeros o un mensaje en pantalla llamando a donar unas monedas.

Estamos hablando de un fenómeno sociológico y económico que hemos visto crecer en forma exponencial en los últimos diez años, pero que en poco tiempo ha alcanzado dimensiones difíciles de cuantificar y procesar fiscalmente, pero de las cuales viven cientos de miles de personas con ingresos o beneficios provenientes de la caridad pública.

Es una industria sin chimeneas que surgió de un modelo económico que está provocando, según cifras oficiales, que tres de cada cuatro mexicanos estén en algún estado de pobreza pero también de un nicho de muchos millones de pesos a los que nos les faltan administradores y peor aún, probablemente millones de personas que al no tener un empleo no tienen mejor opción que vivir de la beneficencia pública. De ahí que dada su dimensión y complejidad llame a intentar comprender al menos sus motivaciones, organización y consecuencias sociales.

Motivaciones
Aunque muchas de estas instituciones nunca reconocerían como limosna lo que ellos recogen, sino en el lenguaje empresarial serían donaciones, óbolos, solidaridad o simplemente contribuciones filantrópicas, lo cierto es que el hecho de solicitar dinero para un fin solidario basado en la pobreza, es llanamente un acto de caridad.

Sabemos que en nuestra sociedad existe una cierta propensión a ayudar a los desvalidos y ese sentimiento lo explotan quienes están interesados en recaudar con fines nobles o fraudulentos. Y es que así, como hay instituciones de caridad que encarnan generosidad y sacrificio, también hay otras sobre las que se tienen serias dudas porque los recursos recolectados podrían no estar sirviendo para cubrir sus propias obligaciones fiscales incluso pudieran estarlo para lavar dinero sucio.

Se ha dicho, por ejemplo, que el dinero recibido por la vía del redondeo o donaciones luego son transferidos a instituciones de caridad que extienden recibos y luego sirven para deducir impuestos producto de otro tipo de transacciones comerciales. De existir esa mecánica de la recaudación con fines solidarios, constituye un incentivo para que se multipliquen y cada día haya un mayor número de ellas compitiendo por un mercado que genera cientos, sino es que miles, de millones de pesos anuales que no pasan por el filtro hacendario y no generan recursos para el erario público. Simplemente pasan de mano en mano sin dejar huella.

O sea que este gran volumen de dinero no entra a los circuitos hacendarios de gobierno y técnicamente disminuye la capacidad de que éste pudiera financiar mejores políticas sociales destinadas a mejorar la situación de los grupos sociales vulnerables. Algo así podemos constatar en países que tienen un Estado de Bienestar donde la recaudación fiscal redunda en mayores recursos para segmentos de población en precariedad económica. No es casual que en estos países los limosneros individuales o institucionales de caridad sean realmente marginales, y no llegan a tener la dimensión y estética que existe en nuestro país. Se ve en Europa y también en los Estados Unidos de Norteamérica, donde si bien existen estas instituciones no pueden lanzar a las calles personas a sus beneficiarios para recolectar dinero con fines reales o ficticios. Y eso no significa que no haya niños, jóvenes o adultos en precariedad económica; y mucho menos que no haya homeless (sin casa), si no que hay una tendencia a institucionalizar estas prácticas por vías privadas o estatales que terminan evitando la multiplicación de pobres en busca de unas cuantas monedas.

Organización
Quizá lo más interesante de todo este fenómeno de extensión de la limosna sea su organización. Atrás de ese joven con una lata de acero o el hombre de traje blanco de soldado del Ejército de Salvación, pero sobre todo de la publicidad o los grandes programas de solidaridad, se encuentre una organización más o menos compleja que moviliza personas, administra y distribuye recursos. Son sorprendentes porque, lo mismo habilitan un drogadicto o a un alcohólico en el arte de la caridad pública, como también son capaces de convocar a millones de personas en festivales para la recaudación de dinero con fines filantrópicos. En México en alguna forma estos recolectores de monedas están en todas partes. Y vaya que sí, cualquier persona que diariamente viaja a su trabajo en automóvil atraviesa en promedio entre cinco y diez semáforos donde siempre encontrará a un franelero que buscara sus monedas sueltas. Si para en un restaurante de acceso libre, no pasarán diez minutos sin que aparezca una persona que solicitará su óbolo. Si abre un periódico no será raro encontrarse con una solicitud caritativa para ayudar a un enfermo de cáncer o un grupo de niños que van a una justa deportiva. De regreso a su casa igual puede aparecer alguien pidiendo una ayuda para unas medicinas, o  hasta personas que piden dinero “para tomar un autobús que los lleve a su lugar de origen”. Más aún cuando enciende la televisión y ahí aparece una organización supranacional de caridad con sede en Estados Unidos recordando con técnicas de marketing que hay niños en algún lugar del mundo esperando su ayuda para salir de su estado de precariedad. Están en todos lados y si bien no siempre perfectamente organizados, si hacen su tarea con mayor o menor eficacia recolectando las monedas que sobran de alguna compra.

Consecuencias
¿Qué pasa en un país donde existe un crecimiento exponencial mayor en la caridad que del empleo formal? Se supone que una sociedad es rica en la medida que se acerca al pleno empleo entre sus habitantes y es pobre si cada día hay un mayor número de sus habitantes se encuentra mendigando o beneficiando de esas monedas que uno suelta varias veces a la semana. Pero, esto último no es tal, cualquiera pensaría que esas monedas entregadas al franelero o a la máquina del redondeo son intrascendentes y que no pasa más allá de una cantidad acumulada e insuficiente para resolver las necesidades de unas cuantas bocas. Los montos de esas colectas no sabemos a cuánto ascienden y muchas veces no sabemos con certeza si se destinen para los fines expresamente mencionados o es tal engranaje, que estamos ante una maquinaria de hacer dinero que dista mucho de aquella recomendación cristiana “haz el bien sin saber a quién”.

 

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