El sabor del agua
Eligio Coronado
Monterrey.- A los libros iniciales les hace falta que los sacudan un poco. La urgencia por publicarlos suele obnubilarnos el sentido y no nos percatamos de que algunos o todos los textos no reposaron lo suficiente.
Es aconsejable dejar que dichos textos se enfríen por unos días, para que la perspectiva del tiempo nos otorgue esa cuota de sabiduría llamada autocrítica, la cual nos permite ver la obra con otros ojos. Y es que a veces la emoción del impulso creativo no nos deja apreciar todos los detalles de lo que estamos creando.
Afortunadamente a El sabor del agua*, primera novela de Yolanda Cortez (Mexicali, B.C., 1976), no le hace falta ninguna sacudida: su voz no es titubeante, sino firme. Su narración fluye en forma atinada y amena, plena de comentarios ingeniosos, mordiendo el sarcasmo: “Roberto se ve muy triste. Me dan ganas de abrazarlo, pobrecito, hasta parece humano” (p. 116), “sonreímos al percatarnos que estábamos hablando como gente civilizada y no nos la creíamos” (p. 142), “no traigo brasier, pero tampoco me hace falta, es lo bueno de no tener nada” (p. 149).
Su personaje Emma, tiene rasgos autobiográficos, como suele ocurrir con los primeros personajes que emergen de nuestra pluma, pero eso no la perjudica, sino que contribuye a su credibilidad. Emma es soltera, solitaria, no bebe, le disgusta coquetear, se ríe de todo, le encanta correr y quiere hacer una revista de deportes de mujeres para mujeres.
Una beca del Tecnológico de Monterrey la hizo dejar su ciudad natal, Mexicali, pero la muerte de su madre la hizo regresar. Ahora vuelve a La Sultana: “No sé si es por el hecho de que dejé algo sin terminar (…) o porque simplemente ahí encontré mi independencia y me gustaría reencontrarla” (p. 22).
Ya en Monterrey se hospeda con Martina (hermana de su amiga Karina) y es precisamente Martina quien le cambia la vida al presentarle a su primo Roberto, como posible candidato sentimental.
Roberto es todo lo que Emma detesta en un hombre: cínico, insoportable, mujeriego, infiel, hipócrita, insensible y burlón, entre otras lindezas. Al conocerse, ella lo escucha quejarse con un amigo: “Ni modo, esto de hacerla de salvavidas para una pinche vieja, llegada de no sé dónde (…) ¿Que cómo está? No es la gran cosa (…), nada más de verla me aburrí. Se ve que no rompe ni un plato. Sí, ahorita me largo” (p. 50-51).
Sin embargo, como los polos opuestos se atraen, pronto comienzan a realizar (a regañadientes por parte de ella) actividades juntos: ir al futbol, vacacionar en la Isla del Padre, ser novios ficticios, dormir en la misma cama, ir al antro, bailar música de banda, jugar a caras y gestos, comer con amigos de él, asistir a una competencia de triatlón, nadar… y enamorarse. Además, en el transcurso, Emma cumple otro sueño: conseguir trabajo en una revista.
Aunque Emma centraliza la acción, es Roberto el verdadero revulsivo de la novela pues es él quien cataliza la vida de la protagonista por su capacidad provocadora y logra vencer todas sus defensas éticas, sociológicas, filosóficas, románticas y eróticas: “Mi piel se me enchina. Es cierto eso que dicen, de que automáticamente se cierran los ojos y que sientes que estás en el cielo” (p. 242).
En su primer libro, muchos autores corren temerarios sobre el hielo delgado de su falta de oficio, pero éste no es el caso de Yolanda Cortez: ella supo conjugar todos los elementos de que disponía para instituir una realidad convincente y promisoria: la de ella misma como escritora.
* Yolanda Cortez. El sabor del agua. Monterrey, N.L.: Edit. Acero, 2011. 244 pp.