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1062 21 Mayo 2012

 

Las buenas conciencias
Víctor Orozco

Chihuahua.- En 1959 Carlos Fuentes tenía 30 años, el fin convencional de la etapa juvenil. Sus recuerdos de la adolescencia estaban todavía frescos y no requería de grandes esfuerzos memorísticos o del uso de otras herramientas para recrearlos. Es la razón, me parece, por la que pudo penetrar con cierta facilidad en el alma de Jaime Ceballos, el protagonista de Las buenas conciencias, una de sus primeras novelas, salida de las prensas en aquel año.

Por explicaciones similares, es que en mi caso, el libro me causó tanto impacto, cuando lo leí a los diez y seis años, justo la edad de Ceballos. Regreso a la novela medio siglo después, en homenaje a su autor, cuyo fallecimiento inesperado y prematuro deja a las letras y a la cultura mexicanas sin una de sus columnas capitales. También reviso las notas de un diario comenzado por aquellas fechas y en el cual plasmé las angustias adolescentes.

A la formidable distancia, comprendo muy bien por qué a César Durán (fallecido ya y entrañable amigo) y a mí, alumnos entonces del tercero de secundaria, nos provocó la susodicha novela reacciones tan significativas en nuestras vidas, que iban desde el odio a Balcárcel junto con toda su malvada casta de hipócritas, a la admiración de  Juan Manuel Lorenzo, el estudiante-trabajador, lector voraz y apilador de libros en su buhardilla, con cuya personalidad deseábamos identificarnos.

Experimento, además, impresiones sorprendentes al releer la novela de Fuentes. Una de ellas me sobresalta cuando irrumpe el recuerdo del momento preciso durante el cual tuve frente a mis ojos el diálogo entre los amigos: “¿Has leído ese otro libro que se llama La guerra y la paz? No. Es muy largo. Es como para las vacaciones”. ¿Cómo puede la mente albergar un registro y sacarlo tanto tiempo después casi intacto?

El propósito de estas líneas no es hacer una apología del escritor mexicano, ni tampoco un recuento analítico de sus obras. Se limitan a una búsqueda de las vivencias experimentadas por un lector adolescente al conocer Las buenas conciencias, sumándole unas cuantas reflexiones. Un primer tema es el de la crisis religiosa que acomete a Jaime Ceballos, quien había prodigado muestras de una devoción sin límites durante toda su infancia, a grado tal que Balcárcel el tío despótico que había sustituido al padre pusilánime, no obstante ser campeón de la beatería ─y esto, entre las clases altas de Guanajuato es mucho decir─ le ordena que se despoje de sus estampas y objetos religiosos, que abandone tanto rezo y desarrolle actividades más mundanas y productivas, como el deporte.

El joven no duda de la majestad del Cristo, con quien siente una comunión mística, pero comienza a sufrir un insoportable tormento cuando se percata que tras la máscara de la religión, el cura Lanzagorta, sus inefables e impolutos familiares, la alta sociedad a la cual pertenece, esconden el rostro brutal de la impostura, de la falacia y la impiedad. Comunidad racista, sacramental, convenenciera, apenas si alguno de sus ancestros, como la bisabuela española liberal, escapan al terrible juicio que se va formando en el cerebro del estudiante de secundaria: vive en medio de la simulación.

Al mismo tiempo la autenticidad asoma su rostro en los fugases diálogos con Ezequiel, el luchador sindical perseguido y prófugo. Más aún, en el camarada estudiante que está en la escuela gracias a una beca oficial y a su trabajo. Le envidia la libertad para destinar sus ingresos a la compra de libros. Ceballos sufre atrozmente este derrumbe moral de su mundo, al cual termina por despreciar y aborrecer. La primera expresión de rebeldía fue dejar de confesarse y aún así comulgar, pecado intolerable. Le corroe la duda, pero sólo acierta a culparse por no seguir a Cristo, flaqueza autocastigada con severos azotes que le dejan las espaldas sangrantes. Luego, escandalosamente revela sus nuevas convicciones: “Figúrate que Jaime se levantó en plena clase a decir que todos los católicos... Bueno, es que es espantoso. Di, di, mujer. Pues que todos los católicos éramos unos hipócritas. ¡Oh!”

No abandona las creencias religiosas, como sí lo hicimos los dos lectores chihuahuenses de Las buenas conciencias, en un tránsito hacia el racionalismo y el ateísmo menos atormentado, pero igualmente brusco, en tanto significó una ruptura. A mis diez y siete años, escribía con todo candor: “¿De qué nos sirve saber que la frase clásica cristiana ‘Ama a tu prójimo como a ti mismo’ es buena, si sabemos de que esto es imposible mientras exista miseria, desvergüenza, mezquindad...” Sin las apretadas amarras a tradiciones y a camisas de fuerza, en un ambiente de escuelas públicas, donde campeaban los desafíos, las polémicas, la lucha de las ideas, las lecturas sin censores, pudimos cruzar el Rubicón, mientras que el protagonista de Fuentes se quedó en la orilla.

El otro atroz conflicto interno que sufre Ceballos le viene de la represión sexual. En la mesa, en el atrio, en la escuela, en la misa, siempre escucha la misma cantinela: el sexo es un pecado, lo cometes hasta en el pensamiento, debes llegar virgen al matrimonio. Incluso con la masturbación ofendes a Dios. Pero, ¿y qué hacer entonces si las ansias lo consumen? No le dejan otro remedio que pecar y sufrir, sobre todo cuando debe confesar la infamia de Onán ─arrojar al suelo la sagrada simiente─ cometida hasta siete veces en la semana.

¿Disfruta? su primera experiencia, como puede suponerse (y el escritor sabía muy bien de esto en los años cincuentas y sesentas del pasado siglo) acudiendo a un prostíbulo. En Chihuahua, igual los contemporáneos nos estrenábamos en unos sórdidos cuartitos de la calle 25. El suceso fue trascendente, lo liberó al  mismo tiempo del pánico al placer sexual y de la tiranía del tío, a quien pudo ¡por fin! mirarle su verdadera faz. Cuando terminó la faena con una rápida muchacha llena de lunares, salieron a la sala y ¡oh, sorpresa! Allí estaba el insigne predicador de las virtudes morales, el cruzado cristiano, el benefactor de la santa iglesia, bailando encima de la pequeña mesa, descalzo, calado con un ridículo gorrito femenino, frente a los otros juerguistas de su misma estirpe, quienes se carcajeaban y le aplaudían. De allí en adelante, hubo de tragarse sus sermones y aguantar la sonrisa en los labios del apaleado sobrino.

Jaime Ceballos al final nos decepcionó. Cuando suponíamos que había descubierto la puerta para salir de ese escenario de máscaras, asumir su propia vida, plena, con autenticidad: llega la claudicación. Despide a su amigo quien se va a la ciudad de México, a continuar con esa construcción libre de su existencia comenzada en Guanajuato, con la moral en alto. Jaime se vuelve, se dirige a la casa señorial y centenaria donde han transcurrido esos años desalmados, para abrazar de nuevo las tradiciones y los convencionalismos. Un regreso a “las buenas conciencias”. Es una derrota franca, apabullante.

A los lectores de hace cincuenta años, nos causó a la vez una profunda repulsa y un gran temor: ¿y si al último, todos los idealismos, todos los esfuerzos por liberarnos, sucumben ante estos oscuros poderes?

 

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