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1155 27 Septiembre 2012

 

Terquedad y paciencia empresarial
Lylia Palacios

Monterrey.- Mencionan los historiadores españoles Aizpuru y Rivera (1994) respecto de la burguesía como clase dominante: “lo importante… no es tanto su capacidad o su disponibilidad para gobernar como su capacidad para influir.”

Yo agregaré, que a dicha capacidad la acompañan de terquedad y paciencia para conseguir sus propósitos. Por ejemplo, la al parecer inminente reforma regresiva de la Ley Federal del Trabajo, no es una lucha que iniciaron los empresarios en 1987, tiene antecedentes que se van hasta 1929. Permítaseme compartir estas notas históricas en las cuales los empresarios locales tuvieron una notable participación.  

La primera gran reforma al artículo 123 constitucional se efectuó en 1929, con la iniciativa presidencial para formular el primer Código Federal del Trabajo. La federalización de la legislación laboral desplazaría los reglamentos estatales, en varias regiones el hecho se consideró una intromisión del gobierno central que lesionaba la libertad de empresa.

La reacción empresarial fue inmediata y fue encabezada por los de Monterrey: Luis G. Sada, de Cervecería Cuauhtémoc y Joel Rocha, de Salinas y Rocha, además de político e ideólogo empresarial. Con el objetivo de rechazar la iniciativa del presidente Portes Gil convocaron a una convención de industriales en la ciudad de México, reuniéndose empresarios de 10 estados de la república (es allí donde surgirá el primer sindicato patronal, la Coparmex).

La postura empresarial emanada fue leída por Rocha ante el pleno del Congreso de la Unión. El discurso tiene la virtud de mostrar resumida y enfáticamente la concepción del trabajo, de la empresa y sus relaciones, que han defendido los empresarios regiomontanos y sin duda compartida por los allí reunidos (uso algunos fragmentos).

Como presentación, Rocha se definió a sí mismo como producto del autoesfuerzo, como una persona “de oscuro origen, hijo de humilde zapatero”, pero que su “constancia y actividad” lo llevaron a ser “director de una fábrica de mediana categoría.” Y definió a todos los empresarios reunidos en la convención industrial: “Somos hombres de trabajo acostumbrados a luchar conscientes de nuestra misión y de nuestras responsabilidades”.

Ante la propuesta federal los industriales manifestaron su acuerdo con la necesidad de un Código que  “acabe con la anarquía en la legislación obrera”, e hicieron gala de generosidad ante las propuestas económicas: aceptaban  la jornada de ocho horas, salarios altos, el derecho de huelga, el pago de días festivos “y hasta de las vacaciones”. Pero a lo que se oponían de forma recalcitrante era a “lo que ataca fundamentalmente la organización actual de nuestras fábricas”, y que estaba representando por “el contrato colectivo obligatorio y el sindicato forzoso y oficial”. La objeción principal residía en el rechazo a la definición subyacente de sindicato contenida en la propuesta oficial: un organismo, decían, inspirado en la lucha de clases que terminaba imponiéndose a los empresarios como un castigo “la tiranía del proletariado”. No impugnaban al sindicalismo en toda su extensión, al contrario, se declaraban partidarios del sindicalismo que nacía “espontáneamente”, pero se negaban a aceptar al que surgía “instigado por agitadores.”

Al referirse a Nuevo León, Rocha presentó ante los diputados de la nación una imagen de las relaciones industriales totalmente ajena al conflicto. Sostuvo que habiendo 40 mil obreros no había sindicatos y los que existían eran un fracaso; la explicación del hecho era una contundente manifestación de paternalismo: “esto se debe a que estamos más adelantados que en otras partes de la República en nuestras industrias. (...) los tratamos con humanidad, fraternalmente, les distribuimos al final del año, parte de nuestras utilidades y les pagamos buenos salarios.” Obviamente, ni una palabra del férreo control que han ejercido en sus empresas.

En esencia, los empresarios rechazaban la imposición de la contratación colectiva y la sindicalización obligatoria de visos corporativos, porque desde su posición ambas atentaban contra la libre administración del personal. Es decir, se negaban a limitar la amplia flexibilidad en el uso de la fuerza de trabajo de la que siempre habían gozado:  “con ello no vamos a poder contratar a nuestros obreros ni seleccionar nuestro personal, ni hacer la distribución conveniente de nuestras labores ni, en una palabra, administrar nuestras empresas.”

El dramatismo de Rocha culminó al declarar que de no modificarse el nuevo código, los empresarios “ofrecemos nuestras industrias al Gobierno para que las reciba y las maneje”. La Ley Federal del Trabajo apareció en 1931 y por supuesto nadie entregó su fábrica.

83 años más tarde están a punto de lograr sus propósitos: con una contrarreforma laboral que flexibilizará a favor de los patrones la contratación, uso y despido de la fuerza de trabajo; la repudiada contratación colectiva prácticamente se extinguirá pues el trabajo temporal y el outsourcing la evitan; y frente a los temidos sindicatos optaron por seguir tolerando al voraz y corrupto corporativismo a cambio de frenar legalmente el surgimiento de sindicatos de lucha. Reconozcamos que en su capacidad de influir, esta burguesía empresarial  ahora no tuvo que irse de tumbos a manifestarse a la Ciudad de México, para eso cuentan ya con un ejército de “nuevos” gobernantes (diputados, senadores y presidentes incluidos) prestos a salvaguardar el interés empresarial.

¿Qué seguirá de concretarse la contrarreforma?; algunos dirán “nada”, pero no, el tiempo de los “nada sucede” comienza a agotarse. Harán bien los empresarios en aprovechar sus pingües ganancias para fortificar sus nuevos bunkers, que los aísle y proteja del creciente “precariato”, como dice el brasileño Antunes.

 

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