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1175 25 Octubre 2012

 

CRÓNICAS PERDIDAS
Bestia hamburguesera
Gerson Gómez

Monterrey.- Fuimos al London a regañadientes, a ver al hermano de mi chica, en su trabajo creativo de B. Boy.

Llegamos a las meras nueve de la noche. A barrer, le dije. No la friegues, aún hay luz solar. Las señoras catequistas van saliendo de misa.

Pero es inútil. Todo por evitar la rutina. Y ver si un día de estos se anima a algo más en la intimidad. Dando y dando, las nalguitas volando.

A veces me asusto cuando comienzo a domesticarme. Sin dejar de ser cabrón. Doy el brazo a torcer. Rayos. La sangre y el fuego no deben mezclarse en el mismo coctel. Hará explosión en cualquier momento.

Nada de la música artificial, de la fabricada en tornamesas o en juegos de computación, merece espacio en mi discoteca particular.

A ver, le he dicho a mi chica, dile a la computadora: toca como Mozart o Bach. Puede interpretar la melodía; pero hacerlo con la intensidad, la fortaleza, la cadencia, jamás.

Lo mismo me pasa con el Hip Hop, o sus representaciones callejeras, de putos negros del Bronx, mal copiados por los hijos ausentes, los tránsfugas.

Vengo de un tiempo donde para subirse al escenario se necesitaba talento y muchos huevos. Agarrar la guitarra, demostrar la digitación precisa. La voz chillona. Las notas altas. Atronar los bajos y los tambores. No esa mamada de mariquitas.

Ahora visten como mamarrachos, pandilleros, diciendo para todo dude o bro.

Se cortan el cabello bien curado. Se depilan las cejas. Dime, ¿cómo chingados los defiendo?

No seas culero, me dice. Y siéntate conmigo en el sillón. Ya pedí una botella de whisky y bastantes aguas minerales, hielo y vasos desechables. Yo pago. Estate quietecito. Aplaude. Creo traen en venta un EP. Cómpraselos. Yo te devuelvo el dinero. Pídeles el autógrafo. Hazlos sentir importantes. Son sus primeros minutos de fama.

Vivir con una chica es estar en la orilla del abismo y de la enajenación. Pretender no despeñarse. Jugar a la bebeleche, con las casillas completas. Por así decirlo.

Dieron las diez de la noche. Los dueños del local, me pidieron ser el maestro de ceremonias. Darles la patada de buena suerte. Es lo malo de ser una personalidad. Todo sea por la paz social.

No me negué. Pasé a la plataforma. Siempre en las partes altas. Los migrantes son los bebedores, los tornillos con sus tuercas.

Ya arriba, el hermano de mi chica, un chaval con cara de bestia hamburguesera, y el M.C., escuálido diversificado, doblaron el cuerpo hacia el frente.

Oportunidad dorada. Hacerles sentir el poder de los medios masivos de comunicación en mis pies. Les daría un puntapié fenomenal. Nada de tres dedos. Ni leve. Sino como el mortero Aravena o Milton Queiroz (Tita), al momento de lanzar un tiro libre directo, por encima de la barrera. Fuerza menos colocación. Un rayo saliendo. A la velocidad del sonido. Rompiendo barreras.

La mirada de los asistentes, detenidas en las botas lustradas de motocicleta de Harley Davison, mis preferidas para el uso cotidiano. A veces ni al dormir me las quito. ¿Te has fijado que cuando alguien muere, lo primero en perder son los zapatos? Aún no quiero morir. No está en planes ni en mente, en el futuro inmediato. Totalmente descartado.

Mi chica me observa. Con los ojos adivina las intenciones: de dejarles tatuadas la punta de acero en sus traseros. Sus padres tomados de la mano. Aguantan la respiración. Y bostezan. Eso es maravilloso. Cómo pueden aburrirse.

Soy un gran cabronazo, de buen corazón. En vez de patearles con fortaleza, acerco las manos a las cervezas acomodadas en el escenario.

Me aferro a ellas, las meto a la boca, las destapo con los dientes. Vuelan por los aires, cayendo entre las enloquecidas asistentes.

En el micrófono grito: larga vida y hasta el fondo. Poseídos por la locura, sueltan la pista, es su momento de éxito.

Bajo discreto por las escalerilla de tres escalones.

En la mesa de mi chica
me sirvo un vaso
cargado de whisky,
sin agua mineral
ni hielo.
El puntapié
atrapado
en el calzado.
Para
otro
momento.
Otra
ocasión.

 

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