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1216 21 Diciembre 2012

 

Mensaje de Navidad
Raúl Vera López

La fe en el proyecto del Salvador del Mundo,
nos hará colaboradores de la construcción
de una sociedad justa.

“Feliz la que ha creído
que se cumplirían las cosas
que le fueron dichas de parte del Señor”
(Lc.1,45)

Saltillo.- Queridas hermanas, queridos hermanos, hemos llegado al tiempo de la Navidad, después de habernos preparado a ello durante el Adviento; en este tiempo litúrgico, la Iglesia nos ha preparado para comprender mejor el significado del nacimiento del Hijo de Dios en nuestra condición humana.

Durante este tiempo, la Iglesia de modo especial, nos ha colocado en la perspectiva de la esperanza con la que el pueblo de Israel anhelaba la llegada del Salvador, y para ello, en las semanas que precedieron a estas fiestas navideñas, se nos presentaron los anuncios proféticos que desde antiguo, hablaron de la persona del Mesías que iba a venir al mundo.

Tomamos el mensaje de algunos de estos textos proféticos para profundizar en la persona y obra de Jesús, de cuya llegada al mundo nos alegramos especialmente en estos días de la Navidad. Ponemos nuestra atención en ellos para motivarnos a colaborar en la obra salvadora de Jesús en el mundo, obra que inició Él aquí en la tierra, mientras estuvo entre nosotras y nosotros en su condición mortal, sujeto al espacio y al tiempo. Esta tarea continúa realizándola hasta el día de hoy, a través de sus seguidoras y seguidores, quienes nos apoyamos en su fuerza, emanada de su condición gloriosa, al estar sentado a la derecha del Padre, tras resucitar al tercer día de su muerte en la cruz y ascender al cielo.

De los libros de los profetas entendemos que Jesús es restaurador y protector de su pueblo, (Cf. Is. 4,2-6; 35,1-10), maestro de la sabiduría que nos hace libres (Cf. Is. 48,17-19); hombre justo que vino a llenar la tierra del conocimiento de Dios, que nos conduce a la paz (Cf. Is. 11, 1-10). Es Salvador (Cf. Sof. 3,14-18a) y sana del pecado a su pueblo (Cf. Mal. 3, 1-4), para que sea un pueblo justo (Cf. Jer. 23, 5-8). Le transmite su poder para que purifique al mundo de todos los males (Cf. Is. 41,13-16).

Jesús, a quien reconocemos como el Hijo de Dios, vino asimismo a aniquilar los sistemas de muerte y ser consuelo para quienes sufren, enjugar sus lágrimas, y remover sus oprobios (Cf. Is. 25, 6-10a). Hoy que nos alegramos por su nacimiento, recordamos que viene a devolver la sensatez al pueblo, que los sordos recuperen el oído para aprender sabiduría, y que los ciegos recobren la vista, para no vivir más en la oscuridad de la ignorancia. Que desaparezcan de entre ellos, quienes obran la injusticia (Cf. Is. 29, 17-24). Él tiene poder para guiar a su pueblo por el camino recto, porque les da a conocer la gloria del Señor (Cf. Is. 40 1-5).

Llega para ser Rey de todos los pueblos de la tierra (Cf. Gen. 49, 8-10); Rey prudente que practica la justicia y el derecho (Cf. Sal. 71,7-8; Jer. 23, 5b).

Así como los profetas describieron a Jesús, en la celebración eucarística de los domingos de Adviento y en los últimos ocho días que precedieron a la fiesta de Navidad, hemos escuchado a los evangelistas, que con diversos pasajes nos narraron acontecimientos ligados directamente al nacimiento de Jesús. Propongo que meditemos los textos del Evangelio que se nos proponen en torno a estas fiestas. Al igual que hicimos al acercarnos a los profetas, ahora queremos conocer más de Jesús y su obra salvadora en los textos evangélicos que nos propone la liturgia de la Iglesia en estos días. Lo hacemos fijando nuestra atención en las palabras de Juan el Bautista cuando anunciaba la llegada del Mesías; escuchando lo que dijeron María, Zacarías, Isabel y el anciano Simeón en cuanto a su nacimiento; meditando en los mensajes de Gabriel a María, a José y a los pastores; en las palabras de los Magos de Oriente ante el rey Herodes, y en lo que dicen los Evangelios con respecto al misterio de la encarnación y del nacimiento de Jesús.

Jesús es Dios con nosotros (Cf. Mt.1,18-24), es Grande como Dios (Cf. Lc.1,32), es el Hijo de Dios (Cf. Lc.1,35), es el Hijo de Dios hecho hombre (Cf. Jn.1,14). Él es la Palabra que está junto a Dios y es Dios; por Él se hicieron todas las cosas (Cf. Jn.1, 1-3); al recibirlo a Él, se nace de Dios y empezamos a ser hijos de Dios (Cf. Jn.1,12-13). De su plenitud divina, recibimos quienes lo acogemos (Cf. Jn.1,16); es quien nos ha dado a conocer al Padre (Cf. Jn.1,18), Él es el hijo amado del Padre, el predilecto (Cf. Lc.3, 21-22). Jesús desde niño entendió que debía ocuparse de las cosas de su Padre, que es la salvación del mundo (Cf. Lc.2, 46-52).

Jesús es el Hijo del altísimo que viene para iniciar un reino que no tendrá fin (Cf. Lc.1,32-33). Es el Rey de los judíos que extendió su reino a todas las naciones (Cf. Mt.2,1-12), es la luz que se expande por el mundo entero (Cf. Lc.2,32).

Él es el poseedor del Espíritu Santo en plenitud (Cf. Jn. 3,34), y viene a bautizarnos con el Espíritu Santo (Cf. Jn.1,31-34). El fuego del Espíritu establece la línea divisoria que separa el bien del mal, y clarifica la conciencia humana (Cf. Lc.3,16-18). Él es signo de contradicción ante quien se ponen de manifiesto las verdaderas intenciones de los seres humanos (Cf. Lc.2,34-35).

Vino para salvar al mundo de sus pecados (Cf. Mt.1,21). Es el sol que nace de lo alto para guiar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte, y conducir sus pasos por el camino de la paz (Cf. Lc.1, 78-79). La fe en Jesús nos ayuda a asociarnos a su obra, como sucedió con María, quien fue llamada Bienaventurada por su fe (Cf. Lc.1,45). Cura nuestra cobardía y temor, para que desde la santidad y la justicia, nos hagamos servidores de Dios y de nuestro prójimo (Cf. Lc.1, 74-75).

Jesús viene a sacar de su postración a los humillados (Cf. Lc.1,46-48), es Él quien cambia la historia, para que mujeres y hombres desposeídos y pobres, se conviertan en sujetos constructores de la verdadera historia del mundo (Cf. Lc.1,50-54), ya que Él es la fuerza salvadora que libra a los pequeños de quienes les desprecian y esclavizan (Cf. Lc.1, 71). Jesús es el Mesías Salvador cuyo nacimiento llenó de alegría a los pobres (Cf. Lc.2,8-20).

Tanto las palabras de los textos proféticos a los que me he venido refiriendo, como los pasajes evangélicos que hacen referencia a la natividad de Jesús, son altamente esperanzadores y también nos llenan de alegría como sucedió con María, con Isabel su parienta, con José, con los pastores de Belén, con los Magos de Oriente, pues tenemos un Salvador que está con nosotras y nosotros, y entre nosotras y nosotros. Jesús lo prometió antes de subir al cielo: “Yo estaré con ustedes hasta el fin del mundo” (Mt. 28,20).

El mal no tiene la última palabra, nos insistió Benedicto XVI en su visita a México. No podemos dejar que el sufrimiento y el miedo empañen nuestra mirada; existen muchas víctimas de la violencia despiadada que se ensaña sobre nuestro pueblo, que se están moviendo a sacudir los cimientos de este sistema injusto e indolente que parece imponerse de manera irremediable. Ahí están las pequeñitas y pequeñitos, organizadas y organizados para enfrentar el mal, con la voz de la justicia, y con el corazón lleno de dolor, pero que palpita por el amor a sus familiares y amistades desaparecidas; o por el amor a la familia que dejaron atrás, para lanzarse a los riesgos de la migración, buscando un futuro mejor para su familia, para ellas y ellos mismos, y para sus respectivos países.

Van caminando también por el país y más allá de sus fronteras, madres y padres, hijas e hijos, víctimas, sobrevivientes, activistas y familiares, de quienes sufrieron desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, quienes resistiéndose por sobrevivir y encontrar tanto a sus seres queridos, como juicios justos, son víctimas de persecución, amenazas y hasta la misma muerte, por su lucha a favor de un México distinto. Todas ellas y todos ellos buscan la restauración de la justicia y el respeto al derecho en nuestra nación; piden que se persiga el delito y se frene esta masacre irracional que proviene lo mismo de las mafias, que del Estado mexicano.

Vemos también caminar por las calles, reunidas y reunidos en aulas universitarias, plazas y parques, a las jóvenes y los jóvenes indignados, manifestándose contra la deshonestidad y el cinismo, la falta de transparencia en los funcionarios públicos y en los partidos políticos, que les cierran cada día más, a ellos y al resto de la ciudadanía de nuestra nación, el acceso al pensamiento, la participación, a la verdad, al progreso y a una vida digna.

Este mismo fenómeno se refleja en los pueblos originarios de nuestra patria; en las y los campesinos y trabajadores de México; en los sindicatos que luchan por una verdadera libertad para el sindicalismo en México; en las y los maestros que se han resistido al control corrupto del sindicalismo corporativo. Este dinamismo se refleja en los variados organismos que trabajan en México a favor de los derechos humanos, los cuales de un modo u otro apoyan movimientos más amplios como los que he mencionado: Migrantes, familiares de personas desaparecidas, obreras y obreros, luchadores que defienden los derechos ambientales, tanto en zonas rurales, como urbanas, violencia institucional, de género, etc.

Éste es el reflejo del dinamismo restaurador del mundo, que el misterio de la Encarnación vino a impulsar. Sin duda, y lo digo porque lo he reconocido personalmente, que en el fondo del corazón de todas estas personas que están buscando una sociedad con justicia y amor, está el impulso de Jesús que quiso poner su morada entre nosotros, y eligió de manera especial, a las personas despreciadas e ignoradas de la sociedad. No es una cuestión puramente fortuita el que Cristo haya nacido en un pobre pesebre, y visibilizar solamente a una parte de la sociedad, sino que Dios eligió para Él ese destino en la Tierra, porque sus designios son de vida plena para todas sus hijas e hijos. Con ello quiso anunciarnos que las primeras personas destinatarias de su plan salvador del mundo, eran especialmente las personas excluidas.

Como María, creamos en Jesús, y la fuerza de nuestra fe en Él; hagámonos cada quien, invariablemente de nuestro lugar en la sociedad o nuestra identidad, constructores de la paz y de la justicia, de la misericordia y la verdad, que tanta falta le hacen a México en estos momentos. En Jesús hemos recibido mucho y estamos obligados a dar mucho.

María, que pertenecía al grupo de los humillados, creyó que Dios desplegaría su poder por medio de su Hijo para deshacer los planes de los malvados, para exaltar a los humildes y colmar de bienes a los hambrientos. Todas estas personas humilladas de nuestro país, como María, confían en el poder de Dios, y con fe trabajan por deshacer la impunidad y la injusticia, a través del restablecimiento de los procesos de procuración de justicia, con la creación y aplicación de leyes.

Ser solidarias y solidarios con las víctimas, estar al lado de ellas y ellos en la búsqueda de justicia, es contribuir a la paz de México. Ponernos a caminar con ellas y ellos, significa comprender la proclamación del himno que los ángeles entonaron ante los pastores: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres a quienes Dios ama tanto” (Lc.2,14). Dios es glorificado en el cielo por nuestras buenas obras en la Tierra (Cf. Mt 5,16), y nosotros llegaremos a la paz, por medio de la construcción de la justicia (Cf. Is. 32,17).

Si queremos encontrar hoy a Cristo, que vino a llenar con su claridad aquella noche, pongamos nuestra mirada en las hermanas y hermanos en donde Él mismo se hace presente hoy entre nosotros; ellas y ellos son como Jesús, quienes desde su pobreza están proyectando una luz de esperanza, en medio de la noche que cubre a nuestro México en estos momentos. Él es el sol que nace para conducir nuestros pasos.

Con la dulzura de saber quién es Jesús que nos nace hoy, les abrazo con profundo cariño y les deseo un Feliz Navidad; y para el año que comienza, abundantes gracias y esperanza para el caminar de ustedes, sus familias y comunidades. Les bendigo de todo corazón.

Obispo de Saltillo

 

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