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1352 2 Julio 2013

 

Pólvora en Brasil
Víctor Orozco

Chihuahua.- Las gigantescas movilizaciones populares ocurridas en Brasil desde el pasado 17 de junio, pusieron los ojos de millones de ciudadanos en todo el mundo en el punto central del debate político actual: cómo encontrar y poner a funcionar mecanismos de control de los gobiernos, que no queden en las manos de ellos mismos.

Hacer una revolución armada o salir a la calle en manifestaciones pacíficas, son instrumentos que siempre están en el arsenal político de las colectividades. Ambos tienen lugar cuando los instrumentos institucionales no funcionan, y se enseñorean en la política estatal las corruptelas y la represión. El gigante sudamericano es gobernado por el Partido de los Trabajadores, de orientación izquierdista y socialdemócrata.

Dilma Rousseff, la presidenta, viene de las luchas armadas contra la dictadura, como José Mujica, el ya legendario presidente uruguayo. Las políticas sociales de gran envergadura, emprendidas por el actual gobierno y por el anterior de Lula da Silva, lograron sacar de la pobreza a millones de familias. Ello podría suponer una carta de confianza de las masas a estos gobiernos, y la aceptación a todas las medidas que emprendieran. No es así.

Los reproches son varios: el alto costo de los servicios públicos, que expropian buena parte del salario de los trabajadores, la escasa e insuficiente inversión de fondos en la educación y en la salud, también la ineficacia en el combate a la corrupción de los funcionarios estatales. Puestas en positivo, son las banderas y causas de mayor extensión en la sociedad, comunes en casi todos los países.

La población movilizada en las grandes ciudades logró ya triunfos impactantes: se dio marcha atrás en los aumentos de tarifas en los transportes públicos, comenzaron a meter a la cárcel a políticos ladrones, el Congreso rechazó por una mayoría abrumadora, una ley aprobada apenas hace unos meses que limitaba el combate contra la corrupción, la Cámara de diputados aprobó igualmente que el 75 por ciento de los ingresos petroleros se dedique a la educación y un 25 por ciento a la salud.

De hecho, los millones que salieron a las calles han puesto a trabajar a mata caballo a las dos cámaras federales, sacándolas de la molicie y de las lucrativas componendas entre facciones a las que son tan dados los legisladores. Finalmente, la presidenta elevó una iniciativa para ser sometida a referéndum o a plebiscito con el propósito de realizar una reforma política de fondo, comprendiendo el mismo régimen de partidos.

Toda una hazaña de la lucha en las calles, unificadora de jóvenes estudiantes, trabajadores asalariados y sectores de las clases medias de esta colosal nación multicolor, última en emancipar a sus esclavos negros y en dónde los clérigos propagaron aquella infame “Teología de la esclavitud”.

Estas marchas populares son como torrentes que limpian los sistemas políticos y barren las inmundicias acumuladas. Son capaces de tumbar gobiernos u obligar a los existentes, –cuando éstos tienen suficiente sensibilidad–, a enderezar el rumbo. Constituyen fuerzas parecidas a las de la naturaleza, como un maremoto o una erupción. Pero, se agotan; concluyen su ciclo y se vuelve a la inercia. A esto le apuestan los conservadores, deseosos de mantener sus beneficios, como son los repartos de puestos y canonjías, el clientelismo, el enriquecimiento a costas del erario, la demagogia para engañar.

Por eso, en la cúspide de las movilizaciones deben arrancarse el mayor número de conquistas para los pueblos. Una de ellas es la instauración de nuevas reglas del juego, como la que están a punto de alcanzar los brasileños (si vencen la resistencia en el Senado) para usar la renta petrolera en beneficios populares de largo alcance como la educación y la salud. También la promulgación de leyes efectivas contra el uso de los recursos públicos con fines privados o su despilfarro en campañas de lucimiento de los gobernantes.

Aquí, el punto crucial es poner fin a esta desvergonzada identificación entre los políticos-funcionarios con empresarios privados, merced a la cual los primeros brincan la línea que los separa de los segundos y éstos, se aprovechan para poner a su servicio todo el aparato del gobierno: leyes, informes, contratos, excepciones y exenciones.

Revueltas como la brasileña tienen además otros profundos significados: sacuden el instinto político de las masas y provocan que su atención se dirija a los temas cruciales de su existencia. En un país donde el futbol ha sido convertido en una especia de religión, la protesta se enfoca contra los cuantiosos gastos oficiales para organizar la copa mundial el año próximo.

Hay sin duda, un hartazgo colectivo por la priorización de los gastos estatales que prefieren las obras de ornato, y se olvidan de las inversiones necesarias para llevar a las mayorías los bienes económicos y culturales indispensables. Este suelo fértil explica la proliferación, como reguero de pólvora, del video que subió a la red Carla Dauden, la joven brasileña residente en Estados Unidos, titulado “No, yo no voy a la copa del mundo”.

Su propósito inicial era informar al público norteamericano, casi indiferente, sobre los gastos de la proyectada justa deportiva. No suponía que se convertiría en la expresión más difundida de las protestas.
Otra vez, cómo en España, Grecia o Egipto, las redes sociales están mostrando ser los vehículos del momento para articular y darle cuerpo a una protesta social.

En consonancia con este video crítico, se ha difundido un cartel con la leyenda: “Imagina un país en dónde más personas salieran a la calle a defender sus derechos, que a celebrar la victoria de un equipo de fútbol”. La visión resultante es casi obvia: tendríamos mejores gobiernos, se pondría fin a la voraz ansia de ganancias de los capitalistas y por ende a la expoliación del trabajo, así como a la destrucción de los entornos naturales.

Otro viraje en los vientos sociales es la masiva toma de conciencia de que las grandes decisiones en los asuntos públicos nos corresponden a todos. De repente, estos millones de manifestantes les arrebataron la iniciativa a los burócratas de la política, dirigentes y grillos partidarios. Quizá su empuje dure los suficiente para librarse de estas polillas que carcomen el cuerpo social.

Vamos a esperar el tamaño y hondura de las reformas anunciadas por Dilma Rousseff, veremos si pueden servir de ejemplo e inspiración para las luchas de otros países. En Estados Unidos, un movimiento ciudadano de Chicago denuncia que el gobierno cortó el presupuesto para las escuelas, limitándolo a 4 mil dólares por estudiante, mientras sostiene un gasto de 52 mil dólares por cada preso en las cárceles del condado. Es el mundo puesto al revés.

Por lo pronto, estos brasileños indignados e inconformes nos han dado varias fructíferas lecciones, que especialmente los mexicanos debemos aprovechar. De manera similar a los sucesos de allá, requerimos con urgencia un gran movimiento social que cambie el derrotero del país, para colocar el interés público en el centro de las políticas estatales, desde las grandes estrategias nacionales hasta las medidas aprobadas en los cabildos municipales.

No deberíamos descartar la erupción en cualquiera de las agobiadas ciudades mexicanas, en cuyas calles y barrios se escuchan continuamente las voces de la inconformidad. Ante el miserable papel de comparsas de los partidos políticos, cuyas direcciones bailan al son que les tocan los dueños del poder y del dinero, tendremos las movilizaciones, que escribirán su propia música, poniendo en el escenario a sus intérpretes y danzantes.

 

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