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1456 25 Noviembre 2013

 

EL CRISTALAZO
Comunicación y vocería
Rafael Cardona

Ciudad de México.- Evocaba Humberto Romero al presidente Adolfo Ruiz Cortines:

No le gustaba declarar. Mandaba a alguien a hablar por él.
Presidente, le dije algún día, usted debe intervenir en esto.
Había una discusión nacional muy compleja. 
No. Que hable Ángel (Carvajal, el secretario de Gobernación).
¿Y si se equivoca, Presidente?
Se equivoca él, no el Presidente. Yo no debo exponerme. La figura presidencial debe permanecer intacta. Esa es mi obligación. Yo intervendré sólo en casos extremos.

Y en el libro “Los dos Adolfos”, cuenta un episodio, este sobre la responsabilidad del comunicador oficial:

Señor, los periodistas quieren una declaración”, le dije en Aguascalientes (la comitiva recorría el país en el Tren Olivo).
No.
En Torreón insistí, pero cuando llegamos a Chihuahua, mi jefe explotó.

¿Entiende usted el significado de la palabra no?
En Ciudad Juárez los periodistas seguían encima de mi, hasta que les anuncié:
Tengo una declaración de la oficina de prensa de la presidencia.

A regañadientes la aceptaron y la enviaron a sus medios.
Cuando viajábamos de regreso, Salvador Olmos (el secretario) me hizo una pregunta alarmante:
Chino, ¿ya arreglaste tu asunto?

No me volví a parar con el señor Ruiz Cortines y cuando llegamos de regreso a México, la primera vez que me sonó una chicharra prolongadísima entré a su despacho llevando en el bolsillo de mi saco una nota que decía:
“Señor Presidente, muchas gracias por su confianza, le presento mi renuncia”.

Me pareció que no podía hacer otra cosa.

Mire Humberto, ya se que quiere usted darme una explicación, pero el Presidente no tiene tiempo para explicaciones. Aquello de Ciudad Juárez le salió muy bien, pero si no le hubiera salido, habría tenido yo el recurso de cesarlo.

Estas historias vienen a cuento por la reciente creación de una vocería en la presidencia de la República, especialmente necesaria en contraste con la desmesurada vocación oratoria de los presidentes mexicanos de los últimos años.

Quien mucho habla, mucho se expone al error.

Hoy recuerdo (como ejemplo) la ironía de Francisco Liguori ante la verborrea incontenible de Luis Echeverría. Cuando gobernaba “El demonio de San Jerónimo” (como lo bautizaron a raíz de las acusaciones de Gustavo Carvajal, hijo de aquel Ángel) se decretó el ”Año de Juárez”. El presidente pidió sesenta segundos de mudez nacional en la ocasión del aniversario luctuoso.

Pancho escribió: “Aunque a Juárez reverencio/ me parece una osadía/ esperar de Echeverría/ un minuto de silencio”.

Hoy en la presidencia de la República se crea una vocería. Eso da lugar a preguntas esperanzadas. 

¿Entonces se acaban las declaraciones frente al tumulto reporteril, los “banquetazos”, el desorden, la chanza, la chacota en torno del presidente por parte los reporteros de “la fuente” y también la dispersión superficial de formalidades presidenciales mediante la informalidad del Twitter? ¿El presidente se sale de las redes sociales para entrar a las redes formales?

Este redactor ha trabajado cerca de la información del Ejecutivo desde la presidencia de Gustavo Díaz Ordaz cuando las cosas (todas) eran tan distintas. Nunca, ni en aquellos tiempos ni en otros más cercanos supuse un episodio como este. En la cercanía de una reunión internacional, una reportera en la “bolita” informal en el aeropuerto en torno del presidente Enrique Peña, le pidió que filtrara para la prensa mexicana cuando hubiera un tiempo (“off the record”), algunos detalles de la reunión.

─¡Ándele! y le damos una “lana”...

La palabra presidencial, por sí misma, es (o debe ser) una especie de verdad inamovible. Un punto final. Por eso se debe cuidar. Es la parte más sensible de la investidura; no de la “investiblanda”.

Por eso resulta conveniente un vocero para divulgar, no para justificar; comunicar, no corregir, como se hacía en los tiempos de Vicente Fox cuando Rubén Aguilar, penosamente, machacaba y caricaturizaba la incompetencia de su jefe con aquello de “lo que el Presidente quiso decir”; o sea, un señor incapaz de articular sus propios pensamientos y por tanto necesitado de un intérprete de sus escasas ideas. Un fiasco.

Ojalá Eduardo Sánchez se parezca más a Joaquín Navarro, el portavoz del Papa Juan Pablo II; cuyo comportamiento era una diaria lección de comunicación social, y nada a Alejandra Sota o cualquiera de esos casos de tartamudos impresentables.

Por la otra parte, queda un segundo tramo de la comunicación presidencial: la rutinaria necesidad (¿?) de hablar ante todos y de todos los temas, en discursos diarios, dos y tres veces por jornada, ya sea sobre agricultura, cultura; tecnología, promociones comerciales o las posibilidades de México en el Mundial de futbol.

Cada congreso, cada inauguración van acompañados de un discurso elaborado a partir de la monótona prosa de la oficina de Aurelio Nuño, fecunda en diagnósticos coronados todos con una promesa de redención y cercana felicidad nacional. Pronunciamientos planos, previsibles y en cierto modo para salir del paso y satisfacer el requisito de ser oído por anhelantes anfitriones a quienes se les dice halagadora y promisoriamente cuanto quieren oír.

Todos esos son los componentes de la Comunicación Presidencial (en manos, afortunadamente, de David López): boletines, declaraciones, discursos, transcripciones, entrevistas, publicaciones, crónicas, pronunciamientos y ahora intervenciones del vocero.

¿Se logrará de esa manera comunicar mejor al Presidente; es decir, hacerlo parte del interés, la comprensión, la aceptación y el lenguaje comunes?

Ojalá, por el bien de todos.

 

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