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2229 10 Noviembre 2016

 



Réquiem por la doctora Irene Vegas (1942-2016)
Cordelia Rizzo

 

Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma… ¡Yo no sé!
“Los heraldos negros”, de César Vallejo

Monterrey.- Conocí a Irene mientras ella daba clase en una cama de hospital, año 2000. En el Hospital Muguerza citó a sus alumnos de maestría. Se recuperaba de las lesiones de un accidente de auto.

Irene no sólo era maestra en clase sino una lección viva. Lo que nos queda es retomar hasta el cansancio sus anécdotas. Literalmente imitar su voz ronca para volverla a escuchar tan cerca como estuvo.

María Irene Vegas García nació el 5 de junio de 1942, en Villa del Mar, Chile. Su padre Ricardo Vegas, peruano, fue un diplomático e intelectual destacado y eso la llevó a vivir a España y a Portugal. Era la tercera hija del matrimonio Vegas García. Fue huérfana de madre a los 7 meses. Su madre, Pepita García Seminario, murió en un accidente de avión. Su padre murió en los brazos de Irene cuando ella tenía 14. Llegó a México de poco más de 20 años, porque se casó con Wenceslao Bátiz. Estudió Letras Españolas en el Campus Monterrey del ITESM, siendo la joven madre de Verónica y Wen.

En los 70’s estudió el doctorado en Lenguas Romances y Literatura en la Universidad de California, en Berkeley, a la que llegó apenas masticando palabras de inglés y con dos niñitos. Recibió cátedra de grandes como Genette y Todorov. Se doctoró con una tesis sobre el lenguaje en la obra poética de César Vallejo, dirigida por Luis Monguió. Después fue maestra en UCLA y en Dartmouth College. Tras vivir dos años en la Nicaragua en Guerra y cinco en el Perú del Terrorismo de Sendero Luminoso, regresó a Monterrey en los 90’s, a la UDEM.

Cuentan sus ex compañeros del Tec que su belleza y carácter la hicieron memorable cuando joven. Para nosotros, surcando los 60, nunca pasó desapercibida.

Decía que volvió a Monterrey para estar cerca de sus nietas. Su departamento en la Colonia Obispado y cubículo en la universidad, eran un vaivén de intelectuales, académicos y alumnos. Ella era un nodo. Fuimos una comunidad de aprendizaje.

Su universo barroco y vibrante disimulaba un poco que Irene vivía con un dolor enquistado. Lograba superarlo con enorme sentido del humor y fuerza vital. Pero cada cierto tiempo resurgía. Tal vez por esa tensión viva entendía tan bien la poesía de César Vallejo.

Me alejé de ella, hará unos 4 años, porque tuvimos diferencias por una discusión pública sobre los desaparecidos en México. Ella seguía en Perú. Ahí esperaba vivir un largo tiempo, y enraizarse en una comunidad intelectual.

En Monterrey siempre estuvo fuera de tono. Más allá de Irene, la estridencia femenina –sobre todo acompañada de una mente aguda– es cianuro para la vida social regiomontana. Llegado cierto momento después de retirarse de la Universidad de Monterrey, se dio por vencida.

No le dije abiertamente que se fuera de mi vida y me intriga por qué no volvió a contactarme. Podía ser muy absorbente; se lo dije varias ocasiones. Podía ser hiriente. Pero ella confiaba en su generosidad y habilidad de volverse entrañable, como lo fue.

Fuera de su intensa vida personal, o gracias a ésta, Irene era una estupenda pedagoga. Sabía formular los temas de la lectura con precisión, incorporar nuestras reacciones al texto, ayudarnos a organizar nuestro desorden mental. Nos enseñó a leer poesía –todo mundo le saca la vuelta a realmente leer poesía– y a descifrar esos textos en “mandarín” sobre literariedad. Lo mismo era quejarse a pata suelta sobre Aguiar e Silva que llorar –yo, echar lágrima– escuchándola leer pasajes de La amortajada, de Maria Luisa Bombal.

Ella nos prestó su mente y su sensibilidad. Quería que sus alumnas (y alumnos) estudiaran y consolidaran carreras. Tuvimos una espléndida maestra de feminismo. Como mujeres jóvenes nos quedamos muchas veces atoradas en la revisión de los detalles de la vida de la maestra y se nos olvidaba tomar lo trascendente.

Fuimos amigas. Me abrazó en momentos frágiles, animándome a tomar riesgos. Me envió a Lovaina una copia de Memorias de una joven formal, de Simone de Beauvoir, como faro de luz. La de ella era la escuela de levantarse de las caídas y el llanto como de una sola pieza y “salid sin duelo, lágrimas, corriendo”. Así se narraba en sus trances.

Quise muchas veces funcionar como terapeuta de sus dolores, como ella arreglaba mis escritos. Pero aprendí que la fuerza de vida es una sustancia que trasciende al arte, y sólo puede amoldarse al tono del yo lírico. Parece muy obvio, pero cuando se tiene tan desarrollada la mente imaginativa y sensible –como la de ella– es difícil silenciarla para recoger y aceptar ciertas realidades simples.

Irene no moderaba sus expectativas. No en serio. Después de los 65 mostraba un candor emocional inédito (para mí, al menos). La añoranza, empero, fortalecía esa trama subterránea y recurrente de las pérdidas tempranas. Mudarse del departamento del Obispado –que tanto recordamos– puso todo en perspectiva: no cabían todas sus cosas en la nueva casa. Deshacerse de varias de ellas, su hogar portable, fue horrible.

Resistía. De lo último que supe de ella fue que gozó un nuevo amor en Lima y la infancia de sus nietos más pequeños.

Aún con el declive, cuando la dejaron huérfana de alumnado, su legado está ahí y seríamos malas hijas si no lo mostramos. Hizo el programa de Estudios Generales y diseñó la carrera de Estudios Humanísticos y Sociales en la UDEM (yo tengo el proyecto que le aprobó Francisco Azcúnaga, el entonces rector). Hizo competitiva la Maestría en Estudios Humanísticos. Pero eso no pareció ser importante a la postre. Bordaba (“bordado” era su sinónimo de perfección) sus clases e incorporaba lecturas nuevas para probarlas y afinar sus programas. Universitas insólita, le decía Irene. Civitas insólita que devora a sus mujeres adultas mayores, también.

Cuatro años no supe de ella. Me la imagino recogiendo algunos frutos de su jardín de afectos. Escribiendo poesía. Acariciando las vidas de sus nietas. Llamando por teléfono a sus hermanas. Escuchando las voces de los amores que se fueron antes. Recordando las fiestas en su departamento. Soñando con Cuba. Oyendo el disco que le dedicó Silvio Rodríguez y la trova de su Noel Nicola. Dejando de esperar al zurdo. Haciéndose la idea de que en estas caricias y vibraciones está el quid del asunto. Un bonito papel, pero para el que seguro tuvo que adaptarse mucho.

Me contaron del deterioro de su salud, del cual tuve atisbos antes.

Su hija Verónica le facilitó la vida después de un tiempo de que dejó la UDEM. Vivió primero en Monterrey, antes de partir a Lima y al regresar estuvo los últimos 4 años en casa de Verónica, su yerno Ricardo y sus nietas y nietos. Me da gusto que la vida las unió. Verónica fue su cuidadora primaria en estos cuatro años.

Wen y Verónica eran su adoración, mencionados frecuentemente como cómplices de su destacada carrera académica. El trabajo de ser madre con la promesa de una carrera exitosa fue una fuente de conflicto importante en su vida. Verlo tan presente en ella marcó a sus alumnas.

La Irene que conocí hablaba de sus hijos adultos como sus tesoros. Tenía fotos de ellos en su oficina y hasta bromeaba con querer casar a alguna de sus alumnas con Wen.

En este desenlace estuvo cerca de Verónica, pero lejos de ella su hijo y sus hermanas, con las que Irene tuvo una relación cariñosa y cercana. De ellas hablaba como un triunfo afectivo, y una comunidad sororal accesible desde cualquier lugar de su vida nómada.

A sus nietas y nietos me gustaría contarles lo especial que fue su abuela cuando estaba en su elemento. Porque es muy importante, y lo era para ella, tener una vocación más allá de la afectiva. Los amores, aunque duren, son inestables. Eso lo sabía ella muy bien, pero la curiosidad por aprender, trabajar y expandir la mente es larga, constante y personal. No lo es todo, pero sin duda anima al rostro propio que reconocemos, mostramos con orgullo y nos hace fuertes.

Tengo mucho tiempo investigando sobre las estructuras que forman la sensibilidad –entre ellas la literaria– y sé que escasea el genio de Irene. Lo vi ausente en alumnos y colegas, la falta de su escuela de precisión analítica.

Durante varios años di una clase de introducción al pensamiento hispanoamericano en la UDEM. Era un remake de su propia clase de “Historia de las Ideas en América Latina” (eso lo alcancé a compartir con ella). Comprendí algo de cómo seleccionaba textos y utilizaba el ensayo como tecnología de aprendizaje y formación de sensibilidad social. Ella no ha sido mi única maestra, pero quisiera aprender de ella esto muy bien.

La cosa académica tiene mucho de escuela de vida, quisiera decirles. Pero igualmente entrar a la oficina de Irene era ver a sus nietas y a sus hijos. Los objetos de su casa narraban sus añoranzas y alegrías. Quería que la conociéramos y la conocimos.

Empiezo a recordar muchísimas cosas. Aunque nos dijimos adiós antes, aunque quise aprenderle todo, trato sin éxito de despedirme de ese manojo de fuerzas que fue Irene.

 

 

La victoria del imb¨¦cil / Eloy Garza Gonz¨˘lez

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