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2266 2 Enero 2017

 

 

Vida y tiempo de Porfirio Díaz
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- En el imaginario de los mexicanos, la figura de Porfirio Díaz, es la del anciano militar con el pecho cubierto de medallas, que gobernó al país con mano de hierro durante tres décadas y fue derrocado por la revolución de 1910. La reciente biografía escrita por  Carlos Tello Díaz, nos entrega al otro Porfirio: –aunque sea el mismo– el del joven liberal convertido a fuego en el victorioso general del ejército republicano.

Además, ofrece facetas de la vida personal que ayudan a comprender al hombre, hasta donde se pueden entender en su totalidad el carácter de una persona y el origen de sus actos.
  
Los acontecimientos históricos suelen juntar a individuos por la pura casualidad. Es el caso de los oaxaqueños Porfirio Díaz, nacido en 1830 y Benito Juárez, nacido en 1806. Le tocó al primero ser alumno del segundo en la cátedra de Derecho Civil y adherente desde esta condición a los principios liberales sostenidos por su maestro. De este vínculo personal, el libro de Tello da cuenta prolija con razón, pues será uno de los que mayor trascendencia cobren en el México decimonónico.

La revolución de Ayutla y la guerra de reforma, fueron procesos que transformaron a este país como ningún otro a lo largo de su historia. Mientras Benito Juárez se colocó gradualmente a la cabeza de los cambios, Porfirio Díaz fue forjándose como militar en el curso de la sangrienta guerra civil convocada por el clero y el ejército. Esta parte de la azarosa vida del futuro Dictador, está llena de actos heroicos. Es impresionante por vía de ejemplo el relato del traslado en canoa por el crecido río Coatzacoalcos para llegar a Minatitlán a recibir un cargamento de armas y pólvora destinado a las fuerzas liberales del sur.
  
Estos hechos, llevan a considerar el temple y la formación de los caudillos liberales: Degollado, González Ortega, Escobedo, Zaragoza, el propio Díaz entre muchos más. Ganaron a pulso sus insignias y galones en una guerra contra militares de carrera. Este hecho le imprimió un distintivo de crucial importancia a los triunfos liberales: se debieron a cuerpos populares armados y no a cuartelazos.

La guerra de reforma, fue al mismo tiempo una contienda nacional y una suma de confrontaciones regionales. Lo primero, porque involucró por primera vez a los habitantes de casi la totalidad del territorio, puesto que los intereses en disputa ponían todo en juego: autoridad del Estado, igualdad jurídica, libertad religiosa, posesiones de la iglesia, matrimonio, divorcio, registro civil, forma de gobierno, relaciones internacionales, sistema fiscal, régimen de propiedad y de servidumbre, milicias. Ningún tema de la vida pública quedó al margen de la contienda. Simultáneamente, en cada región o entidad política del país, estallaron los conflictos locales, que se empalmaron con el nacional. En el caso de Oaxaca, Tello ilustra puntualmente el choque entre los liberales moderados y conservadores, llamados borlados o patricios contra los liberales rojos. Ambos tenían sus antecedentes en los grupos o tendencias posteriores a la independencia conocidos como los aceites y los vinagres, centralistas o monárquicos los primeros, federalistas y republicanos los segundos. También estuvieron presentes los viejos agravios derivados de la discriminación racial. Como en todas partes, en Oaxaca los defensores de los privilegios, en general eran de tez blanca y los reformadores de piel oscura o morena. Porfirio Díaz, en su momento aprovechó el odio y el resentimiento que tenían los juchitecos contra los blancos, “sin otro motivo que su aversión por la sangre española”, como lo asentó un viajante.
  
La intervención francesa entre 1862 y 1867, proporcionó el otro gran escenario dentro del cual se desplegó la vida de Porfirio Díaz. En sus primeros años, la suerte le fue adversa, salvo su destacada participación en la batalla del 5 de mayo de 1862. Tuvo que rendir la plaza de Oaxaca, cuyo sitio por las tropas francesas nos describe Tello con maestría. Sin armas, sin comida y apenas con un grupo de soldados que no desertaron como lo hizo la mayoría, Porfirio capituló y se entregó prisionero al comandante Forey. Vino luego la peliculesca fuga de la prisión en Puebla, en septiembre de 1865 y su etapa de guerrillero.
  
Hay un pintura en el museo del ejército en la ciudad de México que me impresiona por el vigor que el pintor, cuyo nombre desconozco, logró plasmar en el cuadro. Se trata de una carga de caballería contra un destacamento francés, ejecutada por una guerrilla de chinacos integrada por soldados de uniforme y rancheros vestidos a la usanza. Los músculos del pecho de las nobles bestias parecen estallar, mientras la furia se dibuja en el rostro de los jinetes, quienes llevan los sables en alto y las lanzas con la pica hacia el frente. Así me imagino deben haber sido las acciones de los dragones republicanos en las batallas de Miahuatlán y la Carbonera, bajo el mando de Porfirio Díaz.
  
Dos alteraciones claves en el tablero mundial, modificaron radicalmente la correlación de fuerzas entre 1865 y 1866. Estos fueron la guerra austriaca-prusiana y el triunfo de la causa unionista en Estados Unidos, que trajo consigo el fin del embargo de armas decretado por su gobierno. Como muchos observadores de aquellos años lo hacían notar, entre ellos el cónsul  norteamericano en Chihuahua, a los republicanos no les faltaban soldados, sino fusiles. En cuanto éstos pudieron adquirirse en gran escala, las partidas de los despreciados chinacos se convirtieron en ejércitos. Esto ambicionaba Porfirio. Nombrado jefe de la Línea de Oriente, que abarcaba todo el Sur del país y luego la propia capital, fue uno de los dos grandes jefes militares de la República. El otro, comandaba el ejército del Norte y era Mariano Escobedo, a quien le tocó el honor de vencer en el sitio de Querétaro y capturar al emperador Maximiliano, mientras que a Díaz, el de tomar la Ciudad de México y recibir en ella al presidente Juárez, artífice político bajo cuya autoridad se salvó la independencia nacional.
  
La biografía tiene el mérito de poner en la luz actos personalísimos del biografiado. Concluyo con uno por demás insólito. Una de las hermanas de Porfirio, concibió a una niña de nombre Delfina, cuyo padre, quizá por la condición humilde de la madre, eludió casarse con ella. Porfirio Díaz, veía a su sobrina muy de tanto en tanto. Convertida en adulta, no se sabe, dice Tello, en qué momento le cambiaron los sentimientos. Enamorado, días antes de la toma de Puebla, le escribió una carta pidiéndole matrimonio. La romántica misiva, respondida en términos similares e impecables, concluía con un párrafo impensado para un hombre cuya sensibilidad debía ser casi inexistente, por la extrema violencia de su entorno: “...Hay en lo sublime del amor algo desconocido para el idioma pero no para el corazón, y para no tocar lo común en ellos me despido llamándome sencillamente tuyo”. El matrimonio fue celebrado mediante un poder notarial en Oaxaca. Semanas después, le comunicó al presidente Juárez que había contraído matrimonio con Doña Delfina Ortega (quien en ese tiempo había tomado el apellido del padre).
   
Son las anteriores, unas cuantas muestras de la riqueza de un texto lleno de hallazgos.

 

 

 

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