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2282 24 Enero 2017

 

 

Miércoles negro
Irma Alma Ochoa

 

Monterrey.- ​He escuchado y leído opiniones sobre la tragedia del día 18 de enero, en un aula del Colegio Americano del Noreste, al sur de la ciudad de Monterrey, donde, en un lapso de 35 segundos, un adolescente de escasos 15 años de edad se suicidó tras balear a su maestra y a tres de sus pares.

¿Por qué sucedió?, es una pregunta que he escuchado en repetidas ocasiones desde ese miércoles negro. El problema tiene diversos puertos de entrada. Podemos empezar por recordar los más de diez años de padecer violencia e inseguridad, debido a la torpe decisión de Felipe de Jesús Calderón al emprender una guerra contra el narcotráfico, que sigue con Enrique Peña Nieto y no se le ve fin.

Esta guerra no ha conseguido establecer un ambiente de paz; al contrario, ha incrementado la violencia, hay más inseguridad, mucho dolor, ausencias y muerte. Los datos son contundentes: más de 27 mil personas desaparecidas y más de 155 mil homicidios dolosos en el país.

De acuerdo a la página electrónica Expreso.press (25-nov-2016), cada año entran a nuestro territorio 730 mil armas procedentes de Estados Unidos de América. En una operación aritmética simple, en diez años de guerra han entrado a México 7 millones 300 mil armas. En la frontera norte del Río Bravo, sus negocios florecen. Acá, del lado sur, es nuestra sangre y nuestros muertos.

Por otra parte, según la Sedena, Nuevo León ocupa el segundo lugar en el país con 598 licencias de portación de armas de fuego cortas, de 3 mil 152 licencias otorgadas en 18 años. En cambio, en 8 años se han decomisado solamente 31 mil 926 armas de fuego (Expreso.press).

Al respecto quedan en el aire muchas preguntas por responder ¿cómo entran las armas por nuestras fronteras y quiénes las compran? También es válido cuestionar de qué sirven las aduanas, ya que dejan pasar armas sin obstáculo o límite alguno, o si se sanciona a quienes lo permiten.

Pienso que le damos la espalda al problema macro, porque nos es más fácil culpar a quienes están en situación de vulnerabilidad, olvidando la violencia simbólica, social, cultural y estructural que nos aqueja cotidianamente. Unos juicios tienden a criminalizar a la madre por trabajar y, sin más información a la mano, la acusan de no poner atención a su hijo. Otros criminalizan al padre y a la madre por no revisar la mochila.

Lanzamos la pedrada sin saber cómo vivía esa familia, cómo actuaban, cómo se relacionaban entre sí, cuánto amor y cariño se profesaban, cuántos desvelos tuvieron. Desconocemos el dolor que les causó perder a su hijo en un acto de extrema violencia y la tristeza de saber que él lastimó a personas con quienes convivía en la escuela.

Por lo difundido en medios, sabemos que el niño era atendido por un problema de depresión, pero no se sabe más, no sabemos qué pensaba, cómo se  sentía, qué le disgustaba, qué sentido tenía su vida, ni qué lo llevó a cometer semejante acción.

Tendemos a juzgar sin conocer los hechos. Cuántas veces hemos escuchado “en algo andaría”, cuando a un joven lo asesinan o lo desaparecen. Eso se escuchaba por doquier en esta ciudad. En 2010 sucedió el asesinato de Jorge y Javier, alumnos de excelencia en el Tec de Monterrey, y en 2011 el incendio provocado al Casino Royale. Estas tragedias callaron muchas voces y generaron un cambio en la forma de percibir a las víctimas.

Se hace fácil decir: “el niño estaba deprimido porque la madre trabajaba y no lo atendía”. A ver, ¿cuántas de nosotras, mujeres-madres hemos trabajado para llevar alimentos a la mesa, para cubrir los servicios de salud, o pagar la renta de una vivienda, o para dar la mejor educación posible a nuestras hijas e hijos?

Prejuzgamos a las otras, por acciones que nosotras hacemos, pero la viga en el ojo propio no se ve y sí la brizna en el ajeno. Con facilidad olvidamos la máxima de Cristo: ¡qué tire la primera piedra quien esté libre de culpa!; por ese olvido nuestras palabras salen disparadas y hieren. Como las balas de un arma de fuego, nuestras palabras también hacen daño.

A calzón quitado, de manera reduccionista, Jaime Heliodoro Rodríguez, el gobernador de Nuevo León, echa la culpa a las mamás y papás “alcahuetes”. ¿Por qué no echar la culpa a la terrible violencia que existe en nuestro alrededor?; acaso es difícil, dependiendo del cristal por el que se mire, entender que la población en general y las niñas, niños y adolescentes en particular, hemos sido afectados por la violencia de la guerra contra el narcotráfico.

Cómo no entender que el Estado Mexicano tiene pendiente crear políticas públicas efectivas que garanticen el derecho a vivir libres de violencia. Para ello se requiere no militarizar la seguridad ciudadanas, sino levar las armas, concluir esta infausta guerra y construir cultura de convivencia armónica, donde la paz sea la constante.

Un cambio de fondo requiere generar políticas públicas de prevención, de respeto a las diferencias, de sensibilización y capacitación en derechos humanos, de rescate de espacios públicos, de creación de campos deportivos, de apertura y mantenimiento de bibliotecas públicas, de construcción de centros culturales, donde se impartan clases de música, danza, fotografía, pintura, escultura, etcétera.

El problema va más allá de echar culpas o hurgar en las mochilas.

 

 

 

15diario.com