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2287 31 Enero 2017

 

 

Los andamiajes del miedo
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Pedro de Isla reconstruye históricamente uno de los crímenes más citados en Monterrey. La narración de delitos célebres es ya un subgénero literario en la localidad, desde la publicación en 1994 de la novela El crimen de la calle de Aramberri, de Hugo Valdés. La obra de Pedro, Los andamiajes del miedo, responde a los elementos constitutivos de la novela policiaca, pero va más allá del canon.

Juega con el recurso de la metanarrativa: la narración que se narra a sí misma. Uno de sus hilos conductores es la venta de una novela, que Edgar, un mediocre subempleado, encuentra en los avisos de ocasión. Otra vertiente, es el asesinato en 1977, de una de dos hermanas, Elda y Laura Millet, oriundas de Yucatán, estudiantes del Tec, víctimas de Edgar Contreras, un profesionista treintañero, licenciado en Administración de Empresas de San Pedro, padre de familia, que las conoció una noche de copas en la discoteca Sargent Paper´s y después las secuestró.   

Suele decirse que ciertos crímenes marcan la edad de una comunidad. Un asesinato pudo ser el punto de quiebre entre la niñez y la adolescencia de Monterrey. Otra muerte violenta fija el paso de la juventud a la madurez regiomontana. La idea de una sociedad como organismo vivo, que nace, vive, se reproduce y muere, está rebasada. La popularizó Oswald Spengler a principios del siglo XX, en su obra sobre filosofía de la historia, La decadencia de Occidente. No es hábito exclusivo de regiomontanos: a Buenos Aires se le dice la Vieja Dama. Pero Raúl Rangel Frías abusó de ese símil orgánico en sus ensayos y discursos sobre Monterrey y por eso, tales textos suyos se nos antojan anticuados.

En realidad, los crímenes no fijan ciclos históricos de una ciudad. Pero narrándolos a la distancia, son, por un lado, una lupa que resalta el tipo de convivencia social de esa época; por otro lado, marcan las constantes de cualquier comunidad humana: la psique social. ¿Cuál era el tipo de convivencia de los nuevoleoneses de los años 70? Entre otros rasgos, no todos condenables, la desconfianza por el foráneo, por el extraño. Como bien narra Pedro de Isla en su novela, la prensa, radio y televisión de aquel entonces, la opinión pública de la Colonia del Valle, cargaron el peso moral del crimen en la frivolidad de las hermanas Millet. ¿Cómo podían andar solas, en la calle, a deshoras esas pirujas? ¿Cómo pudieron subirse al carro de un desconocido? ¿Cómo podían embriagarse públicamente siendo mujeres? ¿Cómo venían desde Yucatán, a seducir a jóvenes de bien? La prensa las linchó públicamente. Edgar, en cambio, el profesionista de San Pedro, el asesino, apenas duró cuatro años en la cárcel. Las buenas relaciones de su familia con el gobernador en turno, le redujeron la condena. Se cambió el nombre por Gonzalo, pero pudo rehacer su vida, formar una familia, y vivir solapadamente en San Pedro, como vecino respetable. Uno de tantos.

He mencionado la psique colectiva. Sentimientos constantes en una sociedad. Uno de ellos, es el rechazo por los foráneos, por los extranjeros, básicamente, por aquellos que vienen de comunidades más pobres, o de culturas exóticas. El europeo, el norteamericano, gozaba de buena aceptación en Nuevo León. Lo integrábamos con respeto, incluso en ocasiones, con admiración chovinista. No así el centroamericano, o el oriundo del sur de México. Este desprecio no es exclusivo de provincia. Lo padecemos como víctimas los mexicanos en sociedades como la de Estados Unidos. Allá, si no nos avalan recursos económicos sólidos, solemos ser tratados como personas de segunda categoría.

¿Cómo nace el racismo? ¿Cómo se incuba la intolerancia contra aquellos que no son como nosotros? Pedro de Isla lo dice con el título de su novela: los andamiajes del miedo. Curzio Malaparte lo explica, refiriéndose a los alemanes de los años cuarenta: “tienen miedo de todo lo que está vivo y es diferente a ellos; sufren un mal misterioso, tienen miedo sobre todo de los seres débiles, de los indefensos. Su miedo siempre ha suscitado en mí una profunda piedad”. Los sampetrinos no podían reconocer que entre sus vecinos, había un psicópata. A Edgar Contreras nunca se le denominó como tal. Por eso la culpa fue de las hermanas yucatecas y su supuesta ligereza. Por eso, tampoco podían entender que el psicópata no es resultado de una sociedad enferma, de una comunidad sin valores morales. Es un problema psquiátrico. Puede ocurrir, y de hecho ocurre, en cualquier sociedad, urbana o rural, de cualquier parte del mundo.

Psicópatas, criminales, asesinos, han existido siempre, en todas partes. Henning Mankell, el gran escritor de novela policiaca sueco, narró en una veintena de libros cautivadores, actos de violencia extrema en Suecia, el país supuestamente más civilizado del mundo. ¿Qué vuelve interesante, entonces, la novela de Pedro de Isla? Entre otros aspectos, narrar cómo “en esta ciudad, muchas cosas se pueden enterrar, pero nunca se olvidan” (p. 30). O como advierte en otro capítulo: “Todo es cuestión de que alguien deshile el ovillo de la memoria y más pronto de lo que puedas imaginar se encadenarán las cosas porque los hechos no desaparecen, sólo se esconden o se recuerdan, se buscan o se olvidan” (p. 50). Estoy seguro que con estas palabras Pedro de Isla no se refiere al crimen en sí, de Edgar Contreras, sino a la forma vergonzosa como le rebajamos su responsabilidad al culpable, y difamamos, impunemente, en aquel momento, a las pobres víctimas, dos muchachas foráneas que salieron a divertirse, una noche, a una discoteca.

Esa es la parte de la historia que se puede enterrar, pero nunca olvidar. Ese es el hecho que no desaparece de la psique social, sólo se esconde. Dice Pedro de Isla: “Aunque nunca se puede desaparecer el pasado, encontraron la forma de esconderlo lo mejor posible”. (P. 154). Ese es el tumor moral que quisiéramos esconder, acaso extirpar de nuestra historia reciente. Pero no se puede. Si el pasado no lo borra ni Dios, tampoco la forma racista, intolerante, con que respondemos socialmente a algunos hechos, podemos borrarlos. Los agravios perviven en el recuerdo de las víctimas y los verdugos.

Ahora, el gobierno de nuestro Vecino del Norte ha exacerbado el racismo y la intolerancia social al extranjero, al mexicano especialmente. Le ha dado forma de decreto oficial. ¿Qué esconde, en el fondo, esta política racista? No la supuesta supremacía blanca, no la defensa de los empleos norteamericanos (eso es un pretexto), sino el miedo a los débiles, a los indefensos, que en este caso, somos nosotros. La sociedad de Trump está atemorizada y sabe que su reacción agresiva es irracional, inhumana. En la novela de Pedro de Isla, el asesino de las hermanas yucatecas, ya con otro nombre, con otra identidad, vive temeroso de ser cuestionado, se altera cada vez que descubre afuera de su trabajo un carro sospechoso, o cuando en alguna fiesta un extraño lo ve con ojos inquisitivos.

Es verdad, como dice uno de los personajes de Pedro de Isla, los criminales paranoicos no se arrepienten de sus actos, pero viven en terror constante, en el miedo de pararse frente al espejo y recordar quienes realmente son. Algunas naciones también construyen los andamiajes del miedo y luego quedan atrapados en ellos. Lo dijo un presidente de Estados Unidos: solo hay que tenerle miedo al miedo mismo. Pobres personas, víctimas y victimarios; pobres naciones, que nos suscitan una profunda piedad. A menos que, el día más inesperado, nos convirtamos en uno de ellos.

 

 

 

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