Suscribete

 
2301 20 Febrero 2017

 

 

La nueva Guerra de Galio
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Mazatlán.- Los acontecimientos trágicos de Tepic me recordaron un pasaje de la segunda novela de Héctor Aguilar Camín: La Guerra de Galio; de ella, si no me falla la memoria, recuerdo cuando da cuenta del engranaje del sistema de seguridad nacional en los ya lejanos años setenta.

El desenlace trágico de los movimientos estudiantiles de 1968 y 1971 había llevado a cientos de jóvenes a la conclusión de que la única alternativa política era la armada. La violencia política. Ello provocó que muchos de ellos formaran o se incorporaran a las organizaciones guerrilleras.

Como respuesta a los caídos de las fuerzas armadas, según la novela, había una ley no escrita de que aquellos guerrilleros que hubieran participado directamente en hechos de sangre lo pagarían con su propia sangre y vida.

Ahora, con el ataque y muerte de la célula nayarita del cártel de la familia Beltrán Leyva, que comandaba Francisco Patrón Leyva, alias el H2, ha trascendido la rudeza del acto. Se explica antes que como respuesta a la descalificación que hizo Trump de nuestras Fuerzas Armadas en la conversación telefónica que sostuvo con Peña Nieto, por el ataque que sufrieron el 30 de septiembre pasado en Culiacán donde sus vehículos quedaron destrozados y en ellos quedaron sin vida cinco de sus miembros y diez más sobrevivieron con heridas de mayor o menor gravedad.

Si bien la referencia al pasaje de la celebrada novela de Aguilar Camín que es una referencia obligada para comprender los años de la llamada guerra sucia, podría decirse que es ficción y por lo tanto no tiene un fundamento histórico y por lo tanto, lo que se narra no llega a demostrarse empíricamente. Sin embargo, coincide con muchos testimonios de sobrevivientes de ese periodo oscuro en nuestra historia y da cuenta de que la ley de ojo por ojo, diente por diente, se aplicó puntualmente en muchos de los casos de los hasta hoy desaparecidos, con especial crudeza, por la Brigada Blanca que dirigía el siniestro Miguel Nassar Haro, quien murió sin haber pagado por sus  crímenes.

Pero, para ayer y hoy, la pregunta de fondo, es si esa ley no escrita cabe en un sistema democrático, de instituciones, de normas y ejecutores de la ley, donde la presunción de inocencia debe ser un valor indispensable que paute el sistema de impartición de justicia.

Y es que las imágenes del video de la noche negra de Tepic que registra la confrontación entre ambos bandos está más cerca de una guerra que de la disuasión, como luego se argumentó, y menos todavía, cuando se ejecutó en una zona residencial que puso en peligro la vida de los vecinos que despertaron en medio del ruido ensordecedor del helicóptero, los gritos y la traca-traca interminable.

El operativo trataba de aniquilar a los quince miembros de la célula criminal, lo que se logró de una manera contundente con ráfagas de metralla, quizá para que ello sirviera de respuesta a Trump pero sobre todo de escarmiento a quienes se atreven a confrontar violentamente a las Fuerzas Armadas.

No queda espacio para la duda salvo para Enrique Ochoa, el dirigente nacional priista que da pena por sus desplantes ante lo evidente, y más cuando exige sin rubor alguno a López Obrador que aporte pruebas luego de que en un acto político afirmó que en Tepic se había cometido una masacre que acabó con la vida de jóvenes “que las políticas neoliberales los han llevado a conductas antisociales”.

Se podrá o no estar de acuerdo con López Obrador, pero ese no es el punto, los delitos deben seguir el debido proceso que marcan las leyes y, que estarían obligados a cumplir y hacer cumplir quienes participan del sistema de seguridad pública.

Más allá de los agravios que podrían existir que lamentamos y que para muchos, con tintes autoritarios, hace necesario el ojo por ojo, y el diente por diente.

Justamente, quienes cuestionan el interés de las cúpulas políticas y castrenses por sacar adelante la llamada ley de Seguridad Interior, sostienen que eso no debe ser y que todo delito debe encauzarse institucionalmente y evitar cualquier tipo de venganzas desde el gobierno, desde la seguridad pública.

Pues, más que delimitar los márgenes de actuación en materia de seguridad pública, justificaría la ocurrencia de estos actos violentísimos que evidentemente son contrarios a la vigencia de los derechos humanos. A los que el Estado Mexicano está comprometido hacer cumplir en sus actuaciones cotidianas.

No hay duda de la necesidad de que los miembros de las Fuerzas Armadas tengan certeza jurídica y que el vacío existente en sus tareas de seguridad pública sean claras, para evitar de esa manera los problemas que han puesto en entredicho la legalidad de sus actos, sin embargo, no puede ni debe entrar en contradicción con las leyes y tampoco con el derecho internacional, y es precisamente lo que viene, si este tipo de modificaciones se institucionaliza no faltaría quienes se inconformen ante los organismos internacionales alegando que se violentan las garantías y normas mínimas.

La apuesta de militarizar la seguridad pública y el subsecuente desplazamiento a las policías es muy arriesgado: Primero, porque se parte de la idea de que las corporaciones policiacas son ineficientes y corruptas, que sin duda han dado muchas muestras de serlo, pero esa visión omnicomprensiva es frágil en sí misma. No todos los policías son corruptos, como no todos los militares y marinos son honestos, y eso exige una revisión cuidando considerar ese matiz pues, como luego dicen, en los matices está el diablo. Segundo la Constitución asigna tareas específicas a las Fuerzas Armadas que no son precisamente las de policía, sino la de ser garante de la soberanía nacional, especialmente en aquello del himno nacional: “más si osare un extraño enemigo profanar con sus plantas su suelo”.

Pero no hay espacio para a entrar a ese terreno de los constitucionalistas, que sus mejores exponentes nos recuerdan constantemente los roles que cada una de estas instituciones tiene establecidas en la Carta Magna.

Entonces, esperemos que los hechos ocurridos en Tepic y quizá antes en Tlatlaya o Ayotzinapa, no termine siendo la legalización de esa vieja práctica que leímos en la llamada Guerra de Galio y que son una sombra trágica en la historia nacional.

En definitiva, no tenemos por qué recuperar los peores modos de nuestro pasado para enfrentar las amenazas y los desafíos del futuro. Que no son pocos, como bien lo dice, don Juan de Ibarrola, en un escrito reciente.

 

 

 

15diario.com