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2316 11 Marzo 2017

 

 

Achaques del escritor ilusionado
Eloy Garza González

 

Monterrey.- Escribir novela es dañino para la salud. La postura encorvada, las piernas flexionadas, la posición sedentaria, obstruye la circulación sanguínea. A la larga, escribir novelas mata. Eso sin contar flebitis, várices, hemorroides, etcétera. Escribir cuentos también mata. Y poemas, sobre todo si son extensos, en verso libre o en forma de sagas.

Pero digamos que uno se decide a recibir al toro “a porta gayola”. Si para morir nacemos, bien vale el riesgo de escribir una novela de regular tamaño. Como las que se publican actualmente. Pedro Ángel Palou, por ejemplo, publica cada año un librito para leerse de una sentada. Así nos cuenta que Emiliano Zapata era gay y que Pablo de Tarso era el James Bond del cristianismo. Puras revelaciones de Santo y Señor mío y de 150 pesos en promedio. Toda una ganga para el lector pudiente.

Un crítico olvidado llamado Cyril Connolly, fijaba para las novelas fecha de caducidad: no más de diez años. Para don Cyril el cine, entre otras distracciones, provocaban que las obras de ficción no durasen vigentes más tiempo. Eso lo escribió en 1938, cuando aún no se inventaba la televisión y menos el Facebook. ¿Qué pensaría si viviera ahora?

Luego leo que el novelista moderno reta a la muerte componiendo una novela. Se la publica al fin una editorial fregona como Tusquets, le pagan 200 pesos de regalías y le esconden su libro en bodegas, a dormir el sueño de los justos. Eso le pasó a Patricia Laurent Kullick, con su gran novela La Giganta, como le ha pasado a otros cientos de narradores más, aunque ninguno es tan valiente como ella para salir del clóset y confesarlo públicamente.

Hojeo consternado en las librerías la inmensa (por extensa no por excelsa) novela de Guillermo Arriaga, El salvaje. Y me imagino al escritor horas y horas sentado frente a la computadora de su casa, creyendo que su obra lo llevaría al parnaso de los inmortales. Pues ni madres. Apenas la publicó y le cayó la maldición de don Cyril: no más de diez años de vigencia, que por culpa de Internet y el cine se le reducirán (pal'baile vamos) a unos meses, y eso si bien le va, porque su ladrillo narrativo cae más pesado que unos barbitúricos de los que se tomó Marylin Monroe.

El novelista daña su salud, pierde los mejores años de su vida en soledad, se la publica una editorial que le esconde el libro, y encima la presenta en la Feria del Libro de San Juan de las Pitayas, ante un auditorio compuesto por su mamá, su mejor amiga, un borracho adormilado y una viejita sin nada mejor qué hacer.

En suma, es mejor escribir artículos de prensa en vez de novelas. Uno se muere igual, pero sin la esperanza inútil de ganarse un día el Nobel de Literatura y sin achacarle sus várices y su flebitis a la necedad virtuosa de amontonar letras y letras para que al fin se las lleve el viento como hojas secas en el otoño del olvido.

 

 

 

15diario.com