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2316 11 Marzo 2017

 

 

El Carnaval mazatleco y la sociedad del espectáculo
Ernesto Hernández Norzagaray

 

Mazatlán.- El Carnaval Internacional de Mazatlán no pudo estar mejor vestido. Días luminosos con un cielo inmensamente azul, un aire que refrescaba la peor de las resacas, unos atardeceres de ensueño que nos recordaban la obra de pintores paisajistas y el vuelo de gaviotas rondando impertérritas desde las playas de Cerritos hasta la mal llamada Isla de la Piedra (aquello de mal llamada, porque simplemente no es una isla, sino un brazo de la costa), coronada con miles de bellas palmeras cocoteras.

La gente empezó a llegar desde el jueves a las plazuelas del Centro Histórico, con sus bares aledaños y la música de viento se escuchó desde tempranas horas en las playas de la zona de los Sábalos. No había tiempo que perder, pues los días eran espléndidos, incluso para el bolsillo más vacío, “Aquí hasta un pobre se siente millonario”, cantaba José Alfredo Jiménez, para decir lo fácil que parece la vida en el puerto.

A esos parias les queda como compensación el paseo por el largo malecón, el mar y la música regalada o la alegría ajena expresadas en bailes alocados. La de los cuerpos semidesnudos que deambulaban libres sobre esa arena húmeda de matices grises y blancos, o la siempre tentadora posibilidad de un chapuzón en las aguas frías del Pacífico norte.

Claro, a las personas más solventes y programadas con el gasto, la oferta se les desplegaba generosa hacia los consumos más sofisticados en hotelería, gastronomía, bebidas, mujeres y hombres dispuestos a todo. No obstante, la fiesta carnestolenda democratiza siempre y el espacio público se vuelve punto de encuentro, de risas, jolgorio, repegones, música y danzas, sensualismo.

Al caer la noche en estos días la ciudad se vistió de luces y la vista del malecón se volvió mágica, exhibió en esta ocasión esa mezcla fantástica de alebrijes y dragones alucinados con mechones crispados despidiendo centellas y fuegos artificiales, incluso los “bolcheviques” patasaladas pusieron desde la absoluta clandestinidad, en la pira al muro ideático que amenaza la frontera norte del País (un año antes fue el mismísimo Donald Trump quien ardió ante la algarabía de la muchedumbre).

El Centro Histórico y el Paseo Olas Altas son la cereza del pastel. Escenarios de todos los vicios, pasiones y los mayores excesos. Grandes volúmenes de peatones circulaban por sus callejuelas, cerveza en mano, paso apresurado, mirada aguda buscando un objetivo que cumpliera el más recóndito deseo. El coqueteo a flor de piel. Los ritmos se mezclaban en ese escenario caprichoso de escudos, venaditos, estatuas de mujeres voluptuosas, sin faltar las impertérritas de Pedro Infante y José Ángel Espinoza “Ferrusquilla”.

La gente prendida con la música de las bandas sinaloenses, norteñas, versátiles. Ecos de la posmodernidad, como retaría nuestro amigo Jordi Bartrina, quien desde la fría Cataluña pontifica sobre la fiesta de la carne cuando dice que ya no es, lo que fue, que es puro espectáculo: “Supuestamente días de transgresión, de inversión de las relaciones entre los de arriba y los de abajo. Pero en realidad ya es una fiesta obsoleta, ninguneada por el poder y arraigada como otra manifestación más de la sociedad del espectáculo. En la sociedad posmoderna, los poderes públicos han pasado a ser los organizadores (controladores) de ese corto periodo donde se supone que “la gente” puede romper cadenas, ser irreverente, permitir que su carne (Carnaval) tome el mando y deje el alma y el Mas allá debajo de la estera”.

“Pero el Carnaval que fue, entre otras cosas, y durante muchos siglos en el Occidente Cristiano el preumbral de la Cuaresma, esos 40 días previos a Semana Santa en los que la Iglesia Católica imponía la ceniza gris, la penitencia, y la ingesta comedida, es hoy mero espectáculo (el situacionista Guy Debord ya formuló sus pensamientos avant-garde sobre la cuestión) (…).

En efecto, los carnavales dejaron de ser lo que fueron, perdieron la candidez y el atrevimiento que los caracterizó durante mucho tiempo, la organización llevó meses de preparativos y algunas veces terminaron poniendo en una cama hospitalaria a su director, como se dice ocurrió en esta ocasión, los contratos cerveceros son una gran negociación, pues quien lo gana tiene la garantía de vender en esos días lo que no vende en meses, es el despliegue televisivo de la marca ambarina, del anagrama espumoso y refrescante.

Es también la selección de las reinas y sus princesas a golpe de apoyos monetarios, de la ilusión de pasar a la historia y más de alguna aspirar a alcanzar el Miss Sinaloa, para luego ir al sueño del concurso Miss México, son los buenos propósitos hechos realidades de las niñas a las que se les educa con esa aspiración de coronas y largos y luminosos vestuarios; es el montaje democrático de los escenarios donde la música culta hace el marco sereno de la entrega del Premio Mazatlán de Literatura y las bandas musicales acompañarán a los cantantes de moda en un aquelarre sin fin que lo sacude todo.

El Carnaval como espectáculo, que como dice Guy Debord, es una mera representación de lo vivido. Por eso, como bien lo sugiere Bartrina, en el Carnaval lo importante no es la relación entre la gente sino la mediación a través de imágenes provocadoras de la fiesta. Donde lo lúdico sólo es inteligible en el consumo. No es casual que todo vaya en un paquete endulcorado, colorido, luminoso, sugestivo, sensual, sexual. Y el alcohol a raudales haga el resto, de manera que en el éxtasis de la embriaguez, esa felicidad efímera y cachonda dará cuerda para llevar los días y semanas siguientes.

Bien, lo justificaba una amiga trabajadora, quien no se perdió ningún día de Carnaval, es que dice con una sonrisa de sandía, esto es una sola vez en el año, ¿por qué perdérselo? ¡Claro!

Además, fueron días y noches espléndidas para agarrar aire en medio de las amenazas posibles, la violencia y la incurable incertidumbre.

 

 

 

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