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2323 22 Marzo 2017

 

 

Nuestra ciudad mía, I
Eloy Garza González

 

Monterrey.- El título es de Salvador Novo. Habla de una urbe colectiva pero al mismo tiempo personal. Es la definición perfecta de la materia prima de un cronista: la ciudad. O más bien, los fragmentos de urbe moderna que el cronista elige, para urdir su propia comunidad imaginaria. Imposible abarcar por completo un conglomerado humano: rebasa las posibilidades de cualquier escritor.

Ya la capital del país no es la Ciudad de los Palacios (en realidad un pueblo grande) que rememoraba Guillermo Prieto en sus estampas de costumbres: Memorias de mis tiempos, texto imprescindible para conocer el México de antaño. Tampoco era la capital de postín y andrajosa a un tiempo que caminó Manuel Gutiérrez Nájera, en el cenit del siglo XIX. 

Los críticos literarios literarios hasta hoy se devanan los sesos para encasillar El Águila y la Serpiente, del gran estilista de nuestra lengua, Martín Luis Guzmán: ¿es una obra narrativa? ¿Es la evocación de impresiones personales sobre la Revolución y su fiesta de las balas? Ni una cosa ni la otra. Esta creación literaria es una formidable crónica, como lo fue también otro híbrido portentoso: Ulises Criollo de José Vasconcelos. 

Desde la época de Los Contemporáneos ya el cronista se confinaba en la Ciudad de México a algunos espacios públicos, un par de parques y algunas cantinas recurrentes. El propio Salvador Novo terminó como cronista de Coyoacán, donde levantó su espacio escénico personal y su restaurante, en el que el propio dueño, adornado con alhajas y anillos de piedras preciosas atendía el menú. 

Sus memorias de iniciación sexual, breves pero salvajes y líricas, tituladas La estatura de sal, es una crónica de los bajos fondos de México, disfrazada de recuerdos eróticos. El hermano gemelo de esta obra atrevida y adelantada a su época es Tiempo de Arena, unas memorias injustamente despreciadas por la crítica y los lectores, pero que es la crónica estética del mismo México que inventarió Novo. Su autor es el infravalorado Jaime Torres Bodet. 

A Renato Leduc, en cambio, cuyo nombre olvidó Monsiváis malamente en la antología de crónicas A ustedes les consta, terminó como octogenario de leyenda tomándose la copa en los billares de Tlalpan, justo donde suponía que él nació: frene a la plaza principal. Con él la crónica se disfraza de artículo periodístico y la prosa poética se combina con el lenguaje coloquial “de carretonero”. Un acierto en toda regla. 

Entre los grandes cronistas, José Emilio Pacheco, cuya principal crónica se disfraza de novela: Las batallas en el desierto. Su espacio vital es la colonia Roma, ahora renacida por la gentrificación. Pacheco es uno de nuestros grandes cronistas, como a su manera lo fue Octavio Paz, en muchos de sus poemas. Nocturno de San Ildefonso es una disfrazada crónica del primer cuadro de la Ciudad de México: “El muchacho que camina por este poema entre San Ildefonso y el Zócalo es el hombre que lo escribe”.

 

 

 

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