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2346 24 Abril 2017

 

 

Cien años después
Víctor Orozco

 

Chihuahua.- Hace un siglo, Estados Unidos abandonó su política de neutralidad y entró en la Primera Guerra Mundial en apoyo de los aliados. A la postre fue el hecho determinante que cambió la balanza del conflicto en contra de Alemania y Austria-Hungría.

Si bien los escenarios geopolíticos actuales han mutado radicalmente desde entonces, motivaciones e intereses que orientan al poderoso estado norteamericano hacia un nuevo gran conflicto militar sustancialmente son los mismos.

En abril de 1917, el entonces presidente Woodrow Wilson había resuelto las dudas que lo habían atenazado hasta entonces: mantenerse fiel a la bandera de alejar a su país del conflicto entre las potencias europeas, bajo la cual había logrado llegar a la Casa Blanca o atender a su misión de gran líder ordenador del mundo, encargo venido del propio Dios, según lo entendía este piadoso gobernante.

Se decidió por el segundo extremo una vez que los contendientes daban señas de agotamiento y de que, la economía norteamericana, léase los grandes industriales y financieros, demandaban estímulos y acicates para crecer. Sus estrategas miraban con avidez los cuantiosos contratos de la gigantesca máquina de guerra, cuyo estómago era insaciable.

Wilson pudo así, conciliar dos pensamientos y dos caras que habían marcado su existencia, aparentemente antagónicos. En 1915, cuando la neutralidad norteamericana parecía una causa sagrada, declaraba que ésta era “...simpatía por la humanidad. Esto es, justicia y en el fondo buena voluntad”.

Sin embargo, antes había dicho ante empresarios: “...en los negocios subyace cada parte de nuestra vida. El fundamento de nuestras vidas, incluidas las espirituales, es económico”. Todavía hoy, los historiadores polemizan cuál de estas facetas del hombre de estado tuvo mayor fuerza en la hora decisiva: si su alma mesiánica o su espíritu de negociante.

Quizá no debamos quebrarnos mucho la cabeza en torno al dilema, porque la política imperialista norteamericana siempre ha encontrado el modo para ofrecerse como redentora, justiciera o educadora, al mismo tiempo que ha impuesto por todas partes, con brutalidad, el supremo interés de la ganancia. Tal apetito nunca ha sido frenado por anhelos de justicia o sentimientos de conmiseración.

La participación norteamericana no fue notoria en sus comienzos, por la lentitud en el traslado de tropas estadounidenses hacia suelo francés en donde estaba la línea de batalla occidental. Pero, un año después de la declaración de guerra, había ya un millón de soldados norteamericanos en el frente.

Entre ellos, por cierto, iba Marcelino Serna, un joven migrante mexicano indocumentado, quien no hablaba inglés. Este hombre, casi rompió el récord de medallas por acciones en combate, recibida una de manos del propio comandante Pershing y otra del mariscal Foch.

Quizá Hollywood le deba una película del heroico estilo acostumbrado, pero, fue un “mexican private”, no merecedor de estas alturas. Apenas el año pasado el gobierno norteamericano decidió honrar con su nombre el nuevo cruce internacional en Tornillo, Tex. 

Las tropas de refresco norteamericanas, apoyadas por abundantes suministros, obraron de forma determinante para poner fin a la guerra, una vez que el estado mayor alemán comprendió que era mejor concluirla antes de que se aniquilara por completo al ejército y con buena parte del territorio europeo aún ocupado.

El propósito era culpar a los políticos socialdemócratas de la derrota y dejar sin mancha a los militares. Como quiera, después de causar incontables destrucciones y alrededor de 10 millones de muertos, la guerra concluyó con Estados Unidos como triunfador neto.
        
Una de las experiencias que dejó el conflicto, fue el concluyente papel de los medios de comunicación para crear y fortalecer la cohesión social orientando el grueso de las voluntades hacia la participación en la guerra.

Un año antes de abril de 1917, abrumadoramente los norteamericanos estaban a favor de la neutralidad. Para cambiar esta opinión, el gobierno montó una gran campaña de persuasión, fincada en el sentimiento patriótico. Nació así entre muchos otros afiches, distribuidos por millones, el famoso del Tío Sam apuntando con su dedo al espectador y exigiéndole su incorporación a las fuerzas armadas. 

En Europa, la ola de patriotismo era bastante mas vieja y ni alemanes ni franceses, los dos rivales protagonistas, tuvieron que hacer mucho para persuadir a las masas a que caminaran por su voluntad hacia la gigantesca carnicería.

Entre ambos pueblos, se había gestado y desarrollado un odio profundo hacia el otro, asociado a las tradiciones y presuntas cualidades e identidades de cada uno. Venía al menos desde las guerras napoleónicas y se había magnificado con la guerra franco-prusiana de 1870, cuyo resultado constituyó una humillación imperdonable para el orgullo galo.

Pero en Estados Unidos, la idea de la libertad individual representaba un fuerte contrapunto a la cohesión colectiva, lograda a través del patriotismo. De allí la necesidad de fomentar y exacerbar la noción de la patria, cuya integridad estaba en peligro por los autócratas germanos.

No era fácil, desde luego, convencer a una buena parte de los habitantes de tal imaginario, sobre todo a quienes llevaban apellidos alemanes, que sumaban millones. Pero, los aparatos propagandísticos hacen milagros y a medida que pasaba el tiempo, crecían las filas en los centros de reclutamiento. 

No fueron pocos los que advirtieron, tanto en Estados Unidos como en Europa, la cercenación de libertades y el aplastamiento de los derechos humanos que conllevaba esta exaltación del patriotismo de masas.

Hicieron notar que había durado siglos y derramamientos de sangre a raudales, sacudirse de la otra enajenación, la religiosa, que igual propicio matanzas y sufrimientos sin cuento. Ahora se caía en un nuevo pozo de aguas también envenenadas por los aborrecimientos y las inquinas. 

Tal hundimiento perdura hasta nuestros días. La historia, vista como película, muestra actores y escenas que se repiten. El presidente actual de los Estados Unidos arribó al poder montado en una maraña de prejuicios e ideas simples, que asocian la agresión a migrantes, principalmente mexicanos y las operaciones militares en el Medio Oriente, con la patria amenazada.

La victoria de Trump representa de nuevo la derrota de la tradición libertaria norteamericana, ante un tsunami patriótico, portador de las añejas visiones y actitudes racistas, supremacistas blancas, machistas, xenófobas, autoritarias, antifeministas.

Al timón de la más potente maquinaria militar sobre la tierra y cabalgando en el corcel del patriotismo, Trump puede instrumentar una política de brutal dominio sobre los pueblos que se dejen, entre ellos el mexicano. Puede también contribuir a un sensible retroceso en los sistemas de libertades públicas. Como se advierte, no hay nada nuevo bajo el sol.

Queda para otra entrega, una reflexión sobre la posibilidad de lograr  la cohesión de todos los elementos que componen una sociedad, sin acudir a estas enajenaciones en las cuales los individuos pierden su propia voluntad, para someterse a divinidades o a ficciones.

En otros términos, si es posible conjuntar intereses, aspiraciones y actos, para defender lo mejor alcanzado por las civilizaciones y la cultura universal: el altruismo, la aceptación de la diversidad, la elección de los funcionarios públicos con base en el raciocinio, el respeto hacia los otros. 

 

 

 

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