Ciudad de México.- La también poeta revive en su libro “El lado B de la cultura” los momentos misteriosos, agrios, dulces, hilarantes, comprometedores y, a veces, hasta místicos pocas veces sacados del clóset de personajes íconos del arte, mexicanos y extranjeros, principalmente del Siglo XX.
Una labor literaria (narrativa, poética, descriptiva) hecha con sabrosura para deleitarse (con o sin café) que nos devuelve a las exóticas páginas del lenguaje coloquial de Carlos Monsiváis, José Joaquín Blanco, Elena Poniatowska, Ricardo Garibay, y otros.
En los albores del 2021, con el trauma a medias porque el Covid nos cobijaba todavía con la desesperanza, muchos nos resistíamos a salir de la alcoba, mientras otros nos asomábamos a la biblioteca, o cuando menos al librero, para intentar vencer la fatalidad con la imaginación. Así, a la espera de mi primera dosis de ilusión, concluí El Vendedor de Silencio, de Enrique Serna; y me lancé sobre El Ángel de Múnich, de Fabiano Massimi. Ya entonces, como en un gesto de reciprocidad a la recomendación del poeta nuevoleonés Guillermo Meléndez, me fajé los pantalones y juré que, ahora sí, para esfumar pensamientos suicidas; era ya tiempo de meterme con Maurice Merleau-Ponty y “La Prosa del Mundo”, un libro que, según me dijo durante una charla de invierno, era las netas de las netas en cuanto al oficio de la escritura.
De la mano del filósofo francés, yo pecador, no sé si durante 140 páginas (que me parecieron mil) divagué por el Seol o el Paraíso de las profundidades literarias. Pero no aprendí la lección. Aun cuando canté victoria y a punto de estallarme las neuronas, redoblé los músculos y tomé por asalto a Vladimir Nabokov y sus “Lecciones de Literatura”.
Vaya salto del pensamiento francés al ruso. Bueno, y por qué no del francés, al ruso y al español. Entonces me seguí de frente con Agustí Bartra y el “¿Para qué Sirve la Poesía?”.
Ya para entonces requería de alguna infusión diaria que pusiera en orden mi cerebro o, cuando menos, que éste echara a andar el proceso de fagocitosis. En turno quedaron alemanes y estadounidenses. Seguirle era, por ahora, masoquismo filosófico, si lo hay.
Como por abril entendí que debía refrescar mi lectura, airearla, atemperarla.
No me fue difícil. Tenía un pendiente, Elena Garro y sus “Memorias de España 1937”. No sé si para muchos es igual, pero para mí fue una de esas lecturas salvadoras que cuando las inicias te las echas de jilo. Un “agasajo”, pues, como calificó hace décadas el también escritor regio Humberto Salazar la lectura de “La Ceremonia del Adiós”, de Simone de Beauvoir.
Y así como llegaron, Garro y sus memorias desaparecieron. Suculentas. Me enfrasqué entonces en algo más personal. Dos historias diametralmente opuestas. Una por mera actualización y otra por mera obligación cultural. “Comunicación y Poder”, de Manuel Castells (oficio llama), y La Biblia.
Estaba, sí, entre provocadores. Qué podía salir de mí sino cúmulos de brazos apresadores que como raíces se que, confieso, no había leído nunca de pe a pa, y era un acto pendiente de congruencia... ¿existencial?
Además, la maldita pandemia no nos daba otra opción que
exorcizarnos por aquello de que fuéramos a colgar los tenis, enredaban en mi cuerpo cual camisa de fuerza. Invoqué de nuevo la salvación.
¿Hacia dónde mirar? Pellizqué por aquí, por allá. El coronavirus había infectado la vida por todos los rumbos, y la actividad editorial no ofrecía muchas opciones.
Gracias a las “benditas redes sociales”, como dice Andrés Manuel López Obrador, y siguiendo a Julia Santibáñez en Twitte,r supe de “El lado B de la cultura”... La tentación, entonces, sobrevino.
Con el libro en las manos, su espectacular portada e iniciando su lectura, me dio la sensación de recorrer un camino ya andado. Intuía que podría rememorar a Carlos Monsiváis (definido por Julieta Viú Adagio “como un transculturador de la crónica”) y aquel famoso “Amor Perdido” que tanto nos iluminó a las generaciones de estudiantes de los 70 y 80. Pero no solo Monsiváis, también José Joaquín Blanco, Elena Poniatowska, Ricardo Garibay, por citar algunos. Cosas (muchas cosas) contaditas. Aterciopeladas unas, ásperas otras; como alfombras con espinas. Húmedas, brillantes, resbalosas, adherentes.
Así que por qué no, Julia Santibáñez tenía un buen antídoto contra la provocación depresiva y las sombras perseguidoras de cualquier filósofo.
“El lado B de la cultura” es de esos libros cargados de historias que te ponen los pelos de punta o te los arrancan de la impresión mediante una mezcla de sarcasmo, ironía y sorpresa, acogiéndose no solo a las licencias que da la crónica, sino de la Literatura en general, tocando las puertas de la crítica y hasta el ensayo.
La también poeta construyó (y hasta decoró) 50 “sitios de reunión” que van de lo asombroso a lo tenebroso (el capítulo 30, por ejemplo, “Supersticiones de artistas”), algunos de ellos ingeniosos (el 12, “Los gatos y sus mascotas”), otros poéticos y hasta dignos de llevarse el título del libro (el 25, “De ironía y demás aberraciones”; el 29, “Vicios y otras grandiosidades del alma”), pero también escatológicos y coprológicos (el 45, “La creación artística y la popó”). Y así por el estilo.
Y no faltaron los de camaradería: Aunque en toda la obra menciona una gran cantidad de extranjeros, les dedica dos capítulos especiales, el 22, “Extranjeros que rolaron por México”, y el 48, “Cinco extranjeros enraizados aquí”.
Es un libro estructurado con talento e ideas que lo hace diferente a aquellas obras en las que quizá muchos de los mismos protagonistas incluidos muestran, cuentan o dejan parte de su vida en los anaqueles de un olvido nunca seguro. Santibáñez quiso y pudo “jugar su juego” (como lo revela en las primeras y últimas palabras del prólogo) en 50 cápsulas con un suculento menú de anécdotas. Una mención viva a la memoria cuasi olvidada o enteramente desconocida de decenas de personajes que en su vida pública marcada por el arte, desde distintos rumbos, dejaron una gran huella privada, ahora reunida.
Desde el inicio la autora muestra sus reglas, sus cartas: “Me gusta conocer los intríngulis de artistas y pensadores... Soy curiosísima”.
Pero si al terminar su lectura quedaran dudas sobre cómo se metió en esa camisa de once varas, en el colofón de su antología vívida de marcas y gestos de hombres y mujeres, complementa su confesión explicando su racimo de “enjundias gozosas”.
“El lado B de la cultura” es, literalmente, una obra arquitectónica, ladrillo sobre ladrillo, en el que las piezas se unen más que con material arcilloso, con la masa deforme, voluble, de la carne, de los cuerpos, de las miradas, de los gestos; del gozar, pero también del padecer.
El libro tiene la medida necesaria (218 páginas) para engolosinarse de pasajes asombrosos e increíbles; chuscos, desconocidos o arrogantes, de personajes que nunca nos
imaginaríamos, y de otros que nos imaginábamos poco o mucho.
Un mérito enorme de Julia es que en un libro nos reúne el tiradero de imperdibles anécdotas que pulularon por décadas en la vida cultural y artística de México.
Por ejemplo, para saborearse entre muchas otras, y para algunos ya leídas por ahí de pasada, en el capítulo 20, dedicado a escritores famosos metidos en algún momento de su vida a la publicidad y otros menesteres de la televisión, destaca que una de las voces en Los Intocables (programazo de los 60s) y de don Gato y su pandilla, era nada menos que de Álvaro Mutis. O que Xavier Villaurrutia es el creador de aquel pegajoso comercial de “Mejor, mejora, Mejoral”, y que a Fernando del Paso le atribuyen el no menos famoso “Estaban los tomatitos muy contentitos /cuando llegó el verdugo a hacerlos jugo”. Y que hasta Salvador Novo tuvo que ver con aquel inolvidable Fab (”remoje, exprima y tienda”). Un platillo para la momiza.
En cierta medida, leer un libro como el de Santibáñez, anecdotario brutal, conduce a quien goza de la lectura y el aprendizaje a indagar más y más, como un mundo que no se acaba. Eso ocurre con el comentario de la relación jolgórica de Carlos Fuentes y Rita Macedo en el capítulo 16 (“La mafia y el patrono de los reventones”), si el entusiasmo gana y uno se va por la libre se puede llegar hasta “Mujer en papel”, de Cecilia Fuentes Macedo, hija de ambos. Y entonces el asunto se convierte en un abismo porque se conoce el triste desenlace de la vida de Rita.
De los 50 capítulos (árboles de anécdotas), ninguno tiene desperdicio. Cada uno conserva su propio bálsamo de nostalgia y celebración. En ese sentido cada segmento contiene una sensación especial.
La autora recompone y estructura lo que sobrevive desperdigado en memorias que se diluyen a medida que pasa el tiempo, incluyendo la propia voz de los testigos o cercanos a los protagonistas principales.
En ocasiones, Santibáñez no solo rescata lo que para algunos (poquísimos) es sabido, sino que incrementa o complementa el azoro provocado por esos momentos imperdibles de equis personaje. En ese sentido, el espacio dedicado a Josefina Vicens (capítulo 50, “Los libros sin huecos de Vicens”) con el que cierra su obra, resulta un resplandor, pues la autora abordada, comparada en producción literaria con Juan Rulfo o José Gorostiza, permanece en el olvido. Pero Julia la revive con un racimo de datos y referencias que cierran con broche de oro “El lado B de la cultura”.
Conjurar la solemnidad
Aunque esta reseña intenta reconocer y agradecer el excelente trabajo de Julia, sin duda el mejor comentario y síntesis está en la contraportada.
“Más que un libro, este objeto es un carnaval de cincuenta estaciones que desfila tras las bambalinas de la cultura mexicana”, se lee.
“Encuentra aquí lo que los libros ceremoniosos nunca dirán sobre escritores, artistas e intelectuales”, concluye.
La extensísima bibliografía consultada por Santibáñez constata que “aquello desjuiciado” (que inició en 2017 como cápsulas televisivas para el programa El ombligo de la luna) es más que una mera labor extenuante cumplida estos últimos años.
Así, al inicio como al final de su libro, explica las razones que dieron vida a las más de 200 páginas de “detalles” en la “no historia oficial” de muchísimos personajes de la vida cultural de México, esencialmente del Siglo XX.
Por cierto que además de todo el volumen, el prólogo mismo me parece una excelente cápsula comprimida de contexto histórico sobre el lapso de tiempo en el que existieron los protagonistas.
Y al hablar de protagonistas no evoco ni invoco novelas o cuentos algunos, pero sí aquellas crónicas a las que nos acostumbraron Monsiváis y algunos otros.
Julia no nos vendió una novela, ni un conjunto de cuentos. Ella hizo periodismo, pero a la vez -gajes de la crónica- nos lleva a pensar que estamos leyendo una novela o que tenemos en las manos una antología de cuentos que, sin embargo, sin ficción, esbozan la clara realidad de personajes enigmáticos y hasta dignos de cualquier obra literaria en la que aquello, la ficción, podría ser lo de menos.
Aun antes de entrar en materia, la autora aclara: “En estas páginas dinamito seriedades entre la minoría bienpensante que engola la voz para hablar de los grandes creadores, como si fueran de otra pasta. Resulta que también son gemebundos cuando se enamoran, tienen supersticiones, se ponen viejos...”.
Y sí, un trabajo como el de Julia “conjura la solemnidad” de los creadores.
Sus 50 capítulos tienen un margen contadito. Ninguno rebasa las cuatro páginas, pero tampoco tienen menos que esas. Su extensión medida permite airear la lectura, respirar, paladear y disfrutar.
A veces el trabajo de un escritor no se logra sopesar con exactitud cuando la propia obra desaparece al autor y se mete en el cuerpo del lector, y lo atrapa.
Sin embargo, los abismos, esos lugares extensos a los que nos llevan los libros interesantes, que nos hacen nadar en profundidades y explorar mediante la propia lectura, logran que la obra misma mantenga el nombre del autor en la mente del lector.
Por ello, lo que Santibáñez realizó, encapsular en cada uno de los 50 episodios a varios personajes que vivieron o fueron protagonistas de la misma suerte o parecida, se me hace extenuante para el autor, pero acogedor para el lector.
A las obras que en las décadas pasadas fueron íconos de la crónica, Santibáñez agrega un aspecto elogioso y pertinente, el de resaltar la labor de muchas mujeres que colmaron la cultura mexicana de su presencia y su obra de manera consistente e insistente, pero relegada y hasta despreciada en casi todo el Siglo XX, sobajada al ímpetu patriarcal y machista.
“Pronto habrá que explorar las contrapartes femeninas, que han recibido mínima atención”, dice en el capítulo 13 (“Un bato muy acá: Tin Tan”) cuando resalta las figuras de los cuarentas y cincuentas de José Alfredo Jiménez, Chava Flores, Jorge Negrete, Pedro Infante, Tin Tán, así como el despegue de Octavio Paz.
Y como una pincelada del tema sobre el comportamiento machista hacia la mujer, antes tabú, está el pasaje en la página 60 (del capítulo 11, “Personajes del gran cine”), en el último párrafo de 10 líneas en el que Julia recuerda el machismo “desmesurado como su egosistema” de Emilio “El Indio” Fernández, y la madrugada en que llegó a exigir de cenar mole a su esposa Columba Domínguez. Le advirtieron, anota Santibáñez, que a esa hora de la noche no había los ingredientes, principalmente la gallina.
El caso es que al inolvidable director de cine le cumplieron su antojo. A la mañana siguiente, añade la autora, “El Indio” preguntó por su gallo de pelea y campeón de los palenques”. “Te lo cenaste anoche”, respondió Columba.
¿Sonreír? No, carcajearse.
Y en la defensa de ese gran papel protagónico de la mujer es que en “El lado B de la cultura” ellas muestran lo tanto que les debemos.
La licencia del cotorreo cultural de pasar de los gatos de Monsiváis a las diabluras de Tin Tan, o de María Asúnsolo a la Generación Beat, o de María Félix y Jorge Negrete a Paco Ignacio Taibo, Efraín Huerta, Renato Leduc y Salvador Novo; vaya de Rufino Tamayo a Mijares, y más de eso, más, mucho más, convierten en gozo su lectura. Vuelven necesario que uno se despache una fresca cerveza (pal deguste) o un rico café (aunque esto último, Julia nunca lo haría. Dice en su novela Agnes Martin-Lugand que “la gente feliz lee y toma café”. ¿Será?). ¿Pero qué tal un wiskito, mezcalito o tequilita? Este tour pasa de las tertulias de escritores en famosos restaurantes a “El Chavo del Ocho”, “doña Florinda” y la “tacita de café”. O de Cuarón a José Emilio Pacheco.
¿Qué hay entre Beethoven y el Piporro (“él sacó lo músico y yo, lo sordo”), Borges y Amado Nervo? ¿O entre Alejo Carpentier y Armando Manzanero?
Ante todo esto, cabe preguntar, ¿y usted cómo prefiere los cocteles?
Interesante y abundante el capítulo 14, muy santibañezco por el asunto, precisamente, del café, ese brebaje que podría provocar “codependencia” con los escritores. En “La (inexplicable) devoción por el café” la autora, además de resaltar esa milenaria manía de los intelectuales de “amargarse la garganta” con “dosis de cafeína”, nos transporta a Roma, París, Madrid, Nueva York.
“De Fernando Pessoa a Walter Benjamín y Marguerite Duras, de Marcel Proust a Inés Arredondo, de Truman Capote a Honoré de Balzac”, escribe.
Y por supuesto, nos sienta en cafetines famosos de la Ciudad de México que “revelan un vínculo entre arte y cafeteras”, y en donde se dieron cita tan innumerables como entrañables personajes de la cultura.
Y precisamente ese elemento que ocupa la atención del 14 lleva a Santibáñez a sincerarse en su no gusto por la “devoción cafetera”: “aborrezco el americano”, confiesa. Y, ups!, comenta que “tal vez el caldo negro tenga fortuna entre autores por ser una bebida barata, que permite trabajar de noche, sin interrupciones. Y que propicia la conversación”. Si esto fuera un mensaje instantáneo en redes sociales no sabría qué emoji escoger. ¿Con o sin azúcar?
La autora nos muestra un intenso trabajo de investigación para unir cabos, encuentros, desencuentros, amistades, relaciones, pero, sobre todo, armar una narración estupenda, colorida y tan necesaria hoy en la literatura mexicana.
Página a página uno se topa con revelaciones que conducen, muchas veces a la hilaridad, pero otras a la sorpresa y algunas ocasiones a la tristeza o el lamento. La lectura de “El lado B de la cultura” permite, valga la redundancia, acrecentar la cultura: Sabías mucho de ellos, pero no todo.
A ningún capítulo le falta ese instante en que el lector soltará la carcajada o hará un gesto de asombro.
Resulta formidable para quien conoce mucho o poco de Literatura tener a la mano tantos datos, episodios, vivencias –muchas asombrosas, increíbles y hasta desgarradoras– de quien uno no se imaginaba. Y lo mismo ocurre para quien de actores y actrices cree saberlo todo. O de pintores, músicos, periodistas. Pero lo mejor –en el gran trabajo de la crónica y de quien la escribe– es cuando todo eso se convierte en un coctel de escenas donde transcurren momentos fugaces de vidas eternas.
La crónica cultural-social de Santibáñez es innovadora hasta en la puntualidad del eslabón que une a diversos personajes sin que necesariamente compartan el mismo oficio, pero que no dejaron de ser figuras públicas dentro del arte o cercano a éste por una u otra coincidencia o capricho del destino.
Un libro nada fácil de armar (investigación, recopilación, narración, orden y, el extra, una gran dosis de creatividad), pero que el gusto de “jugar su juego”, de sacarlo de capítulos hablados a capítulos escritos, de paciencia, de placer por la anécdota y, por supuesto, del oficio de la crónica, impulsaron a Julia a este gran trabajo.
En “El lado B de la cultura”, la autora nos ofrece una especie de macro-mercado (¿Tepito-la Lagunilla-la Merced?) en donde hay de todo. O quizá un tianguis para que el marchante siempre esté contento, más allá de que algunos sucesos lleven a la nostalgia o casi al llanto.
Leerlo es meterse en un callejón tan lleno de deleite que uno quiere comerse el libro de una sentada.
En esencia, como lo sugieren casi todos los 50 nombres asignados a cada capítulo, el elemento preponderante en el libro es, remarco, la hilaridad, parte del goce, aunque su contenido derive en tristeza, lamentos o frustraciones de los personajes.
En su desarrollo, como una novela conteniendo una serie de casi cuentos, existe un efecto inmanente: uno disfruta de la lectura de quien disfruta de escribir.
Santibáñez descubre demasiados detalles personales que pasaron desapercibidos o poco se han sabido de gente que fue pública en el arte, pero en su revelación añade ese toque que dijimos, de sabrosura, vital para que un libro pueda ser degustado.
Así, entre las ocurrencias, genialidades y vicisitudes de los personajes y las peripecias de Julia, el libro es un agasajo.
Si juega, jugamos
Debo confesar un autojuego que tras la lectura del capítulo 17 (“Cuarón no puso de moda la Roma”), Santibáñez me ganó. “Por todo eso y por lo que ya no cupo aquí, una cosa es clara: la Roma está de moda desde 1920, por lo menos”, escribió. “No fue mérito de la cinta de Alfonso Cuarón”.
En la preparación de este trabajo, adelanté que me hubiera gustado que la autora incluyera (además de “las letras de Pacheco –José Emilio, ‘Las batallas en el desierto’–”, de Ramón López Velarde, el Café de Nadie, los estridentistas, los beats, Silvestre Revueltas, Antonieta Rivas Mercado, Xavier Villaurrutia, Leonora Carrington, José Carlos Becerra, Pita Amor, Juan Rulfo, y otros) que por esa colonia hasta un “vampiro” deambulaba de la mano de Luis Zapata, pues finalmente formaba parte del anecdotario cultural de ese pedazo del entonces Distrito Federal. “El Vampiro de la colonia Roma” también surgió muchos años antes que la película de Cuarón.
Sabía, estaba seguro y lo gozaba, de que tenía en mis manos mi más firme reclamo a Santibáñez. ¡Cómo dedicar un capítulo a la esplendorosa colonia Roma de la CDMX y olvidar el vampiro de Luis Zapata!
El descontón me lo dio más adelante (en la página 152), aunque fuera del contexto de la famosa colonia, de los romanófilos. Julia menciona al vampiro y a Zapata hasta el capítulo 34 (“Suripanta y suripanto de ficción”) en el contexto de la fama de “Santa”, la novela de Federico Gamboa. Tiene una razón, “el cruce bien calculado” de la “personaja” de Gamboa, con el de Zapata, que dijo: “Me imaginaba que iba a terminar como santa”.
Como ella misma escribió cuando concluyó el capítulo sobre “la (inexplicable) devoción por el café”, “solo que sea por eso” que no lo incluyó en el 17.
Tuve otra oportunidad, pero Julia me volvió a vencer antes de concluir el capítulo 44 (“Ay, los oficios alimenticios”). Siempre me han llamado la atención los quehaceres de sobrevivencia de los escritores, y el caso de Juan Rulfo es con el que más me he topado y nunca me ha dejado de asombrar sobre todo por ser quien es y las obras que escribió.
Entonces por el libro de Santibáñez recorrí los oficios, antes de que la fama los arropara, de Elena Poniatowska, Juan José Arreola, Guillermo Fernández, Octavio Paz y otros. Solo faltaba un párrafo de las cuatro páginas de rigor del capítulo y sentía que Rulfo se había escapado de la crónica de Santibáñez. Pero no, tras su mención (sobre todo de que trabajó en la llantera Goodrich Euzkadi), el cierre me dio el portazo: “Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre...”
Y así hasta da gusto perder.
Julia no sigue una línea de temas específica o predeterminada por valores de ninguna especie, sino que nos sorprende. A lo largo del libro, la poeta no escoge un guion preciso para sus capítulos. Cada cuatro páginas hay un mundo diferente, pero en él se relatan muchas historias. Hila referencias que convergen hacia distintas actividades, épocas y vidas.
Las ideas, en cuanto a entorno de los personajes, pululan y crean un macromundo, una historia enorme, aglomerada, difusa, pero sabrosa con sus tristezas y alegrías, llena de todo. Michel Tournier se preguntó en “El espejo de las ideas”: ¿Cabe establecer un parentesco entre el perro, el sótano, el sedentario, la derecha y Dios; entre el gato, el desván, el nómada, la izquierda y el Diablo? Y se contesta: “Se trata de un juego que debe dejarse a la libertad del lector”. Entonces creo que con el intenso material recopilado por la escritora se da al lector la oportunidad de tomar ese “juego”, quedarse con una historia, hilvanar con otra en un mismo capítulo e incluso con el siguiente o saltarse algunos y encadenar más adelante o atrás. Ella misma va dando la pista o la pauta. Es como disfrutar el juego que nos aclara desde el prólogo y su colofón.
En la medida que se avanza en su lectura uno se llena de historias sorprendentes, algunas de ellas conocidas, otras no tanto, pero muchas, definitivamente, sacadas de los closets del tiempo.
Santibáñez admite que no son detalles recién descubiertos, como el del puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez, narrado en el 23 (“Broncas de alto nivel”). Sin embargo, no todos los que conocían aquel momento extraliterario, saben o sabían que el peruano ordenó al periodista Rafael Cardona, entonces en Proceso, que lo del jab no se publicara, y que éste respondió al futuro Nobel de Literatura: “Cuando no quiera que las cosas se publiquen, no las haga en público”.
Tal vez lo que Santibáñez cuenta no son todos los temblores y estallidos en la vida de las estrellas culturales del México del Siglo XX, algo más debe quedar todavía oculto en los clósets íntimos y privados. Seguramente tendrá material para una segunda parte.
La pasión por la anécdota de personajes de la literatura y las artes la trae desde la escuela, confesó en un comentario en red
es sociales: “Me encantaba conocer la carne humana, las historias que había detrás de los personajes de la literatura y las artes, ahí empezó mi caída en estos bajos mundos de ‘El lado B’”.
En casi todos los capítulos la reacción más consistente del lector es el asombro, a veces a carcajada suelta, a veces recapacitando sobre alguna moraleja oculta en la vivencia misma de los protagonistas. Algunos elementos impactan más en ciertos lectores. A estas alturas, por ejemplo, el episodio 43 (“Deseamos llegar a viejos, pero negamos estar ahí”) me causó cierto dolor de panza por obvias razones (ando en los 63 años). El segmento, sin embargo, es revelador y aleccionador: “Pocos tenemos los arrestos para empezar a morirnos hoy. Cómo no sentir que la angustia muerde el costado si en la siguiente curva nos aguarda un combo de sorpresas jodidas”. Fuerte, pero real.
Al inicio mencioné la inclusión de un capítulo escatológico, el 45. “La creación artística y la popó”. Y claro, en la crónica de lo que se trata es “sacar todo” aunque suene pujante. Capitulazo.
Adelanto que los cierres de capítulos son un extra del trabajo de Santibáñez y el de la KK no se estriñe, vaya, no demerita el mencionar “eufemismos para sustituir la llaneza de voy a hacer caca”, y recurre a algunos compendiados por Laura Sofía Rivero. Sobre uno de ellos (“voy a K. García) existía una variante en el barrio o en la cuadra donde utilizábamos el vocablo “anca” (“voy ‘anca’ –a la casa de, a donde está fulano– ‘anca’ Juan”, “’anca María”) que al aludir a las ganas de desocupar espacio se decía “voy anca García”.
El episodio termina con un pincelazo atribuible a no sé qué intestinal estilo artístico. Al referirse al eufemismo de “voy a columpiar el tamarindo”, advierte con la mejor transparencia y sonoridad: “Es precioso”.
En el mismo capítulo me vino una duda, el saludo a “don Paz” que hace la autora, sobre todo por aquello del uso del “don” con el apellido del referido. Ya ven tanta cosa fea que dicen por ahí.
Y otra ocurrencia mía asociada con el tema, la famosa exclamación con que inicia la obra de Alfred Jarry, “Ubú Rey”: Merde! Quizá sin mucho sentido escatológico y más de protesta.
Julia no deja su labor solo en la recopilación, más bien ahí la inicia, pues en cada espacio, con la madeja escogida va aglomerando un ovillo de sorpresas.
En “Apodos de más de dos” (capítulo 35), asocia, encadena y nos lleva más allá de lo simple anecdótico, ejercicio que prevalece en todo el libro, que da como consecuencia un contexto equilibrado e impresionante.
En este capítulo sobresale el caso del apodo de Mario Moreno, en el que además de hacer explícito que sin el “Cantinflas” no iba a ser nadie, concluye con la victoria del personaje de llegar hasta el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.
En el 19, dedicado a Elena Sánchez Valenzuela, “bien plantada entre cámaras”, con esas paradas que hace uno en los textos que lee y que llevan a una y otra parte, encontré un dato que me pareció relevante: la actriz mexicana vivió medio siglo, pero anclado a la exactitud histórica, nació en 1900 y murió en 1950. Okey, irrelevante, pero a mí me gustó eso de que a algunos, ya de por sí marcados por la grandeza, la vida –o Dios– les conceda hasta otras estrellitas, así, de pasadita.
El 24 de Tina Modotti, fabuloso. Lo rico de la crónica histórica-cultural (o social, como mencioné antes) es cuando surte el efecto de llevar a disfrutar de la narración como si se gozara de una novela o un cuento largo encapsulados en cuatro páginas, siempre con la pericia y la peripecia del cronista. Como si uno se prendiera con una película o serie al estilo Netflix.
Santibáñez no se encierra en ninguna caja de cristal, en ningún rincón de erudición pura, para entremezclar los distintos niveles de personajes que, de una forma u otra, forman parte del contexto social, y constancia de ello es el vocabulario, el lenguaje, la terminología, que como olas va y viene durante todo el trayecto del libro.
Para entender de qué hablo, menciono una de las referencias del capítulo 37 (“Autores visitan el cuadrilátero”) sobre Ricardo Garibay y Rubén “el Púas” Olivares. Muchos conocieron y leyeron a Garibay; otros tantos, de manera separada, a “el Púas”. Hubo quienes se emocionaron con los dos.
Pero hay un párrafo en el que Julia une a ellos a otro ídolo (en el terreno o circunstancia que sea) como lo fue José José. Es decir, el contexto en menos de media página se amplía como una regla divina de la crónica. La mención es emotiva aun cuando se trate, como lo define la autora, de la destrucción personal: “En más de un sentido Olivares parece el José José del ring, ambos venidos del subsuelo, cómplices en pulir su capacidad de autodestrucción y célebres en nalgastar el dinero”.
Pero ahí no queda la cosa, a “el Púas” se le pega “Pepe, el Toro” (Pedro Infante) y hasta José Alfredo Jiménez y otro bóxer como lo fue Efrén “el Alacrán” Torres.
Todo esto nos lleva a advertir que el gran contenido de “El lado B de la cultura” no es una secuela de chistes o episodios chuscos de personajes, sino la revelación de su realidad atrás de la realidad. No la que escribieron, contaron, pintaron o actuaron, sino la que no es ficción o mero entretenimiento. Y ese es un valor muy alto para conocer el detalle grotesco de muchas vidas en las que nunca faltó la alegría, pero tampoco la tristeza, y que pasaron por momentos rimbombantes, ridículos, azarosos o de risa sobrada.
Entonces las anécdotas, desde vidas truncadas o aclamadas, con tanto por decir de ellas, hasta exclamaciones oportunas e inoportunas, van sucediéndose unas tras otras.
Aperturas y cierres, como guiños y besos
Así como al principio hicimos una alusión al ingenio y estilo literario de los nombres de cada capítulo, una mención especial merecen los cierres de los 50 episodios.
La amenidad, la duda, el acertijo y hasta la crítica complementan el sello especial de Santibáñez. Julia no deja que el capítulo se le vaya por la libre. Ella lo concluye siempre con tenacidad y propiedad.
Quien absorba la lectura como su infusión predilecta y apetitosa (incluyendo el café) entenderá el subtítulo de esta parte de la reseña.
Entre los cierres de capítulos que más me agradaron están el del 33 (“Triángulos amorosos y otras gracejadas”): “Entre los amantes de la artista (Frida Kahlo) estuvieron el periodista francés Michel Petitjean, el fotógrafo húngaro Nickolas Muray, el escultor nipón Isamu Noguchi, mientras Diego se amarchantó con actrices, modelos y cuantas más. De ese modo el cuadrado siguió sumando esquinas”.
El del 36 (“Marilyn no era rubia natural”): “En fin que a partir de la foto de (Antonio) Caballero tomada en México quedó claro que la rubia más icónica del cine mundial no era, en realidad, taaan rubia”. El del 40 (“Piporro, usted canta feo, pero no muy fuerte”): “Con las distancias que se quiera, con toda la incorrección académica de por medio, le queda al Piporro lo que Borges escribió sobre Amado Nervo: ‘Es mejorable, imperfecto, pero insustituible’”.
El del 16 (“La mafia y el patrono de los reventones”) es confrontante, pero con un tono de humor: “Quién sabe. Sin tanto alcohol y tanto encuentro en territorios de la mafia, tal vez el Big Bang Boom nunca hubiera terminado de cuajar”. En el 32 (“Poesía + vedetismo = Pita Amor”) concluye así: “Ella misma dio la que es quizá la mejor descripción de su dicotomía: ‘(Soy) una poetisa vedetesca’. Exacto”.
En algunos finales de capítulos, Santibáñez solo requiere de una palabra, en otros de dos o tres, para establecer, digámoslo así, su marca.
En el 30 cierra con un “Así mero” para referirse cercanamente a la definición de Federico Campbell sobre la investidura presidencial, aunque (a gusto del lector) puede ser aplicable para todo el capítulo (“Supersticiones de artistas”).
En el 11, sobre personajes del gran cine, acaba en un “Olé”. El 41 (“Lazo e Izquierdo energúmenas con pincel”) con un “Cómo cala”. El mismo 32 con ese veredicto sobre Pita: “Exacto”.
Pero así como los finales de los episodios son para degustarse, muchos de los inicios son exquisitos, independientemente de la “atmósfera” del contenido. Nuevamente el 32, sobre Amor, es genial tanto por los autoelogios de la propia Pita convertidos en poesía, como por la poesía de Julia (“nació madura, esquivó los balbuceos de infancia”) convertida en prosa poética: “Sus ojos abarcaban harto más de lo que veían. Con la mirada tensa, de color dorado o verde, la obsesionaban su propio talento y belleza. Decía que Shakespeare la llamó ‘genial / Lope de Vega, infinita / Calderón, bruja maldita / y Fray Luis, la episcopal’. El soneto sigue enlistando adjetivos y cierra con un desplante de los muy suyos: ‘Villaurrutia, enajenante / García Lorca, la grandiosa. / ¡Y yo me llamé la Diosa’. Cómo chingaos no. Fue ofensiva, exhibicionista, fanfarrona. Y también de las mejores plumas de su generación”.
O el siguiente, del 33, que se lleva oreja y rabo: “No era triángulo amoroso, sino un cuadrángulo en toda la ley... Elena Garro estaba casada con Octavio Paz y era amante de Adolfo Bioy Casares, esposo de Silvina Ocampo”. Ay, si esos pecados hubiesen dado generaciones completas de creadores.
El lenguaje como espiral
En su gran crónica, Julia se expresa sin pelos en la lengua. Es lanzada, clara, transparente, a tono con cada una de las situaciones que la historia cultural guardaba celosamente. Su lenguaje, como la vida o los pedazos de vida (momentos) que relata, giran, o parecen girar, como un espiral.
Así su terminología propia es cercanísima al lector. Narra como si escribiera una novela o un cuento sin freno a nada. No es pretensiosa, su erudición se muestra, precisamente, en conocer la amplia jerga popular. Utiliza como llave de su libro su propio lenguaje coloquial para abrir en el lector la amenidad que ya de por sí portan los sucesos contados, pero también para divertirse y divertir.
El vocabulario es redescubierto, rescatado como un condimento de sabrosura al paladar de la lectura. No escatima en el uso del léxico rico, picante, de calle; plástico, ad-hoc. A veces discreta, a veces alocada, ella, eso sí, invita a jugar, y cómo no si es su juego: “Tenía los pulmones bien desarrollados, la cintura muerta de hambre y las caderas de bonanza”, refiriéndose, esculturalmente, a Tongolele, quien, además, “quiso vender helado a los esquimales”. O “(María Félix) era ella y su ceja (...destuetanada ceja que se movía con vida propia)”.
La terminología es parte del deleite de la crónica, claro, usada sin pretensiones retóricas.
Y para muestra muchos botones, aunque primero lo primero. Apenas en el capítulo 1, en su título (“¿Familia de artistas? Intenseo seguro”), Santibáñez nos despacha esa palabra todavía misteriosa, “intenseo”.
De ahí pa’delante todo es fiesta: “Unadesas”, “popof”, “ponerse jai”, “estaban hasta el cepillo”, “abogánster”, “besuqueo metafórico”, “de puro coraje”, “el artista de dientes sobrados”, “uy”, “ay”, “consupermiso”, “prepoeta”, “traducción platicadita”, “lo caido, caido”, “personaja”, “chirona”, “la perrada”, “un disfrutón”, “en ese jale”, “omnívoro de palabra”, “generó harta feria”, “bisbisearon”, “se amachinó”, “lasciveaba”, “pecatrices”, “prójimas”, “bienportadismo”, “machincuepas”, “bonitura”, “queveres”, “cartas cachondas”, “tono acidito”, “obvios y novios”, “guera metiche”, “el sangraje”, “rodriguezlozaneó”, “acuerpamientos”, “su voz de tromba”, “netez marmórea”, “resistencia etílica”, “hasta las manitas”, “copichuelas”, “nos ponen de patitas”, “le daba ñañaras”, “se humildeó”, “colgó los tenis”, “la huesuda”, “ni jota”, “así mero”, “una mentada cocofónica”, “cómo chingaos no”, “poeta-tú-la-traes”, “se poquitea”, “bola de cuates”, “sindudamente”, “Club de Tobi”, “incumbido”, “hasta la cocina”, “hambrita”, “canijo”, “la realidad real”, “nostalgiar”, “cuasuituit”, “antes de clavarse”, “los ingresos cascabelean”, “siempremente”, “se emputó muchísimo”, “talonea”, “qué oso”, “hizo pelotas”, “clavadez”, “filo cirujánico”.
Y siguió y siguió, doblando y desdoblando el lenguaje, haciendo bailar y bailar las palabras siempre en un contexto de sorpresa, fueran ya hechas, rehechas o derechas: “para rematar como Dios manda”, “churros tan malos que son buenos”, “al de la barba de chivo”, “lo gacho para Bracho (hasta rimadito)”, “el chiste se cuenta solo”, “mujer corporada”, “de familia conservada en cloroformo”, “el dueño de los ídems”, “la cantantita ofendida”, “le hicieron los mandados”, “con un escote de válgame”, “toparse... cara a trompa”, “humor de bisturí. Filoso y frío”, “se le quemaban las habas”, “como quien abre la llave del agua”, “antes de irse al otro barrio”, “los tuétanos de color católico”, “moriría de empacho letrístico”.
El de Julia es uno de esos libros en los que se aprende con sabrosura, como dije, bailando, tanto por la diversidad de las historias, que finalmente lo son con la mínima ración de ficción, como por el estilo de contarlas. Amén de que no es sencillo recolectar lo que deja el torbellino de la historia por tantos rincones, juntarlo y volverlo, otra vez, torbellino.
Un libro que ya hacía falta. Y sí, Julia, maestra, “digan lo que digan los demás”.
Y claro, también maestro, poeta Meléndez, ya está enero otra vez, venga de nuevo Merleau-Ponty... y tomemos por los cuernos a Hegel, Nietzsche, Heidegger...
* El lado B de la cultura, codazos, descaro y adulterios en el México del siglo XX. Julia Santibáñez. Penguin Random House. 2021.