La Quincena No. 47
Septiembre de 2007
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Monterrey, ciudad ígnea

Guillermo Berrones

Ahora estoy ebrio. Bueno, digamos que medio alegre, me he tomado tres coronitas antes de llegar a la casa y ponerme a escribir este texto. Monterrey es una ciudad caliente. Arde de día y de noche. Y no precisamente por los balazos que se disparan y se han disparado policías y narcotraficantes, desde hace dos años, provocando estadísticas y gráficas escandalosas, y un entintamiento rojizo en los rotativos vespertinos.

Se bebe sangre como beber cerveza en las mañanas de domingo y de toda la semana mientras el menudo grasiento suaviza la resaca. A esta hora, un hombre en chanclas, cuarentón deforme con aspecto de mujer, besa los labios delgados de un adolescente que se atrevió a entrar en el Jardín de Colón, donde hay mujeres que son hombres, vestidas y alborotadas, de pechos altivos y nalgas fortalecidas con inyecciones de aceite comestible; seductoras, o seductores, según se vea, pasean contoneando las caderas bajo la falda entallada, donde se esconde el pecado primigenio de los aprendices del infierno; sombras de carmín bajo la noche revelan el compás del desenfreno en la banqueta, como iguanas o lagartijas sobre la barda, desde donde levantan la cola y alzando la cabeza retan a los transeúntes para que se atrevan a probar la pasión y el erotismo de un hombre vestido de mujer. Ven, les llaman entre dientes y mordiéndose el labio inferior. El metro es una luz en desbandada con la luna de septiembre jineteando encaramada en el vicio de esta ciudad cosmopolita y diversa. Y en el Jardín de Colón se bebe recargado, con un pie apoyado sobre la pared, esperando que el alcohol mueva las fibras de la resistencia que impone el super ego para dar paso a la imponente supremacía de los super egges, de la testosterona enfurecida por los deseos primarios del género y la especie.

La ciudad del Fórum, la de los cuatrocientos diez años y doce meses, la ciudad del conocimiento es testigo fiel del encuentro de una pareja, que se besa bajo una lluvia de luces disparadas en el cruce de Carlos Salazar y Juan Escutia. Desde las persianas de El Mexicano, donde una gorda cantinera baila grotescamente y canta: “ha llegado aquí a la tierra, un marciano singular, cierren ventanas y puertas porque los puede agarrar…”, coreada por un grupo de seniles muchachos con credenciales del INSEN que le festejan sus atrevidos movimientos, alcancé a ver las siluetas unificadas y esbeltas de los besantes, como la botella de la segunda coronita que ingería, justo cuando la gorda extendía los brazos al frente con los puños cerrados para después contraerlos hacia su desproporcionado cuerpo, en un ademán por demás fornicario. Los autos esquivan a los besucones y la Luna es una hostia bendita en el atrevimiento romántico de la inmortalidad que pretenden eternizar los enamorados en el corazón de la colonia Obrera, donde vivió aquel maestro del aula y de los ruedos, que enfrentó, en los tiempos del poderío institucional del partido revolucionario, las más duras críticas, por exhibir su preferencia política de identidad derechista como si fuese una bola ensalivada en la inauguración del partido de beisbol conmemorativo de San Juan Cadereyta, la cuna de este deporte, a la que el maestro Torres Martínez acude religiosamente cada verano. A lo lejos, en el parque Fundidora, también se revive el fuego, pero no el de los hornos que se ahogaron en el ochenta y seis, sino en el escenario de Luca, el títere gigante, Chucky del Fórum que espanta a los niños de la paz. Y el beso de los enamorados es un beso de fuego fatuo que incendia y moja los labios, que ni el Cicloferón podrá apagarlo.

Todo sucede a un tiempo. En este momento alguien se está muriendo, quemándose por dentro bajo la fiebre estertórea del llamado al recinto del olvido. Se apaga el fuego, se apaga la luz, la risa, como quien desconecta la tele de los recuerdos y todas sus idioteces que marcan nuestras vidas. Ahora, otros están pensando en matar a la próxima víctima que traicionó el silencio obligado de la última letra, la del cártel, la de los zetas; quemarlo, matar en caliente como la sentencia porfiriana que se ha registrado en la memoria de la historia y sus bajezas. Pequeños montones de candelilla arden en llamitas y enormes llamaradas para borrar de un cerillazo hasta el acta de fundación de esta ciudad, marcada por la infamia de una mala calentura en el deseo de la mujer de Diego, que se entregó al acero y al bridón de Alberto del Canto. Y hoy, en el alba del siglo veintiuno, bajo la anochecida sombra de un álamo avejentado por la polución de la ciudad, que de día se llena de loros de la sierra, el deseo violenta la moral friccionando los cuerpos desconocidos de dos seres que se atreven a envolverse en el ritual de la sexualidad pública, cargada de emociones, mientras el rincón se enciende y unos perros deslenguados le ladran a la irreverencia urbana.

La ciudad de la informática quema sus circuitos en el mar de las palabras cifradas, en la supercarretera de la imaginación aeróbica, donde chatear es chotear la estructura de las palabras, sus grafemas y lexemas decaen en guturizaciones como espasmos orgásmicos, y en cada disparo los mensajes enviados calientan la pantalla restándole el sabor de la palabra que embriaga al oído, generando una nueva dinámica de seducción, economizando el lenguaje, fonetizándolo. En este momento, en la soledad de la madrugada, una mujer enmohecida por el desdén busca la oportunidad de encontrar la ensoñación de un hombre cibernético que la despose, con ímpetu vaga de página en página, de un sitio a otro, buscando el príncipe electrónico. Mientras busca, una pareja esconde el jarrón de la fidelidad desfallecida, rota, en arrumacos flamables que los quema hasta incinerar el mismo monitor del medio que los une, revelándose los sentimientos enajenados: “Hay noches en que la Luna se convierte en un elemento romántico para enamorar, como también hay noches de insomnio involuntario, capaz de atormentarnos por el más mínimo desacierto en nuestras vidas. Yo he vivido un fragmento de la noche, un ínfimo momento que le quité para echar a vuelo las campanas de la felicidad. Sin Luna, y con un cielo atiborrado de nubes amenazantes, robé el tiempo que no me pertenece para sentir el placer de un cuerpo exquisito, ajeno, delirante, en un rincón de la ciudad, con la adrenalina en el lomo, expectante, pero sublimado por el amor de una mujer que me ha enajenado como nunca. Oculto en la noche, me he vuelto un romancero extemporáneo para dar rienda suelta a la pasión y el deseo, sin importar que la vida esté en juego, sin obedecer reglas y preceptos morales, un kamikaze desbordado y sediento del amor, de tu amor de tu pasión. Después, después seguí mi camino por las calles de la ciudad, la nocturna ciudad de Monterrey, donde vivo y muero” le escribe el hacker .

“Hola le contesta ella, casi al instante , estoy sentada frente a la mesa, sin poder olvidar las palabras que no dije ayer, tratando de recapitular; los riesgos se corren pero ni tú ni yo hemos hablado de nosotros. No puedo dejar de pensar en ti, te recuerdo en cada palabra que leo, en cada persona, cada conversación y cada sonrisa. Te amo, te deseo, te admiro, te contemplo y tengo miedo perderte, algún día tendré que verte de lejos; no podré acercarme a ti, sin embargo, hoy estoy contigo, comiendo tus besos y bebiendo tu mirada, eres, y como tal me perteneces; soy parte de tu cuerpo y tú eres mi complemento, eres las ausencias, los agravios, lo que no está permitido, yo estoy junto a ti permitiendo que seamos juntos el pecado y el perdón. Somos la prohibición, la parte obscena de la película limpia”.

Y mientras el fuego arrasa las purgantes almas de esta ciudad, el noticiario muestras las escenas de un adolescente rociando con gasolina a un perro labrador, para después incendiarlo vivo y ver correr aquella bola de fuego por las calles como torito en fiesta patria, y en el audio de la noticia se escuchan las carcajadas del joven festejando su ocurrencia. Así arde esta ciudad bendita. A propósito, me arde la panza y no tengo cheves que apaguen este incendio de las catacumbas de mi ser. Les debo el final de este texto, voy a quemar mis naves. Q