La Quincena No. 47
Septiembre de 2007
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Director:
Luis Lauro Garza

Subdirector:
Mario Valencia

Mesa de Redaccion:
Tania Acedo, Luis Valdez

Asesor de la Direccion:
Gilberto Trejo

Relaciones Institucionales:
Abraham Nuncio

Coordinador de Cultura:
Adolfo Torres

Comunicación e Imagen:
Irgla Guzmán

Asesor Legal:
Luis Frías Teneyuque

Diseño:
Rogelio Ojeda

Fotografía:
Erick Estrada y Rogelio Ojeda

Ilustraciones
:
Chava

Distribución:
Carlos Ramírez

Internet:

Cada vez que pasaba por ahí al mediodía era la misma sensación de frustración. Cómo pude olvidarlo otra vez, cómo dejé pasar otro día sin tomarle una fotografía a esa magnífica piedra que, en cierto ángulo, representa un perfecto cráneo humano.

En varias ocasiones me alarmé ante la situación. Recordando esos días cuando uno joven se cree todo lo que le dicen, desde fantasmas que acechan nuestra recámara hasta objetos voladores que buscan establecer contacto con nuestra aburrida sociedad, pensé que podría tratarse de un mensaje puesto ahí, sólo para mí. Cada día era lo mismo, salir en el auto y tomar Rufino Tamayo rumbo a Lázaro Cárdenas. Dar esa vuelta, que probablemente un día me iba a costar una multa, al igual que a todos los que no tenemos otra alternativa para ir al poniente de la ciudad. Meter tercera y avanzar lentamente sobre ese pavimento sinuoso y comenzar a tomar velocidad para adentrarse al tráfico de la gran avenida, y de pronto ahí está. Sonriente, mirando rumbo a la Loma Larga , con sus cuencas profundas y sus fosas nasales bien marcadas. El color rojizo con el que está hecha le da ese aire de espiritualidad que uno no encuentra todos los días. La majestuosidad de su labrado, pareciera que alguna mano vino a darle suavidad a sus formas.

Tres segundos en los que siempre pensaba lo mismo: ahí está la cabeza, tengo que tomarle una fotografía, puta madre no hay donde estacionarse. Carros detrás de mí que me presionan para seguir avanzando. Miro de reojo al cráneo, sólo para despedirme fugazmente mientras mi mente se olvida del asunto. Sólo volveré a tenerlo en la mente cuando al día siguiente vuelva a maldecir mi memoria, que siempre está en mil cosas, sin dejarme concentrarme en lo que antes era cotidiano. El detalle, la reflexión, el momento pasivo y meditabundo ha pasado a ser un lujo en este mundo donde todos estamos en un trayecto sin poder recordar el destino que nos puso en ese camino.

La cabeza se volvió una obsesión pasajera e intermitente para mí. Iba y venía de mi mente. La recordaba en sueños y la traía a mi consciente unos segundos suficientes para angustiarme ¿Qué si algún borracho daba la vuelta demasiado rápido y daba contra esa pobre piedra que la luz me permitía construir en mi recuerdo un cráneo? ¿Qué si la lluvia intensa la hacía moverse siquiera un poco ante el desliz del lodo que hoy la sujeta? ¿Qué si de pronto dejaba de parecer cráneo para volverse una roca más, como tantas otras que la acompañaban en ese pequeño espacio entre el muro de contención del puente y el inicio de la calle? Luego el recuerdo se iba, pero inexorablemente estaría pensando en ella.

Una noche desperté con ese recuerdo y pensé que era el momento. Miré el reloj, marcaba las tres pasadas. Noche, poco tráfico, luna llena, qué mejor momento. Tomé mi cámara del maletín y me dirigí al baño. Lavé mi cara para estar fresco. El trayecto desde mi casa es de alrededor de quince minutos, que probablemente se harán diez a esta hora. Voy a la cocina y bebo agua fría de la jarra improvisada que tengo ahí guardada, pero no me cae tan bien en un estómago inexperto en recibir trabajo a estas horas de la noche. La sensación de náusea momentánea desaparece poco a poco. Tomo las llaves y pienso en la ridiculez que estoy a punto de hacer. Ir a perseguir una piedra con forma de cráneo en la madrugada, cuando debería estar descansando para la larga jornada que me espera mañana. Nuevamente, reflexiono si vale la pena pero me respondo que mi mundo tiene que detenerse a contemplar estos pequeños mensajes. Construir respuestas, o al menos atisbos de iluminación. Recordar que estoy aquí por esos pequeños gustos. Qué más da, vamos.

Me dirijo a mi carro con algo de emoción. Incluso al quitar la alarma se escucha cansada. A estas horas el eco es mucho más prolongado y persistente. Debe irse a abrazar con las ramas de los árboles que pueblan el parque frente a mi departamento, para luego regresar. Enciendo el auto y recuerdo que no traigo la cámara, la dejé junto a la mesa de salida cuando tuve que volver para recoger las llaves de la casa. Muy bien me iba a ver tomando fotografías sin cámara. Abro la puerta de mi casa y ahí está, casi viéndome, con esa mirada de ironía, casi diciéndome “te ibas sin mí, cuando era por mí que te ibas”. La tomo sin hacerle caso, ya sé que tiene su carácter, que a veces quiero tomar una foto y se toma su tiempo para cargar el flash, y en ocasiones quiero que se tarde para luego recordarme que ella manda, y la toma en ese mismo instante.

Tendré dos opciones al acercarme al cráneo de piedra, una sería intentar la fotografía de noche con el auto andando, confiando que el flash funcione a la perfección. En el momento exacto, en la luz exacta, con mi auto a baja velocidad para asegurar que ese momento dure lo más posible. La otra, mucho más peligrosa, sería bajarme y caminar hasta la piedra por ese camino que no tiene veredas para peatones. Nuevamente el Monterrey querido que asume que todos tenemos carro.

Voy enfilando rumbo a Lázaro Cárdenas por la que, en unas horas, será la caótica Río Nazas, tan llena de vida que a veces parece que sus habitantes tomarán la decisión de impedirle el paso a los carros para hacer de este espacio una extensión de sus casas, sus tiendas y sus talleres mecánicos (aunque estos últimos no creo que estarían muy de acuerdo). Hoy es tranquilidad, nada abierto, salvo los negocios que proliferan en cada esquina y que abren las 24 horas. Sus empleados amodorrados, acomodados en pequeños banquillos desde donde observan el pasar de los segundos, la soledad de los estantes y refrigeradores estériles, los letreros rojos, cigarros, refrescos, papitas, dulces. Tanta felicidad olvidada en esos lugares en los que nadie va a comprar a esas horas.

Tengo que tomar decisiones pues el tiempo se me acaba. Faltan unos minutos para las cuatro y ya estoy sobre la avenida grande. A mi izquierda, la imponente construcción de Galerías Valle Oriente, con sus adornos en brillos fluorescentes. Monumento al consumismo regio y a la superficialidad que ha maquillado nuestra vida diaria. Avanzo y el aire helado de la madrugada me cala en los ojos, me hace cerrarlos. Volteo al asiento del copiloto y la veo ahí todavía. La cámara que siento que me mira a ratos para asegurarse que todo está en orden. La tomo sólo para asegurarle que no tiene nada de qué preocuparse.

Paso por debajo del puente y llego a Fundadores, faltan unos cuantos metros. Doy vuelta en Rufino Tamayo y estaciono el auto cerca del parque. He decidido que tengo que caminar, pues no puedo confiar en el capricho del aparato para tomar la foto. Si el flash se tarda o se adelanta todo este esfuerzo no habrá servido para nada. Camino y me doy cuenta que el frío que hace es más del que había pensado. Extraño una chamarra o algo para cubrirme más. Llego hasta la vuelta maldita donde debe aparecer la roca con forma de cráneo. Ando sobre el pequeño espacio entre el muro y la calle, siempre asegurándome de mirar hacia atrás, por si algún despistado no me mira.

Llego y ahí está la piedra. Descubro, para mi pesar, que la ilusión sólo se da en la luz del día. Ahora es sólo una roca que la Luna ilumina, pero en nada recuerda a una cabeza humana. Maldito sea el momento en que pensé que esto funcionaría ¿Por qué no haberlo dejado para siempre como el interesante momento cuando veo esa cabeza y me digo lo tonto que soy por no haberla fotografiado? Tuve que cumplir con mi momento artístico y ahora estoy aquí atorado en la vuelta del cráneo.

Trato de tomar algunas fotografías para ver si alguna de ellas me trae la imagen deseada. Me acuclillo, me siento, me acomodo, me tiro al suelo para posar la cámara a su altura. Las tomo una tras otra sin perder el tiempo, mirando el resultado de mis esfuerzos. El flash, como lo pensé, se toma su tiempo, se encapricha, se retuerce antes de permitir ser molestado. La cámara se ríe de mí mientras sigo tomando las fotos a como ella me lo permite. La posición incómoda comienza a calarme en mis vértebras y músculos lumbares. Las piernas se me engarrotan. Ahí estoy siendo esclavo de mi duda ¿Es un mensaje o una piedra más? ¿Cuántas personas que pasan todos los días por aquí han pensado lo mismo que yo cuando miran esa piedra en particular? Una foto, otra. Estoy perdiendo la noción del tiempo mientras trato de tomar todos sus ángulos. Alguno de ellos será finalmente la mejor prueba de que mis segundos de angustia no son un invento.

Distraído en esa labor no me percato de la luz que ilumina el muro de contención. Despierto a la mañana siguiente y tomo el periódico. Voy al baño y ahí me pongo a leer la sección nacional. Casi nunca tengo tiempo o ganas de leer la sección local, pero esta vez algo me llama la atención. Una foto, un título atractivo: “Matan a fotógrafo en acotamiento”. Voy a la nota principal y comienzo a leer con creciente asombro.

Ahí estoy yo. Lo peor de todo es que el pinche fotógrafo del periódico logró inmortalizar a la cabeza en la fotografía que yo quería tomar. Ahí está junto a mi cuerpo, que ahora lo tapa una sábana. “El asesino huye sin dejar pistas”. La piedra en forma de cráneo luce en todo su esplendor en la fotografía que aparece hoy como primera plana del Local. Termino de leer y abro la regadera. Ya qué, me ganaron la foto.

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