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DE TAL PALO, TAL ASTILLA
Cris Villarreal

CRISConforme el acercamiento a la sexta década de la vida se aproxima, inapelablemente, a mucha gente le da por ponerse a examinar su historia personal. A mí me da por revisar el impacto que algunos familiares tuvieron en mi formación, o deformación, según como se le vea, y entre la influencia decisiva de Rosantina, mi madre, y tía Chelo, hermana mayor de papá, aparece la presencia cariñosa de mi abuelo Antonio. Del afable padre de Rogelio, mi papá, quien murió en un accidente cuando yo tenía tres años, recuerdo vagamente su amabilidad durante sus visitas y la ilusión que me hacían las salidas a pasear, colgada de su mano.
En ese rastreo de raíces olvidadas, desde hace algunos años cada vez que visito a mi tía Chelito, en su casa allá por el rumbo de Las Cumbres, llevo conmigo la grabadora. La enfermera que la cuida me abre la reja del jardín y me acompaña a su recámara donde desde su cama de hospital, mi querida tía me recibe con una entrañable sonrisa. Mi tía Consuelo Villarreal González, que el pasado mayo cumplió 92 años, y a quien no sabría definir como mi primera o mi segunda madre, contesta con una prodigiosa memoria a mis preguntas sobre cómo eran nuestros antepasados.
Me revela cómo se conocieron sus padres, Antonio y Catalina, en Ciénega de Flores, cuándo se casaron, en qué trabajaban, qué solían preparar para sus alimentos, cómo se divertían, y a qué jugaban ella y sus hermanos. Por nuestras pláticas me enteré que la rama de los Villarreales de nuestra familia procede de la Hacienda de Chipinque, población que después adoptó el nombre de El Carmen. Me platica sobre el tío Ramón, que era muy buen nadador pero murió ahogado salvando a una señora que iba por la corriente del Santa Catarina abrazada a un ropero en la inundación de 1909. Me cuenta del tío Toribio, capitán del Ejército porfirista, que murió en 1914 bajo balas villistas en la toma de Monterrey. Me dice que el tío Polo, que fue dos veces alcalde de la ciudad, aún anda reclamando una hacienda en el condado de Bexar que los gringos usurpadores le robaron al abuelo Timoteo cuando nos despojaron del territorio de Texas en 1836.
En compañía de tía, durante nuestras pláticas he podido vislumbrar el paso del tiempo en esta región de nuestro México a través de tres siglos. Contemplando las fotos de finales de 1800, que me ha regalado, he constatado que las hermanas de mi abuelo Antonio tenían unas cinturas de avispas envidiables. Con sus ojos de viva nostalgia he deambulado por Nuevo Laredo y Estación Rodríguez, Nuevo León, los pueblos donde vivió mi padre con su familia. Con su mirada joven, he recorrido las tiendas de Laredo, Texas, en cuyo templo de San Agustín mi papá fue bautizado; he contemplado la llegada del ferrocarril a Rodríguez; las bodas de sus hermanos; la bonanza que trajo a esta región del norte del estado el sistema de riego que instauró el gobierno cardenista; las primeras comuniones de los primos y primas; las mullidas pieles en los gráciles hombros de las damas en los bailes de fin de año en el casino de ciudad Anáhuac.
Mas sobre todo, gracias a la valiosa información que en nuestras conversaciones me provee y a diversas investigaciones que he podido realizar, he logrado desentrañar mis orígenes por el lado paterno hasta el siglo XVI.
Muchos se preguntarán y qué sentido tiene conocer quiénes fueron nuestros abuelos, tatarabuelos, tatatarabuelos y en esa secuencia hasta doce generaciones atrás. La importancia que encierra es comprobar que no estamos aquí por generación espontánea y que identificar la estirpe personal no es un patrimonio de la nobleza. Descubrir este linaje de las querencias, de saber de quiénes vinimos y hasta dónde hemos llegado, no deja de traerte una genuina felicidad interior.
Como es de todos conocido, en nuestro Nuevo León prácticamente no hubo conquista, las pocas tribus que por aquí vagaban estaban en el estadio del paleolítico, eran nómadas, salvajes, y en su conjunto fueron alejadas o exterminadas. En esos términos, la población indígena se limitaba a los tlaxcaltecas que trajeron los colonizadores para ayudarse en las tareas laborales. De esos datos se infiere que la mayoría de los neoleoneses somos descendientes de españoles.
Encontrar de qué colonizadores descendemos se ha tornado una aventura nada complicada, gracias a los miembros de una iglesia estadounidense que entre sus actividades seglares se dieron a la tarea de microfilmar todos los libros de archivos de las iglesias del mundo (como sabemos, hasta antes de las Leyes de Reforma en nuestro país, el registro civil de los ciudadanos lo controlaban las iglesias) y han tenido el generoso gesto de plasmar gran parte de esa información en su sitio de Internet. Basta escribir Family Search en cualquier buscador, (o ir directamente al sitio http://www.familysearch.org/Eng/Search/frameset_search.asp) y escribir los nombres de los ancestros que deseamos encontrar, y ahí están los datos de bautismos, matrimonios y defunciones.
Para obtener los documentos originales hay que visitar cualquier templo Mormón y tomar fotos digitales de todas las actas de los ancestros que encuentren en sus microfilms. Los árboles genealógicos pueden de esta forma estar completamente documentados. No hay necesidad de ser miembro de esa iglesia para acceder a sus archivos y el servicio es gratuito.
En la búsqueda genealógica, hubo un eslabón que me causó particulares problemas. Al quedar viudo el bisabuelo José Enrique Villarreal Lozano, padre de mi abuelo Antonio, contrajo segundas nupcias con mi bisabuela Sabina Garza Chapa, quien también era viuda. En su acta de matrimonio, en que se registra que los dos son vecinos de la Hacienda de Santa Elena (hoy Marín), no figuraban los nombres de sus padres, tuve que buscar las actas anteriores de sus primeros matrimonios para poder descubrir los nombres de sus padres.
Adentrarme en la historia de mi familia ha ayudado a abatir el sentimiento de exclusión que siempre he traído adherida a mi condición de hija única y huérfana de padre. Haber descubierto que formo parte de esta gran familia que el capitán Diego de Villarreal, vasco de origen, fundó en 1627 al casarse con Beatriz Casas Navarro e iniciar la población de la Hacienda de Minas de la Magdalena en el Real de Salinas (hoy Abasolo), ha sido una experiencia realmente gratificante.
Este inédito sentimiento de pertenencia que ha empezado a nacer en mí, es una valiosa herencia que les estoy legando a mis hijos y mis nietos. Ha sido una suerte encontrar y preservar esas actas que registran los momentos importantes de mis ancestros, esas evidencias que constituyen una letra más en ese fino discurso que forma el lenguaje de la vida.

acrosstheglobea@yahoo.com

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