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MA’LINDA DE MI VIDA
Guillermo Berrones

berrones54El pasado, cada vez más lejano y más pesado, me acerca inmisericorde al otro extremo del círculo, al del olvido y el desgano por aprender, al inverso multiplicativo de los años cansados que recaen en la recreación inconsciente de la infancia; al de la incontinencia y el reflujo, al andar inseguro de los primeros pasos, que ahora serán los últimos; al de las dietas blandas y papillas insípidas.
Antes de que me atrapen los síndromes geriátricos y pasar a la nómina de los diabéticos o de los gotosos, de los libidinosos raboverdes, de los cuatroojos estrábicos y cataráticos, enfisémicos alérgicos, desdentados arrugados y pelones, de los arterioescleróticos cardiacos, quiero recordarme niño.
Verán, yo no tuve una infancia preclara como Juárez, pero tampoco el iracundo destino de Bukowsky. Nací al amparo de una sierra azul, entre el olor de los corrales de cabras y vacas y el colorido del madroño y los granjenos; entre el rumor (sin la chocantería del romanticismo) transparente del río San Marcos. La santidad marcó mis primeros años. Santa Teresita se llamaba el rancho de mi abuelo donde nací, en las afueras de una ciudad vaporosa y quemante en verano, y donde el huasteco es un viento que refresca y entumece en el otoño.
No es fácil hablar de sí mismo sin evitar la magnificencia de los actos infantiles. A mí no me seguía el sol como perrito faldero; a mí me quemaba de día mientras desculaba hormigas mieleras y me sofocaba de noche con el calor que dejaba embarrado en las paredes del jacal donde vivíamos. Pero la luna caminaba conmigo y el cielo me regaló una madrugada lluviosa de estrellas que no he podido olvidar. Aprendí a mirar de noche en la oscuridad, a mentir como lo hacía el abuelo materno; y un día pensé en vengar la muerte del abuelo paterno que nunca conocí, pero cuya historia sembró mi gusto por la narrativa oral.
Me curaron de empacho con una cucharada de aceite y nuez quemada. Me hicieron ojo y la abuela me barrió con un huevo y un ramillete de albahaca. Conocí precozmente el sexo en las caricias de mis primas mayores y escuché asustado a mis abuelos hacer el amor. Nadé en las pozas azules del río y fui al kínder con mi uniforme blanco para regresar a casa con el mismo uniforme pero ahora teñido del verde que deja el césped mientras se juega sobre su tersura. Robé naranjas y guayabas de las huertas y una diarrea me traicionó. Me fui de pinta y una maestra me dio de varazos por mi osadía.
Hice mi primera comunión mintiéndole al cura y descreído de Dios. La catequista tuvo la culpa. Una monja frondosamente obesa y relucientemente morena se encargó de sembrar mis dudas. Resulta que mi madre me envió al catecismo, que por cierto se impartía los sábados en el frontispicio de la escuela primaria donde estudiábamos durante la semana. Aquel sábado no tenía ganas de asistir y supliqué, lloré, grité y nada funcionó. Mi madre se mantuvo firme y mi padre al margen. Pataleando y de mala gana me encaminé a recibir mi dosis de cristiandad. Al salir del solar tropecé con una piedra y caí golpeándome la frente. Un brote de sangre me cubrió el rostro y el llanto incrementó el drama. Una curación menor fue suficiente y un parche de tafetán y gasa adornaron mi frente. Allá me lleva mi madre de nuevo, pero ya tarde. Llegamos ante aquel remedo de “Ma’linda” y mi madre le explicó a la monja lo sucedido. Ésta le hizo saber que no había problema y que se fuera sin preocupación. A mí me pasó a sentar en los escalones donde todos me veían y preguntaban en silencio por qué traía ese parche en la frente. La voz estruendosa de aquella monja vestida de un blanco inmaculado, piel morena y seguramente de alma negra soltó el anatema contra mí una vez que mi madre se perdió de vista.
–¿Saben por qué se cayó este niño y se perforó la frente? –dijo levantando el índice derecho al cielo para dejarlo caer señalante frente a todos los chiquillos– porque no quería venir al catecismo y Dios lo ha castigado.
Desde entonces mi vida es un martirio, un pecado permanente, un estigma que me obliga a la congruencia de mis actos, a vivir en penitencia. Aunque se siente muy bien de este lado, les diré. Ser pecador tiene cierto descargo de conciencia. Y no creo que el dios de la monja sea el mismo en el que yo creo.

gberrones@hotmail.com

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