Monterrey.- Mi familia ha tenido roces con varios artistas del cine mexicano. Roces literales. Cuando era niño, mi papá chocó en Reynosa con un Grand Marquis donde iba Silvia Pinal y Gustavo Rojo. Se presentaban en una obra de teatro.
Aunque ellos tuvieron la culpa, mi papá pagó los daños a cambio de un autógrafo. Se lo dieron a regañadientes. En aquellos años Silvia Pinal apenas llevaba su vigésima cirugía plástica y su cuerpo ya formaba parte del patrimonio artístico nacional.
Ya viviendo en Monterrey, en los años ochenta, mi hermano Óscar chocó contra un caballo. Más concretamente, contra Alberto “El Caballo” Rojas. Mi hermano no lo conocía pero yo sí por las películas de ficheras que veía a escondidas de mi mamá.
Al “Caballo” le quité su licencia de conducir porque la culpa del choque fue suya. Se había pasado un rojo. Me dijo que en la noche nos pagaría el daño del carro; que pasáramos a verlo al Hotel Crown Plaza, donde se hospedaba.
Así lo hicimos. Estaba en una suite. No quería abrirnos la puerta. Entonces se me ocurrió gritar: “abre la puerta, Caballo, es la policía”. Salió en bata de seda y como en sus películas, divisé a dos güeras en la cama.
“¡A mi no me amenazan dos chamacos!” nos grito el Caballo con voz de dandy arrabalero. Yo no lo oía porque estaba extasiado con las dos güeras. Nos pagó el daño del carro pero yo no quería irme por seguir viendo la paradisíaca escena de la cama. El Caballo nos despidió con un portazo.
Otro roce literal con un artista fue en años más recientes. Yo buscaba unas bodegas para rentar en Tlalpan, al sur de la CDMX. El rentero que me recibió era un panzón mal encarado.
Hasta que habló logré reconocerlo. Su tonito aguardentoso era inconfundible. “Oiga, usted es Juliancito Bravo, ¿que no?”. Al panzón no le hizo gracia. “Julián Bravo, por favor”.
Negociamos la renta de la bodega. Quería las perlas de la Virgen: una verdadera fortuna. “¿Y qué hará con toda esa lana, don Julián? ¿Comprarse un trajecito blanco para su primera comunión?”. Luego les cuento lo que me contestó.