Monterrey.- La producción escénica: deslumbrante, encantadora, atrayente, maravillosa, creativa, exuberante, sensual, única, sugestiva, energética, conmovedora, acrobática, original… Sí “Cats”. Todo sugería que lo vivido iba a ser perfecto. El lugar: una plaza comercial “nice”, oneroso, impactante, oropelesco, “cool”, fastuoso, amplio (por fuera), laberíntico, dispendioso, en fin, uno se sentía como en “Broadway”, en el corazón de Nueva York.
Pero lo que no se ve fue desastroso, inicuo, deleznable, encabronante… Iniciando por el tumulto de gente “acomodada”, pero sin una pizca de cortesía, disputándose el lugar en la fila. El conglomerado de chicos y chicas, señores y señoras luciendo sus mejores “garras” como en una pasarela de moda. No tengo nada contra eso, pero me pareció de mal gusto el disfrazarse tan exageradamente para ir a ver una producción teatral.
Ante el acoso de un guardia de seguridad quien pretendía revisarme hasta los calzones, tuve que tirar a la basura unas ricas bolitas de chocolate que habían quedado después de disfrutar un café en uno de esos negocios de marca que había por allí. Mal supuse que era bueno, para disfrutar tranquilamente del espectáculo, igual, no me las pensaba comer allí, pero nunca imaginé que habría vendimia dentro del lugar.
No sé quién diseñaría el auditorio, pero, como en casi todos los centros de espectáculos de la ciudad, el amontonamiento de las sillas era aberrante, con los consabidos pisotones y roces de nalgas, bubis y penes, de los tipos y tipas que siempre llegan tarde y se atraviesan ante tus ojos, irrumpiendo el disfrute de la función. ¿Por qué los dejaron entrar si el protocolo era tan estricto y riguroso?
La incomodidad de los asientos, por su tamaño estandarizado, era por demás molesta, si estirabas el brazo te calaba el depósito plastificado donde va el refresco y encogerlos era imposible porque topaban con los costados del respaldo, por más que los movías tratando de acomodarlos no quedó otra más que ponerte casi en posición de loto, como en el yoga.
Entre tanto estorbo por los reducidos espacios de hileras de asientos y pasillos, la vendimia del intermedio se tornó un reverendo caos, unas personas obstaculizaban el paso de las otras y no faltaron el derrame de refrescos, el tiradero de palomitas, la pasadera de cuerpos y los infames y penetrantes olores de las fritangas. No quiero ni pensar cuando costaría cada pendejadita de esas.
¡Ahhhh…! Y la gente naca, inculta, compulsiva, importamadrista, como los padres de la chiquilla llorona que se aburrió después de unos minutos de iniciada la obra y se la paso haciendo berrinches el resto del tiempo, ¿a quién se le ocurre llevar una niña pequeña a un espectáculo tan grande? Probablemente a unos padres con mucha lana, pero sin cerebro, plenamente convencidos de que pueden comprarlo todo.
La muchacha emotiva que siempre aparece, interrumpiendo la trama de la historia con comentarios estúpidos o machando onomatopeyas raras en los oídos de la concurrencia, como, “¡Ay pobrecita…!”, “¡Qué gordote…!”, “¡Cómo la cargó, parece que vuela!”, “¡Mira, mira cómo se levantó la plataforma…!”, “¡Ay no…!”, “¡Oppsss…!, “¡Ugghhh…!”, “¡Ouch…! Y despues llorar o reír como loca.
Tampoco podía faltar la cotorrona, aunque era joven, que contaba al novio o marido, toda la trama de la historia como si alguien le estuviera preguntando. Infortunadamente la tenía detrás de mis orejas y estuvo a punto de salirme “lo Rodríguez” dispuesto a ponerle un bozal en la boca, pero mi mujer me calmó.
En fin, eso mismo pasa en los estadios llenos y durante los eventos del grito de independencia y otros. Pero eso se los contaré en otra ocasión. Lo que no se ve, lo oculto, es recalcitrante y burdo, muestra claramente la chatez humana, el rancio, mediocre e ínfimo nivel de nuestra cultura regia.