Monterrey.- Viri Ríos, aguda gambusina del periodismo, calculó que si la oposición hubiera llamado a votar, su incidencia en los resultados habría sido mayor a la de los responsables de la reforma judicial.
Ese cálculo, como otros que circulan en la opinión pública, fue sin duda numinoso. En Coahuila –territorio priísta–, donde se registró la mayor afluencia de votantes, el caudal de los sufragios fue racional al que se obtuvo en todo el país, es decir, mucho menor al que registran las elecciones de autoridades legislativas y ejecutivas en el plano estatal o federal.
Aunque la oposición no hubiera llamado a la abstención, su lucha desaforada por echar abajo la reforma judicial no habría elevado significativamente el saldo de la votación en favor de sus candidatos.
A estas alturas ya se han señalado y contabilizado los errores cometidos por los órganos responsables de impulsar la reforma judicial y organizar la elección de los juzgadores en sus diferentes niveles. Muchos son ciertos y, más que éstos, los que la invención opositora les recrimina con ánimo de casus belli. Creo que lo único recriminable es que los voceros de aquellos órganos no asuman con autocrítica los errores que objetivamente se cometieron.
Pero yo pienso la reforma judicial desde el año 2075. Se la verá como una reforma histórica y en ella no aparecerán los miles de muecas, retobos, exégesis alarmantes y propaganda de los medios corporativos nacionales aliados a los de Estados Unidos que rodearon su proceso.
Pasará igual que con el homenaje a la reforma sobre la libertad de cultos promovida y llevada a la práctica por Benito Juárez y el grupo de hombres a los que reconocemos como grandes reformadores, o bien con el que se le rinde a la nacionalización del petróleo por el gobierno de Lázaro Cárdenas (la “primera cuarta” transformación).
La reacción de los opositores a la Ley de Libertad de Cultos irradió a extensos sectores de la sociedad mexicana. Hegemonizaba la protesta la facción conservadora más fundamentalista que se lamía las heridas con la misma lengua con que denostaba a Juárez (“indio”, lo llamaba para anatematizarlo, o “dictador”, sin claudicar a su hipocresía, después de haber entronizado y sostenido a Santa Anna a lo largo de dos décadas). Tras su intento –derrotado– de mantenerse en la corte del poder imperial o cerca de ella no cejó en su empeño denigratorio.
Es interesante recordar la prensa de esa facción. En sus publicaciones más visibles (El Ómnibus, La Cruz y El Conservador, y también La Voz de la Religión, La Esperanza y El Siglo Diez y Nueve) se mostraba consternada por considerar a esa ley como una traición a la identidad nacional. La atacaban por entregar al pueblo de México al caos moral, la herejía y la división social. Un interesante ejercicio sería hallar la correspondencia de esos periódicos con los actuales en referencia a la reforma judicial.
Aún en nuestros días algunos juristas prefieren la Constitución de 1857 a la de 1917. Pero optan por ignorar aspectos importantes de su articulado; por ejemplo, la institución de los servidores judiciales, señaladamente los ministros de la Suprema Corte de Justicia, a través del voto popular.
Cuando se debatía la capacidad de los estratos populares para elegir a estos servidores públicos, ciertas voces criticaron esta posibilidad. En la práctica, fue gracias al voto popular que la sociedad de la época pudo contar con muy destacadas figuras del mundo jurídico y el ejercicio judicial, como Ignacio L. Vallarta, José María Iglesias, Sebastián Lerdo de Tejada y José María Castillo Velasco.
De la explicable fragilidad del gobierno mexicano sacaron raja las potencias capitalistas. En el tratado McLane-Ocampo, cierto, México hacía ciertas concesiones a Estados Unidos, pero alejaba de su horizonte la pretensión estadunidense de quedarse con “el territorio de la península de Baja California y el derecho de vía perpetua a través del istmo de Tehuantepec”, según la historiadora Lilia Díaz. España, Francia e Inglaterra simplemente actualizaron las ambiciones de reconquista de la Santa Alianza tres décadas atrás.
Cuando tuvo lugar la nacionalización de la industria petrolera, básicamente en manos de las trasnacionales de Estados Unidos e Inglaterra, The Washington Post advertía que la osada acción de Cárdenas ponía en peligro las inversiones de Estados Unidos en México y podía implicar medidas vindicativas, además del impacto en la relación bilateral.
The New York Times se expresaba en la misma línea: la disposición del gobierno mexicano era una provocación que apuntaba a la disrupción potencial de los negocios de EU en México, y ponía el énfasis en el riesgo de tensiones diplomáticas y posibles acciones talionarias. El boicot a la plata mexicana en los mercados internacionales sería una de ellas.
En ambos casos, los conservadores del siglo XIX y los reaccionarios del XX se manifestaban como lo hacen periodistas difamadores, trumpistas locales, políticos resentidos, académicos incapaces de renovar su praxis, clérigos trasnochados y el intervencionismo del subdepartamento de Estado (OEA) del siglo XXI.
¿Todo parecido o semejanza con el presente es mera coincidencia?
Algo que es evidente y desde luego no puede soslayarse: la obligación y tarea de todos de vigilar el funcionamiento del nuevo Poder Judicial e irle a la mano a toda desviación que pueda haber en los servidores judiciales y en los próximos procesos electorales de 2027 para elegir a los que quedaron por participar en tal proceso.