Vecinos

VECINOS
Myriam Muñoz Maldonado

La mujer pegaba unos alaridos que daban miedo. Difícilmente podía conciliar el sueño, apenas dormitaba, cuando de golpe los lamentos frente a mí me asustaban.

    No evitaba mirar por respeto, para ser honesto, parte de mí sentía ese morbo de ver; pero era tal mi miedo que pensaba que si seguía el origen de semejante sonido, encontraría un suceso propio de una película de terror.

    Entonces enfocaba toda mi atención en mi mamá quien dormía plácidamente, ajena a lo que sucedía en la cama de enfrente; era extraño que el ruido no la perturbara, supongo que el medicamento y tal vez los rezagos de la anestesia lo impedían; en todo caso tenía suerte, porque mi madre era nerviosa y eso la hubiera asustado mucho.

    A diferencia de la mujer, mi mamá ya estaba bien; la iban a dar de alta a la mañana siguiente, incluso horas antes me platicaba muy animada sobre el nuevo edificio que se veía desde su ventana, justo al lado de los hospitales, de lo conveniente que sería para quienes vivieran ahí tener cerca un hospital que atendiera enfermedades delicadas y a un lado otro de maternidad justo frente a ellos.

    Pensé de nuevo en esa plática y aunque el edificio ya no se veía, porque ya era de noche, trataba de mantener mi mente ocupada y no escuchar lo que ocurría frente a nuestra cama.

    Aguanté sin voltear, pero de reojo vi como una de sus hijas intentaba controlarla y animarla; mientras que sus dos hermanos, miraban sin saber cómo ayudar. La enferma, con una fuerza descomunal, se enderezaba, tratando de bajar de la cama y seguía gritando, tan lastimero, tan fuerte, que retumbaba en el cuarto.

    Entonces busqué entretenerme con la lectura, no sé cuánto tiempo pasó, para mi era eterno; luego una voz familiar, pero débil me llamaba, mamá se había despertado; me hizo una seña para que acercara y al oído, con una voz queda, me susurró:

    – Hijo, esa gente de enfrente, les tengo mucho miedo, no los mires.

    Intenté calmarla y le dije que no pasaba nada, pero admito que, por alguna razón también les temía a todos, a la mujer y a los tres hijos.

    No me atrevía a verlos a los ojos porque me generaban mucha ansiedad; aún así no le dije nada a mamá para que no se preocupara y le aconsejé que volviera a dormir.

    Entonces me entraron unas ganas incontrolables de orinar, quién sabe qué hora de la madrugada era, lo que sí sabía era que estábamos en el 5 piso y los baños en la planta baja. Caminé por los pasillos solos, aparentemente todo estaba quieto, pero si uno ponía atención lograba distinguir quejidos, respiraciones agitadas y de dolor.

    Estaba muy nervioso cuando salí del elevador y caminé, primero por el interminable laberinto de los cuartos, luego todo un pasillo largo con paredes de cristal, afuera se veían las luces mercuriales y las calles solas.

    Los baños estaban al lado del área de urgencias y ahí era otro mundo, mucha gente, incluso acostada en el suelo, mucho ruido, un tránsito constante de enfermos y enfermeras entrando y saliendo; llegué más tranquilo al baño, al menos ahí ya no me sentía tan solo y por un momento me distraje.

    Ahí adentro lo escuché; tan cerca como si estuviera dentro de mi cabeza:

    “Aunque pase por el valle de sombra de la muerte, no temeré mal alguno, porque tú estás conmigo; tu vara y tu cayado me infunden aliento. Tú preparas mesa delante de mí en presencia de mis enemigos; has ungido mi cabeza con aceite; mi copa está rebosante.

    Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida, y en la casa del SEÑOR moraré por largos días.”
    Mi calma se acabó y salí aprisa del baño, no veía a nadie, ¿quién me hablaba?

    Cuando abrí la puerta de los sanitarios, vi a un pastor abrazado con una pareja; los tres tenían sus brazos entrelazados formando un círculo, el hombre rezaba, mientras la pareja se mantenía sollozando con la cabeza baja.

    Regresé al cuarto completamente afectado incapaz de volver a dormir y cuando parecía lograrlo, soñaba con la mujer de la cama de enfrente, con los pasillos solos, los sonidos de lamentos y del salmo 23.

    Minutos después se escuchó un fuerte grito; la mujer se enderezó. La vi de frente y ella me vio; por un momento todo para mi se oscureció excepto su cuerpo, vi su cara muy hinchada y desencajada, los tubos que salían de su nariz, sus ojos que casi salían de sus órbitas oculares ante la desesperación de no poder respirar, su boca abierta y sus gritos. Gemía, más bien jadeaba y no sé que más sonidos terribles salían de su boca. En vano la única hija que seguía ahí, intentaba controlarla, le preguntaba qué sentía, ella solo se quejaba y alcanzaba a exclamar:

    -¡Por favor!

    Llegaron varios doctores y enfermeras y se la llevaron rápidamente de ahí. La hija se fue tras la camilla llorando.

    Luego de ese momento, todo fue silencio; poco después, dos personas llegaron y mientras arreglaban la cama las escuché decir entre ellas que la mujer no lo había logrado.

    Mamá volvió a dormir cuando le inyectaron un calmante; yo, pese a que ya todo estaba tranquilo, no lograba descansar, en parte sentía tristeza, en parte tenía nervios, una cantidad de emociones que me asustaban. Me preguntaba, por qué mi madre y yo les tuvimos tanto miedo? Sería el temor de tener tan cerca la muerte?

    Al día siguiente dieron de alta a mi madre, toda la familia estaba esperando y la recibieron contentos; ella ya no se acordaba de la advertencia que me había hecho anoche o al menos ya no la mencionó. Todos la abrazaban y reían, mientras yo miraba a mi alrededor cansado y con una cierta desesperanza que no podía explicarme. A mamá se la llevó un hermano. Me dispuse a irme a casa con mi esposa y alejarme lo más que pudiera.

    Salí sumergido en la desesperanza, sólo me llegaban imágenes de dolor y tristeza; vi de frente aquel edificio de departamentos, ese del que mi madre y yo habíamos hablado el día anterior; le dije a mi esposa:

    Ese edificio no me gusta, no entiendo cómo las personas pueden vivir en un lugar que está tan cerca de la muerte.

    Mi esposa me miró, volteó a ver el otro edificio, el de maternidad y respondió:

    Supongo que les consuela saber que al lado exista este otro tan lleno de vida

    Miré al hospital materno, el auto giró y se fue alejando de todo aquello, mientras a mí sólo me quedaba aferrarme a la imagen de la maternidad, ahí donde la vida nace; a cuneros y llantos de bebés.

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