Monterrey.- Vengo de un tiempo pasado muy duro y sin margen para mejorar las condiciones de subsistencia. Como Profe rural caminaba diario doce kilómetros (ida y vuelta) sobre el suelo congelado en invierno o bajo el sol a plomo en verano. No tenía mucho a quien culpar. ¿Al gobierno? El ogro benévolo me había dado una plaza de trabajo, un modo de vida, el mismo gobierno infame también mantenía un estado de cosas inadmisible donde unos pocos se enriquecían obscenamente mientras que allá en los ejidos no tenían ni agua para beber.
Allá me nació la conciencia política, la imagen del otro con carne y huesos a quien había que tratar con respeto y dignidad. Yo me sentía rico con mi puntual sueldito mermado por las crisis sistémicas. Pero remontado en las cañadas aquel dinero no servía de mucho porque no había ni dónde gastarlo. Lo enviaba casi íntegro a mi familia que, acá en la pujante Monterrey, la pasaba peor que yo. Yo era un privilegiado en aquel entorno de carencias extremas, yo, un chico humilde de los cinturones de miseria urbanos. Servicio de electricidad ni soñarlo siquiera, en aquellos desiertos. Mucha falta hacía para hacer funcionar una clínica que viera por aquellos chiquillos llenos de parásitos, ronchas y hambre.
A mi aula llegaban niños de seis años con un grado de desnutrición avanzado, siempre enfermos de tos, cubiertos con harapos, y así bajo cero, a oscuras, hacían ellos el esfuerzo de aprender a leer y contar y yo de enseñarles algo. Vi que compartían lo poco que tenían entre todos. Pugnaban porque a la hora de recreo yo fuera a sus chozas a tomar café negro y calentarme en sus fogones, comer gorditas con sus madres flacas como palo de escoba. Yo era alguien muy grande desde su punto de vista. Yo me sentía apenas un chamaco soñador que dio de bruces contra la realidad pelona.
La lucha que me propuse para cambiar el régimen de abismos sociales intolerables comenzó allá, remontado en la sierra, puntualmente a las siete de la mañana, feliz entre la escarcha, siempre el primero en llegar a la escuelita rural. Por las tardes leía mucho, autores comunistas sobre todo. Mi cabeza llena de consignas políticas de izquierda me ayudó a soportar las inclemencias. Por mí me hubiera quedado en las montañas, donde más me necesitaban. Pero tenía que avanzar en mi formación académica. Pedí mi cambio al área metropolitana. Siempre me he arrepentido de esta decisión. Nunca me he adaptado a vivir entre gente quejumbrosa, egoísta, competidora, gandalla. Junté dinero, me hice de un terreno en una zona de alta marginación rural, a donde escapo cada vez que tengo ganas de oxigenar mi alma con un poco de humanidad.
Por qué cuento todo esto. No lo sé. Quizás porque el frío de estos días me recuerda que a siete bajo cero, entre amenazas de cortes de energía, extraño mucho jugar a las canicas con aquellos niños descalzos que corrían a convidarme unas virutas de su lonche con una sonrisa de oreja a oreja. No tenía caso rezongar contra el mal gobierno del PRI, no había nada qué esperar de los candidatos del PAN, donde no existía más oposición que dar la espalda a las rachas de viento helado que bajaban de las cumbres nevadas.
Pocos me lo creen, otros me dirán que romantizo la miseria. Me hice un radical en lo político, un misántropo que vive entre libros que los faramallosos citadinos, desde sus burbujas de mayor o menor comodidad, apenas toleran.
Solo quien ha vivido esta clase de experiencias entenderá de qué estoy hablando.