Coro2310

El desaprendizaje tras el 8M
Luciano Campos Garza

Monterrey.- Nunca antes me había sentido tan incómodo en la cobertura de una marcha. Tengo más de tres décadas de reportero y he cubierto numerosas protestas públicas, algunas en las que ha habido incluso, episodios de violencia, pero en ninguna tuve una sensación de desamparo tan pronunciada como la del pasado domingo 8 de marzo del 2020, en el centro de Monterrey, a la que asistieron más de 15 mil mujeres.

     Nadie me agredió, no fui violentado de ninguna manera, pero el entorno me instaló la idea de que trabajaba en condiciones adversas. Y, al final, regresé a casa transformado. Sin darme cuenta, esa tarde tuve un perturbador desaprendizaje.

     Llegué a la Macroplaza poco antes de las 16:00 horas. Cuando ingresé en la Explanada de los Héroes fui agobiado por una inexplicable inquietud. Pronto lo entendí: me di cuenta de que estaba casi solo entre miles de mujeres. A la vista no había ningún varón. Me adentraba en un bosque oscuro y desconocido, en el que me acechaban sombras atemorizantes. Me armé de valor y caminé entre coros de animadas mujeres, la mayoría chicas veinteañeras, que me miraban con extrañeza. Vestían, en su mayoría, de negro y morado. Me dijeron, con los ojos, que invadía su espacio. Avanzando con cuidado, me encontré con una amiga activista a la que le pregunté si me era permitido estar ahí y me dijo que sí, siempre y cuando siguiera las reglas que ellas habían establecido. Aliviado, anduve con más soltura, y me instalé cerca de un sitio donde había un performance de chicas que se quejaban del patriarcado, el machismo, las violaciones, la prohibición del aborto y otros temas recurrentes en la convocatoria.

     “El que no brinque es macho”, corearon, a una voz, saltando a mi alrededor. No sabía qué hacer. Una chica me miró con simpatía y le dije: “Creo que tendré que saltar”. Me sonrió condescendiente y me sentí tonto. Poco después, vi una muchacha con una plasta de maquillaje rojo, en forma de mano, sobre su boca. Ahí sí podía ella expresar, con soltura y respaldada, que representaba la forma en que los hombres han puesto su impronta violenta sobre las mujeres. A su lado estaba una mujer encapuchada. Les pedí permiso para tomarles una foto. La beduina me dijo que no, que no estaba permitido. Bajé la cámara, sintiéndome todavía más incómodo y confundido. No estoy acostumbrado a que me impidan tomar gráficas. Por lo general, ignoro a quien me lo demanda, pero esta vez era diferente. Nada se parecía al pasado. En estas nuevas reglas tenía que obedecer, mínimo por decencia. Me encaminé luego hacia la cabeza de la marcha, donde el contingente se apresuraba a partir. Como hago siempre que me apresto a escribir una crónica, caminé alrededor, buscando imágenes pintorescas, singulares, reseñables. Curioseaba entre las filas, y una mujer con chaleco verde, con el que se identificaron las encargadas de seguridad, me dio indicaciones: si iba a cubrir el acto tenía que colocarme enfrente, atrás y a los lados, nunca en medio. Igual, acepté las reglas del juego, pero me sentía cada vez más copado. Inició la caminata. El contingente avanzó lento, pero en el aire se sentía una carga de energía descomunal. Era como un tren imparable que se movía a vuelta de rueda. Mujeres policías de Fuerza Civil y de Tránsito de Monterrey hacían, simbólicamente, la vigilancia. Pero, en realidad, las que daban las órdenes eran las de verde.

     Admirado, veía melenas que se agitaban como penachos sobre el asfalto, cuando me encontré, de pronto, con el contingente de mujeres denominado Cuerpas al Aire. Al frente estaban un grupo de 18 chicas topless, con el rostro cubierto. Hacían bulla y, entre saltos y gritos, proclamaban el fin del patriarcado, la muerte del machismo, la salvación de todas las mujeres a través de su irreductible solidaridad. Levanté la cámara para videograbar, pero dos segundos después se me atravesó una chica, poniendo las manos en la lente: “Está prohibido”, sentenció. Apenas iba a decir algo cuando una mujer policía, me pidió de favor que me abstuviera de grabarlas. Su tono era de camaradería. Y me ofreció, como solución, que captara a las chicas desnudas desde atrás del contingente, para que se vieran solo sus espaldas. Desde ahí me coloqué y comencé a grabar. Claro que entre los saltos giraban y las tomé completas y de frente. Percibí miradas de reproche, por mi atrevimiento. Un minuto después desistí y me coloqué frente a este grupo. Las chicas semidesnudas tenían leyendas en sus pechos. Me ocupé de escribir sus proclamas vindicadoras. En eso estaba cuando una muchacha, rondando los 20 años, se me aproximó para informarme que había un contingente, más adelante que podía ser de mi interés. “¿Me estás corriendo?”, la encaré. Me dijo que no, que solo era una sugerencia. Pero sus ojos verdes me hicieron sentir morboso, mirón, lúbrico, libidinoso, por estar viendo a sus compañeras en cueros. Me di cuenta de que ella sentía más pena por la exhibición, que las chicas que mostraban su cuerpo. Por eso me pedía que me retirara, que no siguiera viendo ese espectáculo nudista, inusual en la ñoña capital de Nuevo León. Sin dejarse intimidar, me preguntó qué hacía. Le expliqué lo de las leyendas en la piel. Me pidió permiso para ver lo que escribía. Le mostré la hoja. A los garabatos de los reporteros solo los entiende quien los escribe, así que echó una ojeada a mi libreta, sin saber muy bien qué escudriñar y se retiró. Yo también me retiré, sintiéndome sucio por haber visto las Cuerpas. El día estaba nublado, pero me sofocaba.
Continué la marcha incordiado. Qué chasco me estaba llevando en ese día histórico para México. No estaba accediendo al goce cívico de la gran manifestación. Una chica grafiteó el símbolo de Venus en una pared y cuando me aprestaba a tomar fotos fui bloqueado con pancartas. Todas se sincronizaban.

     Cerca de las 18:00 horas las mujeres llegaron a la Explanada y se leyeron pronunciamientos. Desde lo alto de la escalinata que da acceso al Palacio de Gobierno, había varias que hablaban al micrófono. Yo me encontraba a un lado de las oradoras, con otro compañero reportero. Era impresionante la concentración. Nunca antes Monterrey, en sus más de cuatro siglos de fundación, había visto reunidas a tantas mujeres en sus calles del Centro. Y de pronto, una de las encargadas de seguridad me rompió el hechizo: “Hágase más para allá, por favor”. Me moví un poco, aunque tenía la grabadora extendida, según yo, a prudente distancia. Pero inmediatamente se me acercó otra y me pidió que me moviera más. Le pregunté que a dónde y me dijo: hasta allá. Me pedía que me retirara del sitio de las oradoras. Irritado, la cuestioné con tono duro. Le pregunté que quién era para ordenarme eso. De inmediato me arrepentí. Me di cuenta de que la había lastimado. Segundos después, regresó con otra chica de seguridad, quien de buenos modos me pidió que me alejara. Luego, la agraviada le explicó a su compañera lo que le había dicho. En ese instante le ofrecí disculpas, pero en su mirada había resentimiento. Me dijo que no tenía por qué enojarme y le di la razón. Le reiteré mis disculpas y me moví de sitio. El evento finalizaba. La mancha morada comenzaba a disolverse en la Macro.

     Cuando bajaba por las escaleras hacia la Explanada tuve la epifanía. Fue como si me encendieran un poderoso faro que me encegueció con un resplandor de verdad: me había equivocado. Toda la tarde actué erróneamente. Hasta ese momento, entendí que el evento era de ellas, y que debí mostrar más recato, discreción, empatía. La marcha ahí y en todo México era un reproche hacia los hombres. Se declaraban hartas de la prepotencia. Entendí mi molestia, pues por vez primera trabajé en una marcha en condiciones adversas, aunque terminé por entender lo que tienen que pasar las compañeras reporteras cuando van a caminatas en las que hay, mayormente, hombres. La regué, porque debí abstenerme de grabar a las chicas desnudas, a las grafiteras, a las transgresoras. Era su tarde, su momento. Tenían el control y debí cederles la iniciativa. Debí entender a la chica que tuvo un rapto de pudor al verme frente a sus pares, desnudas en la calle, que llamaban la atención de un problema que no debiera de existir, como es, precisamente, el de la demanda de un trato igualitario que no existe, y que es regateado por nosotros. Torpemente, había asumido la eventualidad como cualquier otra, y la cubrí rutinariamente, sin contemplaciones. Para mi comportamiento no tengo excusa, si acaso explicación: el suceso era inusual. En un mundo dominado por hombres, en las coberturas informativas los varones reporteros actuamos con mayor iniciativa. Estamos habituados al trato rústico y rasposo que prevalece en las marchas, y estamos a tono con los picos de agresividad que de repente surgen. No pude revertir, en una tarde, la inercia de años en el oficio y, como lo hago rutinariamente, me acoracé emocionalmente para ganar la nota.

     Me queda, de la experiencia, el aprendizaje. Reconozco mi pifia como catarsis y expiación, pero también como crecimiento personal. Pero solo siento culpa. Por mi falta de asertividad, la cuota que pago es de pena. Muchas de ellas, en cambio, han saldado el aprendizaje con su vida, y el atrevimiento con un envés, un insulto, el ultraje impune. Afortunadamente, el tiempo ha cambiado. El movimiento feminista avanza en el mundo, pero yo me encuentro rezagado. Debo apurar el paso.