GOMEZ12102020

El eufemismo de la juventud acumulada
Ismael Vidales

Monterrey.- Frente al espejo, cada mañana, con el cuerpo adolorido, la piel arrugada, el pelo escaso y los ojos sin brillo inicia el día el anciano, sobreviviendo a la agresión de los años, las enfermedades y la escasez de sueños e ilusiones. Estaba escrito: así habría de ser y así es.

De acuerdo con el Génesis, Matusalén murió a los 969 años; Jared, los 962; Adán, a los 930; Set, a los 912; Cainán, a los 910; y Enos, a los 905. Hoy de acuerdo con el Inegi, la esperanza de vida en México es de 74 años para los hombres y 76 para las mujeres. Los demagogos dicen a la vejez “la tercera edad”, “juventud acumulada”, pero estas cualificaciones son desmentidas por la realidad. Sin embargo hay que confiar en que se cumpla la sentencia bíblica: “entonces dijo Jehová: No contenderá mi espíritu con el hombre para siempre, porque ciertamente él es carne; pero vivirá 120 años” (Génesis 6:3).

En teoría, la longevidad de la especie humana está determinada biológicamente, por lo tanto, de nada sirve dejar de fumar, hacer ejercicio, comer nutritivamente, nada se puede hacer contra estas determinaciones biológicas, salvo ignorarlas y vivir cada cual a su manera (diría Paul Anka).

La presunta experiencia que debiera acompañar la vejez, es mentira, en esta sociedad ya no hay mercado para los viejos, la realidad es que diariamente nos la rifamos entre la vida y la muerte, la dignidad y la indignidad; el dolor y el puñado de tabletas e inyecciones; el Facebook y la soledad.

El progreso ofrece muchas prótesis para vigorizar los sentidos y los órganos debilitados por la edad, pero esta compasión material no puede neutralizar la necesidad de afecto; ser atendido no es lo mismo que ser amado y respetado.
La realidad es que la vejez ya no es, como en el pasado, el reino de la sabiduría conquistada durante una vida de estudio y trabajo. La realidad es que el anciano no ama el futuro, sus ojos miran entre borrascas el pasado, porque allá es donde no sufre ni se desmorona su autoestima, allá es donde no hay cosméticos que oculten la obscenidad de su figura desdibujada por los años.

La vejez es un páramo desolado donde se sufre el cansancio generalizado; donde el corazón funciona asistido por el marcapaso y en vez de latir por el amor y las ilusiones bombea trabajosamente en un calendario de inutilidad; la ancianidad ni siquiera es dueña de un cuerpo que demandaría discreción, pudor y dignidad, es simplemente un grotesco performance de jeringas, radiografías y demás rastreadores de signos vitales cada vez más escasos.

La juventud prometida por la ciencia y engañosamente promovida por las medicinas milagrosas, perversamente alimenta los apetitos carnales, ofreciendo viandas que no se degustarán, porque la realidad confronta la impotencia del cuerpo vs la incontinencia del deseo, esta es la ironía: la abundancia de pasiones atrapada en la depresión senil.

El tiempo, ese jinete apocalíptico que cabalga sobre nuestra piel y que tarde o temprano nos derribará, es despiadadamente agresivo, pero así tiene que ser, qué le vamos a hacer, excepto rumiar la sentencia de Levítico 19:32 “Ponte de pie ante las canas y honra el rostro del anciano”.