GOMEZ12102020

Préstame tu Máquina del tiempo
Empaques Mercurio
Aureo Salas

Monterrey.- Anduve vagando colonia por colonia rentando casa cuando recién vivía en Monterrey. Yo no quería estudiar, quería trabajar para ayudar en la casa. Me decían que tenía que estudiar para defenderme en la vida, pero como buena adolescente, no hice mucho caso. Una mañana desperté, me asomo por la ventana y que pego un gritote. Tenía 20 años.

―¡Está nevando!

―Muchacha, ¿qué estás haciendo? ―me dice mamá.

Estaba cayendo nieve, pero no de limón ni de fresa, sino naturalita. Ese mismo año, 1967, me puse a buscar trabajo. No sabía que con el tiempo esa nevada se volvería histórica.

Y por ahí del 14 de marzo, mi prima Kika me dijo que estaban ocupando en una fábrica de cartón en San Nicolás de los Garza que se llamaba Empaques Mercurio. Por aquellos lugares estaba también una fábrica llamada Hebiboit, otra que era la Jabonera y estaba la Galletera Mexicana. Así que fuimos y nos contrataron.

La fábrica estaba en la colonia Nogalar y el camión ruta 52, que pasaba por Felix U. Gómez, nos llevaba hasta allá. El camión te dejaba en el cruce de Nogalar Sur y la vía a Matamoros o podías bajarte hasta Cuprum. No había nada en los alrededores, solo la colonia y mucho monte. Cuando entré, no niego que me dio cierto temor, el lugar se veía muy oscuro. Había muchos pedazos de cartón en las paredes y las máquinas le daban un aspecto muy frío. Creo que, por el cartón, había en el lugar tarántulas y alacranes. Ese día no había luz en la fábrica y don Juan mencionaba a cada rato que no tardaría en llegar. Para no perder el tiempo nos pusieron a ensamblar divisiones.

Y ya como a las once llegó la luz y seguíamos esperando algún quehacer. Había una maquina sola, la rayadora, así que fui a ella, la limpie y le eche aceite.

Ya después me dijo don Juan que esa máquina era de él y solo él la manejaba. Que la usaba para que no tuvieran errores las cajas.

―Ahorita me vas a ayudar a limpiar los clichés de la impresora ―me dijo don Juan―. ¿Sabes leer? ¿Contar? ¿Las medidas del metro? ¡Muy bien! Bueno, mañana te traes una libreta y te enseño a usar esa máquina. Ya te vi… eres vivilla.

Así me decía papá, vivilla desde chiquilla. Es algo extraño ver cómo cambian las cosas, antes solo bastaba saber leer y escribir para progresar en un trabajo. Al día siguiente llevé la libreta que me encargaron y don Juan me dijo:

―Aquí han estado dos personas, pero no la hicieron.

―Pues lo voy a intentar ―le respondo segura.

Como quiera sufrí en esa fábrica, y también me divertí, como en cualquier trabajo. Algunas me tenían envidia y me mandaban quitar cartones con arañas, donde me llevaba sustos de muerte. Otras veces me querían tumbar con las cajas. Ya cuando me dieron la máquina, me las cobré y también les hice mis travesuras. A veces don Juan me pedía muestras de cajas y las hacía, con medidas para treinta vasos. Ya luego me enseñé a cortar, grapar, troquelar y me estaba enseñando a la impresora.

A los pocos días entró un muchacho y empezó a ver las maquinas. Hasta el final estaba la rayadora (mi maquina) y el viene caminando con sus manos por detrás y, cuando ya está cerca, se me queda viendo y se sorprende, me mira fijo y nos quedamos viendo. Y como que él quiso sonreír, pero lo ignoré. Esa vez él traía una camisa azul rey y el pelo corto. Y desde entonces platicaba conmigo hasta que tomaba el camión cuando salía del trabajo.

Cuando me subía al camión a veces el ya venía arriba. Y mi prima, con esos celos y desconfianza de adolescente, me decía que no le hiciera caso.

―No quiero que te sientes con él

―¿Y por qué no?

―Porque no quiero… sino me voy a bajar antes que tú del camión.

―Pues bájate.

Y, siempre que pasaba, ella se bajaba antes.

Recuerdo que antes de salir de trabajar, al medio día y antes de comer, me metía al baño como diez minutos y me arreglaba para salir de la fábrica. Y el pasaba por ahí cantando la canción: Tu y las Nubes. “Ando volando bajo… mi amor está por los suelos”. Ya cuando salía estaba el en la esquina y al pasar ya me estaba esperando. Él vivía ahí, en la colonia Nogalar, en su casa había marranitos, gallinas,
palomas, patos. Que, por cierto, su mamá le vendía patos a la que fue la primer Siberia. Era el más grande de todos sus hermanos y era quien sostenía a la familia. A mí me gustaba pasar por la calle donde él vivía y ver hacia su casa, por mera curiosidad, porque tenía tres turnos, andaba de noche, tarde y día y a veces no lo veía. Entonces su hermano, el más chico y que tendría como tres años, cuando me miraba, gritaba emocionado: ¡Ahí viene la novia de Agüellooo! Aunque en ese entonces no éramos novios todavía. Un día, detrás del niño salió su hermana Alejandra, al día de hoy me sigue diciendo cuñada.

―¿Tú eres Gela? ―me preguntó Alejandra con una mirada de emoción, se veía que eran demasiado sencillos y por alguna razón, me miraba con admiración.

―Si ―le respondí.

―Ven… Pásate… ¡Ándale, pásale!

Entré y no hallaba donde sentarme. Ella, sin empacho, fue por un baño de lámina y lo puso boca abajo para que yo me sentara.
―Siéntate aquí, mira. Y platicamos un rato.

Comenzamos a platicar. De pronto entró un pato persiguiendo a un cócono y un perro ladrando detrás. Yo no sabía para donde hacerme. Alejandra se rio por mi reacción y me dijo:

―Ven te voy a enseñar los animales de mamá.

Era una casa algo triste, un tejabán de dos aguas con techo de lámina de cartón. De ahí pasamos a la cocina, que tenía una puerta muy chiquita para salir al patio. Uno tenía que agacharse mucho para salir por ella, pues se me atoró la cabeza con el chongo que traía. Nomás sentí el jalón y que pego un grito. Alejandra y yo estuvimos esa tarde a risa y risa.

Ya cuando nos hicimos novios, él se salió de Empaques Mercurio y entró a trabajar a Peerless Tisa. A veces yo me iba temprano para verlo en la mañana. Entraba a las ocho, pero para las siete ahí estaba, le llevaba taquitos de lonche y bisquets con mantequilla. Ya luego llegaba yo a la fábrica y me ponía a jugar voleibol esperando mi hora de entrada.

Había veces que salíamos un poco tarde, como a las ocho o nueve. No podíamos salir más tarde porque estaba muy oscuro en los alrededores. No había nada, no había luz mercurial. Así que, cuando había mucho trabajo, nomás pardeaba y nos daban la salida. Y nos íbamos compañeros y compañeras hacia la avenida Nogalar Sur por lo que ahora es la calle Futuro Nogalar, hasta Fanal, que estaba en la vía a Matamoros. Pero antes no era calle, era una vereda cercada por una valla de alambre de púas. Recuerdo que de repente el camino se llenaba de luciérnagas y como niños nos poníamos a perseguirlas. O si no, nos enganchábamos todos de los brazos y nos íbamos cantando hasta la avenida la canción de Leo Dan: “Por un caminito, yo te fui a buscar, muy lejos caminé y al fin yo te encontré”. En uno de esos días, mientras perseguíamos luciérnagas, recuerdo que me fui de bruces debido al ímpetu con el que las seguía y se me rompieron las medias de las rodillas.

―Las luciérnagas que atrapen dénselas a Gelita, porque se cayó ―dijeron mis amigos entre carcajadas interminables en medio de aquel camino de tierra. Fue una bonita época.

Enfrente de Empaques Mercurio, fuera de un terreno cercado, había un estanquillo, la dueña se llamaba Juanita y a veces le compraba un francés y un chile jalapeño, el cual era mi almuerzo. Ya para ese entonces eran otros mis compañeros de trabajo. Un día la señora Juanita me dice:

―Gela, te vendo una marranita pinta, color café con manchas negras.

―Y yo para que quiero una marranita, ¿dónde la voy a poner? Mamá me va a correr de la casa con todo y marrana…

En eso llega Santiago, uno de mis compañeros, y dice:

―¿De qué marranita hablan?

―Pues le digo a Gela que le vendo una marranita y me dice que no ―dijo Juanita―, porque no sabe dónde la va a poner…

―A verla, ¿dónde está? ―preguntó Santiago con curiosidad.

―Aquí la tengo ―dijo Juanita―, adentro del estanquillo.

Santiago metió medio cuerpo por una de las ventanas del estanquillo.

―Mira, ¡está bien bonita¡ ¿En cuánto la da?


―¡Treinta pesos!

―Échemela a la bicicleta ―dijo Santiago.

―No, ¿a ti por qué? ¡Se la estoy vendiendo a Gela!

―Pues yo se la voy a llevar a la casa del Vietnamita ―Santiago le decía Vietnamita a mi novio porque trabajaba en Peerless Tisa y ahí hacían bombas… bombas de agua―. A ver Gela, vamos a llevar a la marranita con la mamá del Vietnam.

Y Santiago cargó con la marranita en la bicicleta.

―Déjeme la convenzo para que se quede con ella ―le dijo Santiago a Juanita.

―¿Y qué le voy a decir a la señora cuando llegue? ―le pregunté a Santiago cuando íbamos en camino con la marranita.

―¿Pero si la vas a querer

―Si.

―Bueno, déjamelo a mi

Ya cuando llegamos, Santiago dijo en voz alta: “Buenos días tenga se merced”. Y salió la señora Epigmenia Pérez, que después se convertiría en mi suegra. Santiago le dijo que me habían regalado la marranita y que no hallaba donde dejarla.

―Aquí déjenmela, yo la cuido… a ver cómo le hacemos ―dijo la señora, con esa amabilidad que siempre le reconocí.


―Yo después le junto cosas para la comida ―le dije apenada.

―Por comida no te preocupes, aquí con la de los demás animales debe de tener ―me dijo la señora Epigmenia con una sonrisa gentil.

Y ahí se quedó la marranita hasta que creció. Y años después, cuando me casé, esa marranita (ahora ya demasiado grande) fue la que se sirvió de banquete en la boda. Ahora el lugar está muy cambiado. Parece mentira que toda esa parte de San Nicolás de los Garza estuviera deshabitada. Miras como está ahora y no crees que estuviera tan solo, sin luz, con caminos de tierra y alambradas de púas. Pero así cambian las cosas.