GOMEZ12102020

TIRO DE ESCOPETA
El cerebro de Einstein
Ismael Vidales Delgado

Monterrey.- El 18 de abril de 1955, a los 76 años de edad, falleció Albert Einstein. Tras su muerte fue incinerado pero sin su cerebro, ya que cortado en láminas fue sustraído por el patólogo Thomas Harvey. Cuando escuché por primera vez la historia del cerebro de Albert Einstein, pensé que era una leyenda urbana, pues era demasiado rara para ser cierta, así lo recuerda Michael Paternini, autor de “Paseando con Mr. Albert: un viaje a través de EE.UU.”

      De esta forma Harvey, pasaría a la historia, pero no como médico sino como ladrón. En menos de un día, el cadáver de Einstein fue incinerado, sin cerebro, en una ceremonia privada a la que asistieron sus familiares y amigos más allegados ignorantes del robo. Las cenizas del científico fueron arrojadas en las aguas del río Delaware, cumpliendo su expreso deseo: “Quiero que me incineren para que la gente no vaya a adorar mis huesos.”

     Thomas Harvey alegó que la extracción del cerebro no había sido un “robo”, sino un acto “en nombre de la ciencia”, ya que serviría para poder estudiar uno de los cerebros más singulares y extraordinarios de la historia moderna de la humanidad. Harvey se las ingenió para convencer a Hans Albert, hijo mayor de Einstein, para que le dejara conservar el cerebro de su padre, y se comprometió a utilizarlo sólo para fines científicos.

     El Hospital de Princeton se enteró del acto y de inmediato despidió a Harvey, pero este se llevó el cerebro diseccionado en 240 trozos a la Universidad de Pennsylvania, que lo acababa de contratar. Posteriormente creó doce juegos de 200 diapositivas, que contenían muestras del tejido cerebral del genio y se las envió a algunos investigadores. Luego dividió las piezas en dos recipientes con alcohol y se las llevó a su casa para esconderlas en el sótano. Harvey contactó a varios neurólogos de todo el país, ofreciéndoles trozos del cerebro de Einstein, pero nadie aceptó. Harvey tocó fondo. Su mujer lo acusó de obsesionarse con el cerebro y acabó por abandonarlo, dejándolo solo y en la ruina más absoluta. Posteriormente, algunos neurólogos aceptaron estudiar las muestras, pero su conclusión fue que el cerebro que Harvey les había mandado no era muy distinto de un cerebro normal, ya que el peso del mismo, 1.230 gramos, era incluso inferior al del rango normal para un hombre de la edad de Einstein.

     Harvey, obsesionado, comenzó un increíble viaje a través del país transportando pequeñas muestras del cerebro de Einstein en la cajuela de su automóvil. El ejército estadounidense se puso en contacto con él para que les entregara el cerebro, pero Harvey desoyó la oferta. En ese tiempo estaba por terminar la guerra de Vietnam y del escándalo Watergate, y lo del cerebro de Einstein se olvidó por completo. Pero en 1978, el periodista Steven Levy, del New Jersey Monthly, entrevistó nuevamente a Harvey, quien trabajaba como supervisor médico en un laboratorio de pruebas biológicas, y le preguntó si aún tenía el cerebro de Einstein; y este contestó: “Lo tengo guardado en mi casa, en una caja de sidra que guardo debajo de un enfriador de cerveza.”

     La entrevista fue conocida por la neuróloga Marian Diamond, quien solicitó a Harvey un fragmento del cerebro que tan celosamente guardaba. La neuróloga analizó la muestra y en 1985 publicó un estudio en el que sostenía que el cerebro de Einstein tenía más células gliales por neurona que una persona normal. La historia fue publicada por la revista Science, y llegaron muchas solicitudes de fragmentos del cerebro que cortaba con un cuchillo de cocina y Harvey las enviaba por correo en frascos de mayonesa vacíos. La cadena BBC emitió un documental donde se veía a Harvey, deambulando por el sótano de su casa con un frasco de mayonesa en la mano y cortando una pieza del cerebro de Einstein en una tabla de quesos con su cuchillo de cocina “especial”.

T.    homas Harvey murió el 5 de abril de 2007, a los 94 años de edad. Los fragmentos que aún conservaba del cerebro de Einstein fueron a parar a sus herederos, que tres años después los donaron al Museo Nacional de Salud y Medicina del Ejército de Estados Unidos.