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Aquella era una mujer solitaria, la única habitante de un planeta lejano.
En él todo era suspiros, ideas y pensamientos, mismos que flotaban alegremente en una atmósfera densa, fluyendo en armonía con el temperamento de ella.

Un día, mientras la mujer recolectaba suspiros, vio descender del cielo color magenta, un extraño objeto blanco y metálico que se posó suavemente en el suelo, justo frente a ella.

La mujer lo estudió por todos lados buscando alguna señal de acceso y encontró una marca casi imperceptible que había justo en medio del objeto, una marca que embonaba con la forma de su mano, pero que estaba diseñada para seis dedos y que, a su contacto y con un apagado sonido de maquinaria en movimiento, se abrió por completo, como una estrella de mar que se extendiera sobre la arena.

La mujer se sorprendió pero no pudo evitar colocarse en el centro de la estrella, que en cuanto sintió su presencia cerró sus tentáculos metálicos sobre ella.  Cayó entonces en un sueño profundo, del cual despertó cuando se sintió observada: había unos seres a su alrededor que la mantenían recostada sobre una superficie fría y dura, todos muy parecidos entre sí, más o menos hechos a su imagen y semejanza, aunque con rasgos un poco más toscos y de tonalidades de piel muy variadas, desde el claro más puro hasta el oscuro perfecto. Además tenían cinco dedos en cada una de sus manos, mientras ella contaba sólo con cuatro, amé de que era tan incolora que casi se transparentaba.

Observó lentamente a cada uno de ellos, tratando de entender cómo podían parecerse tanto a ella y a la vez ser tan diferentes. Eran unos seres extraños, le causaban miedo y curiosidad; eran…, eran…, no sabía qué palabra se usaba para designar a esos seres, quienes la observaban con asombro y atención.

¡Eran hombres!, pero ella no lo sabía, ya que jamás había conocido a ninguno, acostumbrada a su vida solitaria de suspiros, ideas y pensamientos. Quizá en algún momento de ensoñación lo habría presentido.
 
El caso es que estos (seis) hombres comenzaron a tocarla; primero muy suavemente, podría decirse que con reverencia, quizás también (por qué no) con algo de miedo.

Pero poco a poco fueron tomando confianza, se repusieron a la sorpresa, pues ellos sí habían estado antes con visto mujeres, aunque ninguna tan especial y transparente como aquella.

Cada vez tocaban y acariciaban con mayor libertad, todas las manos a la vez; unas recorrían sus piernas, otras sus brazos, otras más la suavidad de su cabello transparente y la curva de sus senos, cuyos pezones brillaban y titilaban como estrellas, mientras que los más atrevidos ya estaban acariciando sus partes más húmedas y secretas.

La mujer seguía sin saber qué pasaba, pero a estas alturas ya no le importaba. Oleadas de calor le recorrían la piel y el rubor le teñía las mejillas antes incoloras. No sabía por qué, pero ecos de voces extrañas se mezclaban en su mente y le susurraban que aquello no era correcto, que corría peligro, que tenía que parar, detenerse y detenerlos.

Pero era imposible: los hombres ya se habían desnudado, estaban enloquecidos, jamás habían sentido esa urgencia, ese latir salvaje de la sangre en sus venas. Sus miembros temblaban de impaciencia y uno a uno fueron copulando con ella. La mujer gemía quedamente, gemía y suspiraba; luego empezó a bramar con fuerza, lanzando grititos roncos y entrecortados, que venían desde lo profundo de su ser. En repetidas ocasiones sintió que su cuerpo se volvía fuego líquido, a punto de explotar y volar en mil pedazos, para luego quedar justo en el mismo lugar, de una pieza, pero temblando incontrolablemente, presintiendo que vendría una nueva explosión y otra y otra más.

Por sus piernas escurrían líquidos profusamente, de ella y ellos, y empezaba a sentirse al borde de un abismo, como si todo a su alrededor fuese a desaparecer con la siguiente de sus explosiones.

Cuando el último de ellos terminó exhausto y cayó al suelo, la mujer cerró fuertemente las piernas y se dobló sobre sí misma, girando hasta quedar en posición fetal, al mismo tiempo que lanzaba un aullido grave, profundo y doloroso, que resonó en el universo y lo abarcó todo, envolviéndolo en una gran onda expansiva. Los hombres ensordecieron y se recostaron por el suelo en posturas inverosímiles, como si fueran de trapo.

Mucho tiempo después, la mujer se levantó muy despacio y caminó lentamente hasta el artefacto que permanecía abierto, como estrella de mar sobre la arena; se detuvo un poco antes de posar sus pies en su centro y giró la cabeza para observar por última vez a los mortales.

Jamás podría quedarse al lado de ellos, ya que una vez que recuperaran su fuerza y el dominio de sus emociones, no se pondrían jamás de acuerdo sobre la fijación absurda de a quién pertenecería el derecho de poseerla. Ella podía ver, con su recién descubierto poder telepático, cómo todos desde ese momento se sentían sus únicos dueños y cómo en sus pensamientos se repetían una y otra vez que jamás volverían a compartirla: “Ella será mía y sólo mía”, se decían a sí mismos y enumeraban las razones para ello: “Yo tengo dinero y poder” pensaba uno; el otro se decía: “Yo soy guapo y muy bien dotado”; otro más elucubraba: “Yo le endulzaré el oído con bellas y dulces palabras”; y otro, que todavía no evolucionaba, estaba convencido de que golpearla y humillarla de vez en cuando, sería la mejor manera de hacerla entender que él era su único dueño y nadie más. Punto.

Ella los observó con tristeza, porque le atraían todos, bueno, con excepción, por supuesto, del golpeador en potencia. Quería esas pequeñas diferencias que había entre ellos: quería los ojos negros y la sonrisa cautivadora de uno; el cabello oscuro y rizado del más joven; las canas y sabiduría del mayor; la piel lustrosa y morena del más alto; el miembro más bien pequeño, pero hermoso, que poseía uno de ellos; además de que se sentía turbada por los sentimientos y pensamientos que percibía en él, y que resultaba el que más llamaba su atención.

Pero lo que más amaba era su libertad, que ninguno de ellos podía siquiera imaginar; la libertad que ella tenía en su planeta, en su universo paralelo, donde sólo había suspiros, ideas y pensamientos, siempre a su disposición.

Muy segura de sí y de lo que quería, dio un paso hacia el centro, cerrándose de inmediato el capullo sobre sí mismo.

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