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MONOPOLIOS Y ESTADO*
Francisco Valdés Ugalde**

pltkLa captura de sectores de actividad económica por parte del mismo grupo de interés es historia antigua. La tentación de reservarse paraísos de acumulación en los que no se enfrente competencia alguna es el sueño dorado de cualquier empresario y hasta de un simple jugador de Monopoly. En este divertido juego, el que gana se lleva todo y hace que todos los demás jugadores pierdan. Pero el símil con la realidad es infame. Mientras que de a mentiritas se vale porque no tiene más consecuencia que el intercambio de papelitos sin valor, en la vida económica real la práctica monopólica tiene consecuencias funestas.
A medida que se generan monopolios, oligopolios o prácticas cercanas a ellos se va reduciendo el espacio de acción de quienes con otros productos alternativos podrían competir con los que generan aquellos. Los que más pierden son los consumidores, porque reducen su capacidad de elegir entre un mayor número de productos que, si compitieran entre sí, mejorarían su calidad y reducirían sus precios.
Ni en la sociedad ni en la economía ni en la política existe o puede existir un orden final y perfecto. Sólo hay dinámicas de las que aprender para intervenir en ellas a modo de lograr los mejores efectos y contrarrestar los peores. La expectativa de un orden “superior” no sólo es banal sino, cuando pasa a la política, totalitaria. La idea de un mundo sin tendencias negativas o sin la regulación adecuada para atenuarlas es completamente ilusoria. Para que una sociedad prospere en su desempeño económico hacen falta varias condiciones y todas convergen contra la aspiración a mantener los monopolios.
En México, Telmex, Televisa, TV Azteca, Cemex, las cerveceras principales, la banca, el comercio en gran escala, entre otros, llevan a cabo cotidianamente prácticas monopólicas.
Continuamente se ha llamado la atención del gobierno sobre esta característica de la economía mexicana. Pero el Estado ha sido insensible para admitir la magnitud del problema y la escala de la solución indispensable. Si aceptamos que el Estado es la condensación institucional de la forma en que se agregan las preferencias públicas, no es difícil concluir que hay una fuerte contradicción entre la aspiración a tener una economía moderna y sana, y la presencia de empresas que continuamente detienen el desarrollo económico y técnico por la mezquindad sin freno de sus intereses particulares.
Ningún gobierno ha tenido la entereza ni la lucidez suficiente para tomar el toro por los cuernos; tampoco lo ha hecho el Poder Legislativo. Los poderes y las agencias del Estado responsables de supervisar la forma de funcionamiento de la economía han sido reacios a tomar en cuenta con seriedad y firmeza esta demanda y menos aún el compromiso con ella para la procuración de bienestar común.
Las comisiones autónomas encargadas de la materia como la Cofetel, la Cofeco y la Condusef no tienen la capacidad ni han sido pensadas verdaderamente para defender al consumidor o contrarrestar las prácticas monopólicas de las empresas con más poder de mercado.
Recientemente, se aprobó una reforma constitucional realmente aberrante en este sentido. La iniciativa de reforma se orientaba a dar derecho a las organizaciones de ciudadanos independientes para entablar demandas colectivas contra empresas o autoridades que afectan esos derechos llamados “difusos”.
Tal es el caso del derecho a que no se presenten en la economía situaciones que conculcan derechos de todos y cada uno de los miembros de la sociedad, con la complicidad o por omisión del Estado. Es un derecho social que no existan fórmulas de abuso económico que perjudican artificialmente el bolsillo de los individuos y, a mediano y largo plazos, detienen el desarrollo del conjunto de la sociedad.
Pero en lugar de concretar los derechos a través de los mecanismos idóneos de defensa, el Congreso (¡por unanimidad de todos los partidos!) admitió solamente “reforzar” las comisiones ya existentes como intermediarios para la defensa de nuestros intereses.
En síntesis, no podemos defendernos directamente de los abusos de los monopolios; tenemos que hacerlo a través de organismos famélicos desde el punto de vista de su autoridad y de su capacidad de intervención. A pesar de que tenemos un sistema electoral democrático no hemos podido siquiera hacer efectivo el precepto constitucional que desde 1917 consigna nuestro derecho a que no existan monopolios que atenten contra la economía del ciudadano, fuente inextinguible de exacción y de la desigualdad institucionalizada.

* El Universal, 28 de junio de 2009
** Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
ugalde@unam.mx

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