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SUFRAGIO, SOCIEDAD Y ESTADO*
Francisco Valdés Ugalde**

pltkEn el debate sobre cómo y por qué votar han tomado el primer plano los temas más inmediatos sobre la crisis del sistema de partidos, su baja representatividad y los defectos del sistema electoral. Pero poco hemos hurgado en un asunto de la mayor importancia y que engloba a los demás, que es el de las relaciones entre Estado y sociedad.
De las mitologías a la orden del día hay una particularmente falaz. Se tiende a pensar que hay una sociedad buena y un Estado malo. Es cierto que el malestar generalizado sobre la baja eficiencia del Estado para producir gobernabilidad democrática y resolver los problemas públicos más acuciantes tiene justificativo en la evidencia cotidiana. Pero nos hemos preguntado poco acerca de en qué medida los gobernantes que se encargan de la función pública son un espejo del resto de la sociedad. Es ilusorio pensar que hay dos países: uno bueno en el que están los ciudadanos, la sociedad y sus familias, y otro malo en donde están los gobernantes de cualquier pelaje. Frente a este maniqueísmo, es más razonable pensar que entre todos formamos un conjunto que ocupa toda la escala que va del negro al blanco.
Los cambios necesarios a partir del establecimiento de un nuevo sistema electoral y de partidos han sido concebidos de dos maneras distintas por actores diferentes. Para unos en estas áreas del Estado residía el problema principal para transitar a la democracia. Para otros éstas son solamente un aspecto, fundamental es cierto, pero insuficiente para desmontar el sistema autoritario que nos gobernó desde que se asentó la hegemonía de un solo partido sobre la escena pública de México.
La primera concepción ha entrado en franca crisis. Independientemente del juicio que nos merezca la propuesta de anular el voto, hay un gran número de mexicanos que consideramos que las reformas electorales que llegaron a su máxima expresión en 1996 han naufragado en la reforma de 2007. La razón es tan simple como el argumento arriba expuesto: mientras no se aborde una agenda de cambio que permita construir un nuevo régimen político capaz de vincular al Estado con la sociedad en un nuevo sentido, democrático, moderno, civilizado y con visión de futuro, la tarea de establecer las bases de una nueva historia no habrá concluido.
El régimen político de gobierno que regula el acceso y la salida del poder, que finca las normas para rendir cuentas, que facilita o dificulta la formación de coaliciones cleptocráticas, que impide o permite que la sociedad tenga acceso a servicios públicos de calidad, que restringe o abre el camino al enquistamiento de poderes especiales que abusan de privilegios injustificables moral y legalmente importa no solamente porque regula esta serie de problemas, sino porque es el eslabón que determina si la sociedad se ve reflejada en sus conductores o, por el contrario, encuentra en ellos una opresión que produce malestar constante.
Por eso no todo depende de cómo buscamos elegir gobernantes, sino de a qué reglas están (y estamos) sometidos, de cómo rinden (y rendimos) cuentas, de cómo se vinculan entre sí a través de los diferentes poderes del Estado y los órdenes de gobierno, del tipo de obligaciones vinculantes con sanción ostensible por incumplimiento de las responsabilidades delegadas, de los procedimientos para removerlos, de los márgenes que tienen para manipular las normas constitutivas del Estado (la Constitución), del poder de la sociedad y la ciudadanía para aceptar o rechazar mediante la manifestación expresa de su voluntad esta o aquella regla fundamental.
Todo esto es lo que no hemos construido. Como sociedad civil somos corresponsables junto a la sociedad política. La tarea está por delante y llevará muchos años. Implica no solamente tener claro qué es lo que hay que cambiar sino extender en la sociedad la mentalidad del cambio; una nueva mentalidad capaz de deshacerse de viejos atavismos que nos hacen pensar como si fuera natural que el Estado nos la debe, que nuestras responsabilidades son harina de otro costal y que ningún individuo es responsable frente a los demás.
No podemos desconocer estos hechos como tampoco justificar la irresponsabilidad de la clase política. Pero lo más importante es tener claro que el horizonte final de la democratización incluye una nueva organización de las relaciones entre Estado y sociedad. Ahí es donde tenemos atrapado el sufragio.

* El Universal, 5 de julio de 2009
** Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM
ugalde@unam.mx

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