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1029 4 Abril 2012

FRONTERA CRÓNICA
Como que la gente cree
J. R. M. Ávila

Monterrey.- La procesión había sido lenta, desde el pueblo hasta el cementerio, sobre todo por consideración a quienes se desplazaban a pie. Nadie hablaba, nadie sonreía; más que tristes, iban todos tensos. Sabían que violaban un territorio que ya no les pertenecía, sabían que el reclamo estaba al acecho, a la vuelta de un recodo en el camino polviento.

Pero como nada sucedía, el silencio y el sosiego se tornaban cada vez más sospechosos. No había novedad. Sólo se movían las hojas al viento, los pájaros en vuelo o posados en una rama que se mecía. Hasta los trinos mismos se enredaban con el silencio.

Ni siquiera el conductor de la carroza se dio cuenta del momento en que las tres camionetas interceptaron al grupo. Un hombre descendió de la roja y se acercó. No indagó hacia dónde se dirigían porque la carroza y la procesión lo hacían evidente, pero sí preguntó de dónde venían.

─ De Nuevo.
─ ¿Quién es el muerto?
─ Don Fortino Gracia.
─ Ya era hora. Ni habían de enterrarlo, total, para que se pudra, dondequiera es bueno.

Ni el conductor de la carroza ni su acompañante contestaron. El hombre se puso a caminar alrededor, como si tanteara que adentro no sólo iba el ataúd. Al terminar su examen, volteó hacia la camioneta azul y dio señal de que todo estaba en regla.

Entonces, de esa camioneta descendió un hombre con anteojos negros, muy bajo de estatura y bastante robusto, lo cual lo hacía parecer casi un enano. Con un movimiento de cabeza inquirió sobre la situación.

─ Que se murió Fortino Gracia, dicen estos amigos ─le hizo saber el que acababa de examinar la carroza.

El casi enano asintió pero no pronunció palabra alguna. Se asomó a ver a los tripulantes, husmeó tras los vidrios y constató que no se trataba de un engaño para atacar a su gente.

─ Les digo que para qué pierden el tiempo enterrándolo, que habían de dejarlo tirado en cualquier lugar –agregó el que había descendido de la camioneta roja.

El bajo, que aparentaba ser el jefe, echó una mirada hacia la procesión detenida y muda. Después, ordenó con una seña de la mano izquierda como si con ella pudiera hacer a un lado las camionetas que obstruían el paso y los conductores las estacionaron a un lado del camino.

─ ¿No han visto soldados en el camino? ─dijo, mirando hacia el cementerio.

Ante la pregunta, tanto el conductor de la carroza como el acompañante se apresuraron a negar. El bajo se asomó a la cabina y los observó lento, con la mirada oculta tras los anteojos. Después volvió a echar un vistazo a la procesión y habló de nuevo.

─ Tienen veinte minutos para enterrarlo. Si se tardan más, no respondemos.

El conductor de la carroza y su acompañante dieron las gracias y reanudaron la marcha al frente de la procesión. Avanzaron a una velocidad mayor, sin importar si quienes iban a pie les seguían el paso o se retrasaban. En cuanto entraron al cementerio, procedieron a bajar el féretro y hacer los preparativos para el entierro.

Quince minutos bastaron para terminar con la ceremonia. Se rezó de prisa, se lloró de prisa, se dejó de prisa al muerto bajo tierra y se dieron de prisa las condolencias. Los hombres de las tres camionetas observaron todo, cada uno con su metralleta en la mano, sin necesidad de apurar a la procesión, diseminada en el cementerio, para que volviera al camino y emprendiera el regreso a Nuevo. Nadie volteó para ver a las tres camionetas desapareciendo por el camino de terracería que conducía a la presa.

Apenas avanzados unos tres kilómetros, el ejército salió al encuentro de la procesión. Eran diez camiones repletos de soldados. Un hombre que parecía estar al mando del convoy, preguntó si no habían visto camionetas del narco. Como los dolientes de la procesión no querían problemas, dijeron no haber visto a nadie, por lo que el hombre subió al camión en que venía y el ejército prosiguió su ruta a toda velocidad rumbo a la presa.

No había avanzado un kilómetro la procesión cuando se escuchó el estruendo del enfrentamiento. Sólo algunas personas voltearon pero nada alcanzaron a ver a lo lejos. Se apresuraron los vehículos y quienes iban a pie emprendieron una carrera angustiosa, como si de repente la balacera se fuera a desatar contra ellos.

Llegaron a Nuevo en menos de la mitad del tiempo que habían hecho de ida. Asustados, sofocados todos, a punto del infarto dos ancianas y un hombre maduro. Sin otra cosa que lamentar. Más tarde se enterarían de la muerte de siete narcos y de ninguna baja entre los soldados.

Sin embargo, hubo quien se diera cuenta de que, de los diez camiones, sólo habían regresado siete; y de que en cada uno de ellos venían muchos menos soldados que de ida. La gente hizo como que les creía a quienes daban las noticias, aunque supiera que mentían.

 

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La Quincena N?92


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