La Quincena No. 46
Agosto de 2007
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LOS PARTIDOS Y LA REPRESENTACIÓN

Abraham Nuncio 

La carcajada, una carcajada sangrienta, se escuchó en cada rincón del Senado de la República. Y para todo efecto práctico en todo el país. Visceral, obscena, la de unos gremlins impúdicos y mafiosos, fue la carcajada que emitieron los concesionarios –que no los dueños– de la radio y la televisión, y la de sus empleados que cobran como comentaristas, conductores y cómicas chismosas, cuando Pablo Gómez declaró que ellos, los senadores, no eran sino representantes populares.

Esta pandilla fue a burlarse en su cara de los miembros del Senado, que la invitó a discutir sobre un proyecto de reforma electoral en el que ella ve la posible merma del cerro de dinero que los partidos políticos han venido depositando, incluso vía blanqueo , en las arcas de sus empresas, sobre todo en época de campañas electorales. Cabe la pregunta: si el anfitrión hubiera sido Felipe Calderón y éste les hubiese dicho que no era sino el Presidente de la República , y la reunión se hubiera celebrado en Los Pinos, ¿se habrían atrevido a tanta insolencia? No, aunque Calderón carezca de la investidura legal y legítima que tienen los senadores. No se atrevieron a nada en presencia de José López Portillo cuando éste les retiró la concesión de la banca comercial a otros concesionarios colegas suyos, los banqueros (en ciertos casos a ellos mismos con distinto gafete). Menos iban a atreverse con aquel que tonifica el sentido de sus intereses.

La muestra de soberbia y vileza hacia una de las instituciones representativas de la nación debe ser motivo de una reflexión rigurosa seguida de una actitud consecuente. Lo que está en juego es la vida democrática y la participación ciudadana, hasta ahora precarias y aun nonatas en más de un aspecto.

En primer lugar hay que decir que la reforma a la relación entre los partidos y los dueños de los medios de comunicación electrónicos es apenas un remiendo del grave error que, a sabiendas, cometió el Congreso de la Unión cuando aprobó la ley Televisa . Y después, que esta modificación no sería más que una parte de la reforma del Estado a fondo que ni de lejos se han planteado nuestros representantes.

Una de las instituciones que no ha sido modificada a lo largo de décadas es la Presidencia de la República. El titular del Poder Ejecutivo sigue teniendo los mismos contornos carrancistas que se fueron fortaleciendo con el grupo Sonora y luego con la reforma de Cárdenas. El ejercicio de sus poderes se mantiene en una dimensión metaconstitucional, y hasta anticonstitucional, como lo supo corroborar Fox y ahora lo hace su sucesor.

Se requiere de un cambio en la relación del poder Legislativo con el

Ejecutivo a efecto de que los actos de éste sean sólo los de un conjunto de funcionarios que, bajo la dirección del Presidente de la República , ejecuta las atribuciones derivadas de las leyes vigentes y de las que las modifican, derogan o amplían como resultado de la labor de aquél. De otra manera, la facultad de supervisión y control de los actos administrativos por el órgano legislativo seguirá siendo, como hasta ahora, punto menos que muerto.

El Presidente de la República no es el representante de la soberanía nacional. Sin embargo su poder ha sido y sigue siendo mayor que el de la representación que ostenta, a título de soberana, el Congreso de la Unión. Se trata de un vestigio virreinal, que antes tuvo por antecedente al monarca azteca y por sucesores a los caudillos, sátrapas y dictadores del siglo XIX y a los presidentes emparejados al soberano absolutista del siglo XX. Por eso es que los poderes fácticos, y de allí para abajo una minuciosa jerarquía política y social, respetan menos al Poder Legislativo que al Poder Ejecutivo.

Decisiones como la que tomaron los senadores para introducir modificaciones en las reglas electorales con respecto a los medios de comunicación, por módicas que hayan sido, le otorgan al Poder Legislativo la autoridad y la autonomía que antes ni tuvo ni se supo dar a sí mismo. Esto tiene que ver sin duda con la acción de los partidos políticos. Por lo menos en este episodio, para todos fue evidente tal realidad.

La representación de la soberanía, que es el total de la población y no sólo la mayoría como a veces se interpreta, ya no está en manos de unos pocos individuos a los que la democracia censataria decimonónica –la democracia de los ricos– seleccionaba para que a su vez ellos eligieran a los principales dirigentes políticos y jueces del país. Esa representación está, de primer intento y en su modus operandi cotidiano, en manos de los partidos políticos.

La sorpresa es que estas organizaciones no lo han asumido de esa manera. Cualquiera que se tome la molestia de leer los documentos básicos de los partidos políticos registrados no encontrará la traducción rigurosa a que los obliga la definición del régimen constitucional mexicano, es decir, la de ser republicano, democrático, representativo y federal. Siendo la primera instancia de representación, ningún partido establece con claridad a quién se propone representar. El PRD es acaso el que más se acerca a esta exigencia. “La participación política –dice en su declaración de principios– debe entenderse como una tarea de servicio público y representación de los diversos intereses y aspectos de la sociedad.” Esta manera de entender la representación política es sin embargo confusa. Pretender representar “los diversos intereses y aspectos de la sociedad” suena bien para un gobierno, pero no para un partido.

La medida votada por el Senado pasó por la decisión de los partidos involucrados, sobre todo por los de mayor peso. Pero no es garantía de que pueda ser el principio de una reforma del Estado cuyo primer objetivo sea restaurar la participación democrática de todos los mexicanos en la elección de autoridades. Con el encarecimiento de las campañas, los partidos, el gobierno y el órgano responsable de organizar las elecciones nos han estado conduciendo por una senda de mutilaciones en nuestros derechos políticos que parecía no tener límite.

Uno de esos derechos, el electoral, nos devolvía a la democracia censataria del siglo XIX; no por el lado activo del voto (finalmente la manipulación de las conciencias por los medios de comunicación masiva se ha mostrado suficiente para conducir a la mayoría a votar en contra de sus intereses o a dejar que se viole el voto emitido a favor de ellos), sino por el pasivo, el de no poder ser votados debido a que esto implica tener una fortuna propia o ponerse al servicio de quienes la tienen como pre-requisito para acceder a un cargo de elección popular. La representación de contenido democrático viene a ser falseada como lo fue con el sistema de ciudadanos que podían ejercer el derecho a elegir autoridades siempre que tuvieran un determinado ingreso.

La solvencia cívica se demuestra con dinero. A modificar este principio apuntó la reforma contra la cual se lanzaron rabiosas las voces partidarias del pensamiento único , sobre todo las de la pantalla canalla. A los ciudadanos toca en gran medida afianzar ese pequeño avance y darle nuevos impulsos. Para esto requerimos medios de comunicación verdaderamente comprometidos con la libertad de expresión. Esos medios no pueden ser otros que los medios públicos. Una radio y una televisión públicas son de absoluta necesidad para no vernos devorados por los monopolios o duopolios unidos como se unieron en su cruzada por el dinero público que lo quieren, como todo lo demás, para privatizarlo en su beneficio.

Los partidos políticos no han luchado por la existencia de medios públicos. Este es el momento de hacerlo. ¿Lo harán?