La Quincena No. 47
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Daniel Sifuentes Espinoza En el otoño de 1987, el entonces gobernador de Nuevo León, Jorge A. Treviño Martínez, propuso ante el presidente de México, Miguel de la Madrid Hurtado, una medida innovadora que vendría a suscitar múltiples recelos en la comunidad regiomontana. Se trataba de la aplicación de un cambio de horario que se haría presente al adelantarse los relojes en una hora a partir de una fecha determinada. Los objetivos que tal medida entrañaba fueron dados a conocer con antelación: el ahorro de la energía eléctrica. Una vez que se le dio el visto bueno, los habitantes del noreste mexicano empezamos a familiarizarnos con la frase “en verano amanece más temprano”, la cual era acompañada con la imagen de un sol de amplia sonrisa como queriendo dar los buenos días a los recién madrugadores. Y para efectos de que la idea quedase fijada en la memoria, se le llamó “horario de verano”. Esta nueva dimensión del tiempo, inicialmente tenía la finalidad de empezar más temprano las actividades cotidianas, y por tanto, terminarlas antes de lo acostumbrado, para de esta manera aprovechar las horas de luz natural que ofrecen los meses de primavera, verano y otoño. Esto obviamente no concuerda con la idea de que sólo se trataba estrictamente de un horario vigente para la estación veraniega, lo cual provocaría una discusión entre diversos sectores de la comunidad sobre la conveniencia de que el nuevo horario debería constreñirse únicamente a los meses incluidos en tal estación, o incorporar también una porción de tiempo correspondiente a la primavera y al otoño. La segunda de estas propuestas ganó terreno en el ánimo de las autoridades estatales, impulsoras del proyecto, por lo cual la nueva hora empezó a observarse a partir del día 3 de abril de 1988. (Continúa) |
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