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17 de marzo de 2010
15diario.com  


 

Desde mi rincón

J. R. M. Ávila

Cuando faltaba mucho para que yo naciera, la tía Clara pensaba que los niños eran lo mejor que podía sucederle a una mujer. Por eso vivía soñando con casarse y tener un montón de niños. Yo entonces no sabía contar ni con los dedos, aún más, ni siquiera dedos tenía, pero me hacía a la idea de que al decir que quería un montón, se refería a que no quería sólo un hijo. Y como no tenía novio, se conformaba con organizar fiestas para sus amigas embarazadas. En tanto, se la pasaba suspirando por un embarazo propio y, cuando veía que una mujer maltrataba a su hijo, la calificaba de perra desnaturalizada que no merecía ser madre. En ese tiempo yo no sabía lo que quería decir, pero no perdía una sola de sus palabras. No nada más ella soñaba cosas bonitas. Yo estaba contento porque sabía que muy pronto, por mí, le organizaría a mamá una fiesta. Me la pasaba soñando con eso.

Manolo, con la seguridad que le daban sus ocho años, decía: Los niños vienen de París, en cigüeña. Y sus amigos no lo bajaban de zonzo. Ellos, sintiéndose mejor informados, le decían: La cigüeña sí trae a los niños, pero no de París; si los trajera de allá, sabrían hablar inglés. Manolo se quedaba en las mismas y yo me quedaba peor, oyéndolos desde el lugar secreto en que mamá me guardaba. En ese tiempo, Manolo y yo teníamos todavía mucho que aprender. Pero no faltaba tanto para que sucediera.

El abuelo casi nunca hablaba, así que no sabíamos nada de lo que pensaba. Leía su periódico y comentaba, acaso, la esquela de algún conocido. Se están muriendo todos, decía, me estoy quedando solo. De todas maneras, supongo que se alegraba de no ser él quien apareciera en las esquelas. Pero una vez leyó que el aborto era la única solución para una mujer cuando la habían violado, o cuando su vida estaba en riesgo durante el embarazo, y se soltó vociferando contra la moral del periódico. Decía que los periodistas tenían la culpa de las calamidades del país, que quién les mandaba a las mujeres andar rabonas y escotadas, que por putas les pasaba lo que les pasaba, que tenían que aguantarse por provocar a los hombres que luego las violaban. Todo lo que le oía gritar, fui entendiéndolo poco a poco cuando crecí. Lo que nunca pude entender y tal vez jamás lo haré, eran mis sueños en los que sólo aparecían las voces de las personas que rodeaban a mamá. Con sólo oírlas, aunque no pudiera imaginar su apariencia, sabía de sus intenciones y eso era suficiente. La voz que más temía era la del abuelo.

Mi tía Clara estaba de acuerdo con él. Decía que el aborto no podía ser bueno ante los ojos de Dios y que no dudaba que fuera hasta el peor de los pecados. La mujer que se lo practicaba, pecaba doble, porque había pecado para darse placer y pecaba luego al abortar. También estaba de acuerdo con el abuelo en que la mujer tenía toda la culpa en una violación. A ver, decía, ¿por qué a mí nunca me han violado? Pero nadie le respondía. Yo nada más escuchaba. En ese tiempo no hubiera sabido qué responder y me quedaba quieto en mi rincón. Supe la respuesta mucho después, cuando contemplé su cara en una fotografía.

Mamá lloraba en secreto. Yo la sentía desde adentro, desde lo más escondido de ella. Sólo ella sabía de mí y lloraba porque no podía alegrarse ni contárselo a nadie. Desde la oscuridad de mi rincón, también lloraba callado. No sabía entonces que yo era la causa de su llanto. Cuando empecé a oír lo que los demás decían, papá ya había desaparecido, así que ni su voz conocí. No sé si mamá lloraba más por culpa de él, por culpa de ella o por culpa mía. Creo que nunca lo sabré porque no me atrevo a ponerla triste de nuevo. En mis sueños veía la sombra indefinida de mi padre, pero no podía ni imaginar siquiera su voz.

Cuando el abuelo supo que yo habitaba en mamá, ya no la bajó de puta. Decía que de seguro, como una perra, se le había ofrecido al primero que pasó por enfrente de la casa. Que por ningún motivo iba a permitir que una puta embarazada viviera con ellos para enlodarles el nombre. Que ni se le ocurriera tenerme, porque dejaba de ser hija suya y no volvía a pisar su casa. Mamá lloraba más fuerte no sé si porque todavía se acordaba de papá o porque no quería abortarme y ser culpable de ese pecado. Yo escuchaba y me guardaba las palabras del abuelo y la tristeza de mamá. Mis sueños me daban mucho miedo y me despertaban temblando. Pero mamá se sobaba el vientre y poco a poco lograba que yo dejara de temblar y me olvidara de mis malos sueños.

Manolo, desde que le notó la panza a mamá, no invitaba a sus amigos a jugar en la casa. Ya para entonces se había dado cuenta de que, para que naciera un niño, no hacía falta cigüeña ni París ni ninguna de aquellas ñoñerías. Ahora que lo entendía todo, le daba vergüenza que sus amigos se enteraran y se burlaran de él y de mamá. Un día le dijo: Si tienes al bebé, ni creas que lo voy a querer. Y mamá ya ni ganas sentía de llorar pero como que notaba mi llanto, porque se quedaba callada, acariciando despacio el rincón donde ya todos sabían que me guardaba, y me empezaba a decir cosas bonitas y yo ya no estaba triste por lo que Manolo decía.

La tía Clara se la pasaba dándole la razón al abuelo. Aunque supiera que no estaba bien en algunas cosas, de todas maneras le seguía la corriente. Lloraba por la pureza que mamá había perdido y, cada que regresaba de la iglesia, decía que acababa de confesar el pecado de mamá, como si yo fuera un pecado. Y se soltaba con una letanía de malos pensamientos. Que si a mamá le había pasado todo aquello había sido por huila. Que a ver, machacaba, por qué a ella nunca le había sucedido eso. Y ella misma se contestaba: porque yo sí soy decente. Mucho después, mientras contemplaba su fotografía nunca coincidí con su respuesta. Su cara era como para enfriar al sol. Qué decencia ni qué patrañas: fealdad pura y nada más. Pero ella seguía insistiendo en que mamá debía hacerle caso al abuelo y no tenerme. Nunca supe cómo de pronto había perdido el amor por los niños. Una pesadilla que se repetía por ese tiempo era aquella en que me sacaban a la fuerza de mi rincón y me quedaba paralizado y me atacaban todos sin que mamá pudiera impedirlo.

Hasta que por fin, un día, salí de mi rincón y quise oír lo que decían de mí, frente a frente, la tía Clara, el abuelo y Manolo, pero ya no estaban. Sólo quedaba mamá. Poco a poco nos fuimos acostumbrando a estar solos. Nunca más supimos de ellos. Pero ni falta nos hizo. El tiempo ha borrado la tristeza de mamá. Es como si nos hubiéramos refugiado en un rincón parecido al que habitaba antes de nacer. Como si estuviéramos protegidos por una madre más grande que nosotros, sin tíos ni abuelo que nos importunen.

Pero eso no deja de ser un decir, porque los sueños me siguen atosigando. Uno que se repite es aquel en que el abuelo, la tía Clara y Manolo me persiguen. Entro apresurado a la casa y, mientras ellos tres pisan mis huellas, me oculto adentro de  mamá. A pesar de su estado de gravidez, nada sospechan. Pero mientras me buscan, a ella se le clava el dolor del parto y me nace de nuevo, dejándome indefenso. Entonces despierto sudando frío y añorando el rincón del que nunca debí salir.

No sé qué ha sido de todos ellos. Me imagino que ahora, sin nosotros, perdida la esperanza de casarse, la tía Clara pensará que los niños no son lo mejor que puede sucederle a una mujer y ya no organizará fiestas para niños ajenos. Manolo invitará a sus amigos de antes y se burlará recordándoles sus antiguas niñerías de cuando pensaban que si las cigüeñas trajeran a los niños de París, hablarían inglés. El abuelo, por su parte, callará mientras lee. Y así seguirá hasta que un día, Dios lo guarde, aparezca en el periódico la única esquela que no podrá leer.

 

jrmavila@yahoo.com.mx

 

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