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13 de mayo de 2010
15diario.com  


 

FICCIONES

Una familia de cerdos

Vidal Medina

Había un hombre vestido de ropas que no eran nuestras ropas. Créanme si les digo que este hombre se llamaba a sí mismo un devoto del señor Chaitanya. No, yo no sabía quién era el señor Chaitanya, ni nada de devotos. De hecho al principio sentí miedo, ya sabes, ese miedo característico que sienten las personas cuando se enfrentan a algo desconocido, cuando sabes que algo no va a andar bien en tu cabeza, porque alguien o algo la sacude con ideas extremas o radicales.

 

Yo asistí muy paciente a la plática del hombre ese, pero salí nervioso. Habló de la teoría de la reencarnación, del karma acumulado en nuestras vidas pasadas, de un dios de color azul llamado Krishna, que es el más atractivo de todos, y de regulaciones para la vida.

 

Nunca, créanmelo, había oído hablar así a un hombre vestido con esas ropas, lo que decía eran disparates: el alma que transmigra de un cuerpo a otro eternamente; que a este mundo sólo venimos a sufrir y de hombres que alcanzan la divinidad en otros planetas, creo que dijo eso. Hasta ese momento todo me parecía literatura, una buena y feliz literatura que hablaba de un mundo ficticio, del cual este hombre había escapado. Pero cuando llegó al tema de la carne no pude más. No debemos comer carne, aseguró, porque aquel que come carne multiplica la violencia. Explicó que la muerte se ha convertido en el negocio de mucha gente, no sólo traficantes de drogas, sino también de comerciantes. Lucran con la muerte, dijo. El miedo del animal ante la muerte es lo que nos comemos y lo que comemos es lo que somos.

 

Yo sí dije, este tipo ya se pasó de lanza, mira que echarle la culpa de la maldad natural de la gente a la carne de los animales. El tipo tenía a todos embobados, excepto a uno que estaba a un lado mío, que me dijo en voz baja, ¿cómo ves?, ¿cómo que se le han subido a la cabeza las lechugas, no? Pero no me causó risa su chiste y salí de ahí enojado.

 

De puro coraje, yo creo que fue por el coraje, sentí un hambre repentina y me metí a unos tacos.  Juro que he visitado muchas veces ese puesto de tacos y nunca me había sentido incómodo.  Hasta el día de hoy no tengo queja alguna con el servicio de la taquería pero algo ocurrió esa noche.

Cuando me senté en aquel lugar percibí un ambiente muy ruidoso. Yo venía y hasta ese momento lo supe, de un lugar en el cual se respiraba una atmósfera de especial placidez, no puedo asegurar que aquello constituyera una experiencia espiritual o algo por el estilo, pero el ambiente era plácido. Aquí sin embargo la cosa era muy distinta.

 

Un hombre sudaba frente a mí, mientras se llevaba uno de chicharrón a la boca y se me quedaba viendo como si le fuera a arrebatar la comida, luego una señora gorda  se vino a sentar a su lado y también se me quedó viendo, pero su mirada un tanto retadora cambió de dirección cuando entraron corriendo tres chiquillos, y la gorda le soltó una bofetada a uno de ellos, lo que lo detuvo en su carrera, mientras los otros se burlaban.  Tras los niños venía una pareja de jóvenes muy felices, el chavo traía agarrada a su novia de una nalga y ella sonreía feliz, su blusa corta dejaba escapar unas llantitas  y por su escote asomaban un par de senos grasientos, ellos también se acomodaron en la misma mesa.

 

La gorda trataba de aplacar a los pequeños aunque la verdad sus tres hijos o lo que fueran parecían no entenderle absolutamente nada ya que no hablaba, gruñía y golpeaba a diestra y siniestra tratando de acomodarlos en la mesa. No fue sino hasta que el mesero gritó: orden número 45, que todos por fin se amontonaron en la mesa y entonces aquello se convirtió en un desbarajuste porque se empezaron a pelear por la salsa y el cilantro, no sólo los niños, sino el padre con la hija, el novio con la suegra y los niños entre ellos. La mujer empezó a gruñir y el marido metía mano con total libertad en donde le diera la gana, incluso en los demás platos y reía divertido. Los demás se quejaban pero no hacían nada, trataban de cuidar mejor su plato y devorar con rapidez lo que quedara.

 

Del otro lado del mostrador, los cocineros trabajaban como de costumbre, entre el calor de las brasas, el olor del chicharrón y las cebollas, con las manos y el rostro bañados en sudor, preparando las carnitas, calentando las tortillas y hasta dándose un tiempo para el chascarrillo, creo, porque de pronto se echaron a reír y voltearon a ver a el busto de la chica gorda que en aquel momento se empinaba para llevarse un taco atestado de salsa a la boca y se le podían ver lo senos mientras el taco chorreaba aceite sobre la mesa… y los niños metiéndole mano a las cebollas y el chavo masticaba con la boca abierta, y el tipo de los de chicharrón que pide otros tres, mientras la gorda, aprovechada, le mete mano al plato a uno de sus hijos o lo que fueren, que en venganza le eructa en la cara y tras un momento de silencio, todos se echan a reír. Y luego eructa el padre y ríen todavía más. Yo creo que ha de haber sido el calor o lo encerrado del lugar, pero en ese momento aquello me empezó a dar asco.

 

Abandoné la taquería y pasé al lado de otros puestos de taquitos de trompo y carne asada, flautas, hamburguesas al carbón, hot dogs y otras opciones disponibles por las noches en el barrio antiguo. No apetecí nada.

 

Ya en casa encendí el televisor y lo que son las coincidencias, en Discovery Channel transmitían el documental de Harry, un cerdito de una granja que estaba destinado al matadero. Harry era muy inteligente y despuntaba por una mancha negra en la pata trasera. Un buen día su amo llama a Harry con engaños, para darle de comer y a mazazos en la cabeza le cobra su estadía (Lo crío durante un año con alimento del más caro). La misma suerte corre toda su familia. Apago la televisión y pienso en esa familia de cerdos muertos a mazazos, y luego en esa otra familia que se la ha cenado hoy en el puesto de tacos. “Somos lo que comemos” dijo el devoto del señor Chaitanya, y por alguna caprichosa razón ya no me suena tan disparatado.

 

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