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12 de agosto de 2010
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Muerte asegurada

Tomás Corona

 

Ya tengo seguro social y estoy muy feliz.

(Fragmento de espot publicitario)

 

Llegas. Doblado por el dolor. Sábado. Urgencias. La clínica es lo de menos. Todas son iguales: grises, sucias, descuidadas, deprimentes y llenas de cristianos. Tienes casi un mes con la pinche molestia. Ya tragaste de todo: Istafiate, Pepto-bismol, sal de uvas, Metamucil, Ranitidina, un montón de Alka Seltzer, té de quién sabe qué cosa, y nada. El dolor sigue jodiéndote como cuchillito de palo que magulla pero no mata. Es tan fuerte que te tumba cada vez que te da y caes como tabla en el suelo. Ya te han regresado varias veces de la chamba y eso que tus jefes son unos negreros, explotadores y cabrones. ¿Cómo te verían de amolado para dejarte ir antes de acabar el turno?

 

Habías aguantado mucho pero hoy no pudiste más. La punzada en tu bajo vientre se volvió como una filosa espada que te partía en dos. Tu vieja y tus güercos se asustaron mucho. A paso lento, como de moribundo, atraviesas el estrecho pasillo y el área común, prácticamente sostenido por tu mujer. Te preocupa la angustia infinita de su cara. Los muchachos se quedaron con la tía Berta. Aunque es un alma de dios, eso también te preocupa. No vaya a hacer que le hagan alguna travesura grave. Pero no tan grave como tú, que sientes que te mueres. Desfalleciente, aferrado a tu esposa, llegas hasta un mostrador de metal y vidrio que atiende una gorda malhumorada vestida de verde pálido, que te ve con sus ojos de sapo indolente a través del agujero del vidrio. Les pide los datos de rigor y la credencial de servicio médico.

 

Un estertor te fulmina. El dolor te pone blanco. Sientes que caes de nuevo al vacío. No hay dónde sentarse. Un viejo de cara torva sorprendentemente te cede su asiento al ver tu palidez mortal. Toda la sala está llena de gente quejumbrosa. Ruido que aturde. El anuncio “silencio hospital” se volvió imperceptible. Olor que irrita la nariz. Sientes asfixia. Humores humanos y asepsia perfectamente mezclados en un hediondo almizcle. Insoportables ganas de vomitar. Piensas que tu vómito lo inundará todo. Odias el ruido y el olor de este hospital. El dolor cede. Queda el sudor y la náusea. Te tranquilizas. Te sientes como muñeco roto tirado en la silla de plástico en aquel espantoso lugar.

 

Te tocó la ficha 23. ¿Urgencias? Cara de congoja de tu señora que ya se echó el primer round con la gorda recepcionista. A nadie importaba tu condición anímica, sólo quedaba esperar. El dolor se iba y volvía, como latigazo, como péndulo infinito, mientras pasaban angustiosamente las horas. Pronto se hizo de noche y los espectros humanos que deambulaban alrededor de ti de pronto parecían desvanecerse. Llegaron más, muchos más, ensangrentados, heridos, desmayados, quién sabe de dónde y la esperanza de que te atendieran, parecía cada vez más lejana.

 

Por fin te pasaron al cuartíbulo donde reinaba un médico de edad indefinida y ojos cansados. ¿Qué le pasa? Me duele mucho el vientre, desde hace como tres semanas ¿Del lado izquierdo o derecho? Todo. ¿Y por qué viene hasta ahora? Mutis. Así son ustedes de ingratos, vienen ya con las tripas de fuera, esperando que uno los componga. Le voy a dar medicamento para el dolor y para la infección, seguramente algo que comió por allí le cayó mal, ¡ah! y le voy a dar el pase para unos exámenes de laboratorio: sangre, orina y… ya no lo escuchabas. Tu cabeza rebotó estrepitosamente contra el suelo ante los azorados ojos del médico. ¡Enfermera, enfermera, háblele rápido a los muchachos, que ya se me cayó este cristiano!

 

Llegan dos enfermeros corriendo, vestidos con batas parecidas a pijamas de niño cagón. Doc, no hay camas, ¿dónde lo ponemos? Donde sea, en la mesa, en el sillón, ahí en el suelo, pero hay que atenderlo. Despiertas del letargo sentado en una silla de ruedas junto a un armatoste del que cuelga un frasco de suero que se conecta directamente a tu muñeca izquierda. Ni el piquete sentiste. Junta de los pocos médicos que había en el hospital. Estoy seguro que es apendicitis, hay que operar de inmediato. No, es una gastritis mal cuidada.

 

Para mí que es la vesícula, por el dolor tan fuerte. Mejor esperemos a mañana que venga el especialista. ¿En domingo? Pues le hablamos y ya. Como quiera que le hagan todos los exámenes. Y se van todos campantes a seguir la rutina de recetar paliativos y luego a su casa a dormir la mona. No se preocupe, mañana lo va a checar un especialista, te dice una enfermera vieja y nalgona. Para ti iniciaba una de las noches más amargas y dolorosas de tu vida. A pesar de los sedantes, el dolor tintineaba en tu vientre como quemante llama en aquella incómoda silla que te servía como aposento.

 

El día amaneció con olor a muerte, pero no eras tú, increíblemente seguías vivo y latiendo. Tu mujer había llorado toda la noche al ver tu sufrimiento, lo denotaban sus ojos enrojecidos como tomates. Los resultados de los paupérrimos exámenes no arrojaron nada. El especialista dijo que por la persistencia del dolor y los demás síntomas (sobre todo la diarrea, que tanta pena te daba confesar), era una gastroenteritis y había que actuar aplicando un medicamento más fuerte, antes de que se convirtiera en peritonitis y esperar, todavía más, a ver cómo reaccionaba tu organismo. Itis, itis,  itis… ¿Y si es algún tipo de cáncer? No lo creo. Una doctora medio estúpida te preguntó delante de tu mujer acerca de tu preferencia sexual, arguyendo que podías tener Sida, pues habías enflaquecido notoriamente en menos de un mes.

 

Llegó el mediodía y nadie le había atinado a tu enfermedad. El dolor seguía carcomiéndote como un cardumen de feroces pirañas en tu bajo vientre. La debilidad se extendía por todo tu cuerpo y el desconsuelo hacía correr lágrimas salobres por tus mejillas. Sí, seguramente ibas a morir atado a aquella siniestra silla como en la que se electrocutaba a los más crueles asesinos. Sorpresivamente la familia entera se apiadó de ti, cosa muy poco común en estos días, y te compraron un seguro médico en una clínica privada gracias a las influencias de una sobrina que trabajaba allí; sin embargo, no te dejaban salir de aquel miserable hospital donde tan mal te habían tratado, a menos que tu esposa firmara un papel donde ellos no se hacían responsables de lo que te pasara. La tía Berta, tan seriecita, le dijo: firma Enriqueta, y que vayan a chingar a su madre.

 

Todo cambió. Habitación individual, mullida cama, televisión, infinidad de atenciones. Endoscopía, electrocardiograma, ecografía, TAC. El diagnóstico fue rápido y preciso: tu tiroides andaba muy mal, ¡ningún médico había reparado en tu abultada garganta! ¿Y qué tal si te rajan la panza? ¡Uf, de la que te salvaste! Dos semanas de internamiento, unas cuantas radiaciones, dos semanas más y listo para trabajar de nuevo, aunque tardarías algunos meses en recuperarte completamente. Había pasado el sufrimiento. La familia de nuevo reunida y feliz. Ahora piensas, ¡qué pinche ironía!, la mísera pensión que recibirás al jubilarte, de cualquier manera acabará matándote.

 

 

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