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23 septiembre 2010
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¿Ciudad del Conocimiento? Je, je
Hugo L. del Río

Da grima ver cómo los hombres y las mujeres que deciden el infortunio de este pobre México se cachondean a costa nuestra.

Deben suponer que la inmensa mayoría de las mexicanas y los mexicanos sufren de retraso mental. Y a los pocos que estamos sanos –pensará la oligarquía— ya nos cretinizaron el futbol y las telenovelas.

¿Cómo entender el lenguaje triunfalista de quienes detentan el poder político combinado con la riqueza económica? Quisiera preguntarles, por lo menos a Felipe Calderón, a Rodrigo Medina, a Larry “Megabibliotecas” y al jefe de jefes, Carlos Slim, por qué nos dedican esas encantadoras sonrisas y por qué  nos dicen que estamos tan bien cuando hasta los millonetas, por experiencia propia, saben que nos estamos revolcando en la mierda.

Pero en fin, dejemos en paz, por lo pronto, a los fuereños para concentrarnos en las crisis que amenazan a esta, nuestra antes orgullosa metrópoli.

Al igual que millones de regiomontanos, todos los días sacudo el árbol genealógico de los choferes y concesionarios de los camiones –ni Juan Orol, en su ingenuo surrealismo, se animaría a llamarlos autobuses— que debemos usar para tratar de ir de un punto a otro de nuestra enorme ciudad.

Confieso que en esta propensión a recordar a las señoras progenitoras de aurigas y dueños de líneas camioneras, había mucha envidia hacia los propietarios de automóviles. Ya no.
                                 
Como decía mi abuela, doña Cande, San Isidro Labrador suelta una miadita y papas: se anega la Sultana del Norte.

Si la Unión Europea me diera un euro por cada auto o camioneta que se quedó en medio de los rugientes canales de agua turbia en que se convirtieron todos los municipios del área metropolitana, podría convidar a todos y cada uno de ustedes a comer y beber en La Nacional.

La de la Calzada Madero, desde luego.

Estoy seguro de que, en tanto peatón, tengo, cuando cae cualquier simulacro de llovizna, más probabilidades de sobrevivir que un automovilista o chofer.

Claro que los índices de supervivencia disminuyen drásticamente si tomamos en cuenta el potencial de los conductores –de alguna manera hay que llamarlos— de camiones urbanos y suburbanos para aplastar a viandantes y hacer caer al pavimento a los pasajeros que toman en serio los anuncios y quieren bajar del vehículo de la muerte por la puerta trasera.

Pero soy optimista. Para que ocurra esto último es necesario que el aspirante a pasajero pueda abordar al camión.

Y esto es casi imposible. Usted no está para saberlo ni yo para contarlo, pero el verdadero negocio de los concesionarios consiste en no levantar pasaje.

Los choferes, respetuosos de las consignas, hacen hasta lo imposible para no detenerse cuando el respetable les hace la señal de alto.

Son ellos muy proclives a manejar por el carril de la extrema izquierda; a acelerar cuando el semáforo los favorece y a no abrir la puerta ni siquiera cuando tienen luz roja.

Gozan, sobre todo, si está lloviendo, en cuyo caso procuran mojar al peatón pasando raudos y con celeridad sobre las lagunas en que se han convertido las calles.

Pero también los embriaga la felicidad al dejar plantadas a personas de la tercera o cuarta edad, a mujeres embarazadas o con niños de brazos, a gente con capacidades diferentes y, finalmente a Juan o Pedro.

Odian, sobre todo, a los estudiantes.

Les gusta dejar esperar a todo el mundo bajo la lluvia, pero no les desagrada hacerlo con el termómetro a cuarenta grados a la sombra o a dos bajo cero.

Ya sabemos. El clima de Monterrey es estable. Siempre está de la tostada.

Pero esto no es nada. Dígame, con toda sinceridad, a quién le tiene más miedo: a la policía o a los narcos.

Y si es usted automovilista no tengo para qué pedir su opinión sobre los tránsitos.
               
Anegaciones, personas arrastradas por el agua, semáforos sincronizados de tal forma que le toca rojo en cada esquina, uno de los peores servicios de transporte público de nuestra madre Tierra.

Policías y sicarios que asesinan, dan de tablazos y mutilan, le exigen pago de piso si no es que lo secuestran.

Ya hasta para ir a ver el juego del hombre hay que usar casco de acero y chaleco blindado: las porras –ahora pomposamente se autodenominan barras, pero son golpeadores chafas— tienen tanta impunidad como los gendarmes de Juárez y los de todo Nuevo León.

Ah, pero tenemos esculturas de Sebastián, el canal de Santa Lucía, un machacado tan largo como nuestras tribulaciones y el título de Ciudad del Conocimiento.

Feliz cumpleaños, Monterrey. Celebra el aniversario porque al paso que vamos pronto volveremos a ser un par de docenas de tejabanes con uno que otro taller o vulcanizadora y ya no van a venir ni los españoles ni los gringos ni los franceses ni los mongoles ni nadie.

Lástima. La Sultana del Norte, parafraseando al maestro Salvador Novo, devino en la promesa más antigua de México.

 

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