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1996-2009*
Francisco Valdés Ugalde**

pltkEl periodo consignado en el título comprende el tiempo en que la política ha sido marcada por las normas elaboradas en el consenso de 1996.
En ese año se dio una singular convergencia entre los actores políticos originada en una combinación de ingredientes poco frecuente. De ahí surgió la ley que introdujo nuevas reglas de equidad en la competencia electoral, principalmente a través de la creación del par arbitral IFE-Trife en el que no participaba el gobierno y que garantizaba a los partidos de oposición y al partido gobernante, aún hegemónico en ese momento, garantías suficientes para caminar hacia una nueva distribución del poder político.
Ese consenso fue posible, en primer lugar, por el agotamiento del modelo político del paradigma de 1977, que consistía en permitir una participación minoritaria de la oposición en un contexto de perpetuación del partido oficial en prácticamente todos los ámbitos del gobierno. Entre 1977 y 1996 tuvo vigencia ese paradigma, que expresaba claramente una voluntad de no ceder el poder a menos que ocurriera el milagro de que algún partido distinto del PRI se convirtiese de la noche a la mañana en mayoría nacional, lo que a todas luces era imposible. Los conflictos electorales de 1986 en adelante y la profunda crisis económica de 1995 hicieron ver al grupo gobernante que de no hacerse un cambio en las reglas del juego el país sería desbordado por conflictos políticos y sociales de grave consecuencia. Se actuó en consecuencia abriendo a los partidos opositores la posibilidad de compartir el poder con el PRI, asemejándosele.
La receta dio su primer fruto en 1997 cuando este partido perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados. Este hito fue la prueba de agua que demostró al electorado que la alternancia en el poder era una opción al alcance de la mano.
Hasta 2006 el modelo funcionó, mostró sus límites y se agotó. En 2007 se intentó volverlo a la vida con una reforma tan fallida como esperpéntica y que parece haber cerrado el ciclo de nuestros instrumentos jurídico-políticos para continuar con la construcción de un Estado democrático. Fue una cura de respiración artificial sin mejoría en los pulmones del enfermo.
La ausencia de segunda vuelta electoral, la negativa de todos los actores fundamentales para introducir la figura de jefe de Gobierno, la reelección legislativa y municipal, las candidaturas independientes, así como la restauración del federalismo que dejó de existir prácticamente con su fundación en 1917, entre otros factores, han evidenciado que el problema que enfrenta el desarrollo democrático ya no es solamente el sistema electoral y de partidos, sino la lógica viciosa que el régimen de ejercicio del poder político a través de las estructuras gubernamentales induce en los actores en competencia: los separa de la sociedad, y los hace comportarse como si el parto político hubiera sido la triplicación del viejo partido hegemónico. Una epidemia, pues.
El problema de fondo es que hay una contradicción moral irresoluble entre las estructuras heredadas del régimen de “la Revolución” y la voluntad de ser una sociedad democrática.
Por eso no debemos buscar solamente en el comportamiento deliberado de los partidos políticos y sus dirigentes y gobernantes la causa del fracaso de la reforma de 1996. Hay que buscarla en la decisión colectiva, atribuible principalmente a los actores fundamentales, de no modificar más estructuras que la electoral. De no hacer cambios de fondo en el sistema federal, en la administración pública, en la relación entre poderes y órdenes de gobierno, en la rendición de cuentas del Parlamento frente a los ciudadanos, que solamente puede darse si se le otorga la dignidad que merece con la reelección de los legisladores en manos de los ciudadanos y no de los partidos, no habremos de avanzar.
Las elecciones del año 2009 exhiben el agotamiento de las reformas de 1996 a 2007. Ya dieron lo que se pudo y no darán de más por la sencilla razón de que las pifias, lacras y vicios que ocasionan el descontento ciudadano con la política se originan en el régimen constitucional de gobierno y no sólo en el sistema electoral. Esa ley es perfectible, pero no es la lámpara de Aladino de donde saldrá el genio que cumplirá nuestros deseos.
Concentrar todos los problemas de la política en lo electoral es un sinsentido sobrerregulatorio. Carece de cordura, a la vista del peso abrumador de un sistema de gobierno diseñado para un partido hegemónico, y que en vez de ser transformado para la democracia sólo ha sido habitado por quienes se han distribuido el poder gracias a las ya no tan nuevas reglas de equidad.

ugalde@unam.mx
* El Universal, 26 de julio de 2009
** Investigador del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM

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