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1506 3 Febrero 2014

 

José Emilio Pacheco
Víctor Reynoso

Puebla.- Si leer es algo más que descifrar letras, muchas veces he sentido que aprendí a leer en la columna “Inventario” de José Emilio Pacheco. Todos los domingos recibía Proceso e iba directo a ese texto. Busco entre los viejos números de la revista y encuentro el primer Inventario en el 28, del 16 de mayo de 1977.

Se deja leer, o releer. Toca dos temas. El primero es curioso para un escritor que acaba de morir: “El juego de las reputaciones”, que se pregunta por los autores que han sido sobre o subestimados en el siglo XX. ¿Cómo quedaría Pacheco en esa lista? ¿Lo vamos a leer más o menos ahora que ya no está? ¿Lo vamos a valorar más o menos?

Cita a Valéry: “todo gran hombre muere dos veces: una como hombre, otra como grande”. Pero la segunda muerte es evitable. Alguien, quizá Zaid, escribió alguna vez sobre la necesidad de un sistema nacional de creadores muertos: para señalar que hay obras dignas de ser leídas, que hay grandes a los que no hay que dejar morir, que su conversación nos sigue siendo necesaria. Pacheco fue un gran escritor. De nosotros dependerá su segunda muerte.

El segundo tema es la vejez. En 1977 Pacheco era todavía treintañero, pero ya le preocupaba la suerte de los ancianos: “Todos los prejuicios contra un grupo humano son irracionales pero ninguno supera en imbecilidad a la gerontofobia”. Habla de los orígenes de nuestra hostilidad actual hacia los viejos (una imbecilidad pues, si bien nos va, todos vamos a acabar siendo viejos) citando a David H. Fischer.

Menciona a otro poeta, Kenneth Koch, que se dedicó por mucho tiempo a enseñar poesía en un asilo de ancianos en Manhattan. Personas mayores de 70 años, de origen obrero, que “han sido criados, mozos, planchadores, ayudantes de cocina”, desechados por la sociedad que los explotó, en la poesía que les enseña Koch y en la que ellos escriben “encuentran que no todo ha muerto en ellos ni para ellos”.

[Dicho sea entre paréntesis, hojeando los primeros números de la revista dirigida por Julio Scherer, recordé una pregunta de mi hijo: “¿Cuándo Proceso se volvió amarillista?” Le contesté que siempre lo había sido. No es cierto. Esos primeros números son serios, ponderados, responsables. Tienen bien ganado su lugar entre lo mejor del periodismo mexicano.]

Nunca vi personalmente a Pacheco. Pero he conversado con amigos que lo trataron. Una de ellas me decía que había algo sospechoso en él: nadie podía ser tan bueno. Tanta bondad le despertaba a mi amiga suspicacia, como si hubiera algo escondido, algo falso. Quiero creer que está equivocada. Que la bondad de José Emilio era auténtica y que se puede percibir en su prosa y en sus versos. Como toda bondad implica amor: a la poesía, a los viejos, a otros autores, como puede verse en su primer Inventario. Y en un mundo como este la bondad exige fortaleza: también podemos percibirla en sus textos, que reflejan vigor, seguridad, solidez. Alguna vez me comentaron de su solidaridad con un amigo suyo linchado por la prensa: como un árbol que ofrece siempre sombra o nido a quien lo necesita.

No resisto transcribir un poema. Para entenderlo hay que saber tres cosas muy simples, pero que he constatado que no todos sabemos: que Ulan Bator es la capital de Mongolia, que a los niños con síndrome de Down se les decía mongoles, y que los seres humanos somos capaces de tener vida interior.

Ulan Bator (JEP)

Los otros niños gritan: “Mongol”.
Pero él se limita a verme.
Intento la más simple
conversación.
No responde. Me dicen:
“Es inútil. No insista usted.
Pobre niño, no aprendió a hablar.
No sabe hacer nada”.
Su función en el mundo es mirar, mirarnos
—incomprensibles, ruidosos, crueles.

Libre de culpa y miedo, es el Inocente.
No hace ninguna
pregunta sobre el mal,
el error de ser,
la infinita pena
de una vida impuesta por el azar
bajo el signo de cromosomas.

Sus verdugos se alejan.
Lo veo abismarse
en su inmovilidad.
Ya no está aquí con nosotros.
Ya cabalga en su estepa libre.
Es todopoderoso en el Otro País,
en aquella Mongolia de hierba y nieve
que los demás nunca invadiremos.

 

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