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1659 4 Septiembre 2014

 

 

La niña prodigio del cine  nacional
Eloy Garza González

San Pedro Garza García.- Cuando se hacen adultos, la mayoría de los niños prodigio del cine pierden el encanto. Es como una maldición gitana que no respeta épocas ni nacionalidades. Se le puede conocer como el Síndrome de Shirley Temple: a esta promesa infantil se le diluyó el carisma en cuanto pasó a la adolescencia. Terminó apartada del cine y como ogra de cuento, promotora de guerras, del intervencionismo yanqui y otras piruetas malogradas.

El síndrome de Shirley Temple lo padeció desde antes que naciera la actriz, el niño más simpático que haya parido el cine mudo y hablado: Jackie Coogan. Descubierto por casualidad por Charles Chaplin en un vodevil, fue la estrella principal de la película “The Kid” (1921). Por primera vez en la historia del cine, el público contempló una escena magistral. La autoridad le arrebata al vagabundo a su hijo adoptivo y el cómico salta de tejado en tejado para alcanzar el camión donde llevan preso al niño. El espectador de entonces, dudoso de cuál emoción escoger entre el llanto y la risa, hizo las dos cosas: llorar y reír al mismo tiempo. De mayor, Jackie Coogan se hizo alcohólico, se casó varias veces y acabó interpretando al Tío Lucas en la serie de los “Locos Adams”.

Judy Garland fue una falsa niña prodigio: su papel como Dorothy de “El Mago de Oz”, lo consiguió a los 16 años, toda una anciana para los estándares del cine infantil de cualquier década. Salvedad que no la privó de padecer el mismo Síndrome de Shirley Temple: ya adulta, Garland fue drogadicta, alcohólica, bipolar y madre de Liza Minnelli, otra drogadicta, alcohólica, bipolar, pero tan carismática como su progenitora.

Hace muchos años, en la ciudad de México, renté unas bodegas. El rentero era un tipo gordo y mal encarado que se llama Julián Bravo. Resultó ser el pequeño actor de “Mi Primera Comunión”, película que cuando la vi a mis inocentes ocho años de edad, por poco aniquila mis ilusiones infantiles. En una escena legendaria, Juliancito le pide a los Reyes Magos que le regalen un traje blanco de Primera Comunión. Como debajo del pino no encontró el atuendo sino un camión pinchurriento de plástico, su papá David Reynoso le confiesa que los Reyes Magos no existen. Corrí a contárselo a mi papá, quien me respondió: “Los Reyes no existen, pero Santa Clos sí”. Con lo que respiré aliviado.

Juliancito Bravo (que para entonces ya era don Julián, “el de las bodegas”) me dijo que a él no le había pasado el Síndrome de Shirley Temple. Y yo añadí que tampoco había sido niño prodigio, sino un escuincle insoportable. Cuando en las escenas finales de “Mi Primera Comunión” se mete de albañil para comprar su trajecito blanco, le caen encima unos andamios con varios bultos de cemento. El remate es uno de los más cursis del cine mexicano: en un supuesto programa de televisión, lo exhiben en su silla de ruedas y como premio a su voluntad de hierro los televidentes le regalan varias decenas de trajecitos blancos de Primera Comunión. Admito que cuando don Julián me aumentó de más la mensualidad de las bodegas, soñé con verlo apachurrado debajo de los bultos de cemento de su película.

María Eugenia Llamas, “La Tucita”, sí fue una niña prodigio del cine nacional, pero no sufrió el Síndrome de Shirley Temple. Cuando maduró se volvió una mujer culta, jovial, divertida y con un carisma desbordante. Cada vez que la saludaba, me parecía que en vez de decirme “¡Hola, como estás!”, de sus labios saldría “para qué me dejan sola si ya saben cómo soy”.  A partir de ahora, la talentosa niña, adoptada en el cine por Pedro Infante, ya no estará sola (jamás lo estuvo), sino en el recuerdo de la gente que la admiramos tanto. Por supuesto, me dolió mucho su partida.

 

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