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25 de mayo de 2010
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La doble moral en Monterrey

Vicky Ponce

De la isla griega Lesbos procede la palabra lesbiana. En esa isla habitó - en el siglo V a.C.- Safo, la poetisa que escribió sobre lo cotidiano de las mujeres y sus relaciones. Se centraba en la belleza y proclamaba el amor apasionado por las jóvenes a quienes instruía. El diccionario Larousse define lesbiana como mujer homosexual y el Salvat dice que significa el amor sexual entre mujeres.

 

Pronunciar la palabra lesbiana en Monterrey, a finales del siglo XIX y gran parte del siglo XX, era grosero, mala visto, era una mala palabra. Incluso nosotras, la pronunciábamos en voz baja. Y cómo hacerlo en voz alta, si aquí ni siquiera había quien nos informara sobre el tema y nos hicieran saber que tenemos derecho de elegir a  ser diferentes? Me refiero a la época en que no existía aún el internet y los grupos de apoyo eran desconocidos. Quedaba claro que ser diferente en Monterrey era ser condenado socialmente.

 

Un claro ejemplo de la dificultad de ser diferente –no precisamente lesbiana- me lo platicó mi mamá. Ella dijo que cuando entró a la escuela y empezó a dibujar las bolitas y palitos con los que se suelta la mano para aprender a escribir, su maestra se dio cuenta que era zurda y para quitárselo, le amarraba el brazo y la obligaba a usar la mano derecha.

 

El código moral que norma la vida de las mujeres heterosexuales en estas tierras es extremadamente rígido. Suele transmitirse de forma oral, de madre a hija, de abuela a nieta. Algunas de las expresiones que enseguida anoto las escuché de mis antecesoras: “tu hora de llegar es antes de las 9 de la noche, nada bueno tienes qué hacer en la calle después de esa hora”, “las mujeres decentes llegan de blanco al altar, las otras no se casan”, “tienes mi confianza, no me decepciones, ya sabes a qué me refiero”, “cierra las piernas, nomás las frescas las abren”, “¿cómo te atreves a responderme?, las mujeres calladitas son más bonitas”, o el más común en cuestiones de violencia conyugal: “eres harina de otro costal, si tu marido te pega debes cargar con tu cruz”.

 

Cuando no seguimos al pie de la letra los consejos familiares, la condena social es lapidaria. Te desaparecen de la escena familiar, no vuelves a ser invitada a las reuniones, o te ubican en un lugar de segunda clase. De una u otra manera te hacen pagar con réditos “tu pecado” de no seguir los cánones impuestos por la familia, por la sociedad o por las instituciones. Si esto pasa entre heterosexuales, imaginen lo que sucede si descubren que mi preferencia sexual es lésbica. ¡Ni más ni menos que el Apocalipsis!

 

Poco se ha escrito acerca de las lesbianas regiomontanas del siglo pasado, menos aún de los tiempos que antecedieron. Lo que hemos podido conocer es porque lo cuentan las protagonistas o porque lo supieron de lesbianas mayores, o porque lo escucharon en una fiesta de rancho. Sí, aquí, en el área metropolitana de Monterrey, si alguien tiene un rancho –que por debajo del agua se llama “mi lesbi-rancho” se convierte en el centro de reunión del círculo de amigas más íntimas o amigas lesbianas.

 

A los lesbi-ranchos no entran, o rara vez lo hacen, los familiares de la dueña. Toda la gente sabe lo que allí sucede pero finge. Simula no saber. Típico de la gente de Monterrey. De eso no se habla, “es pecado”. En algunos medios de comunicación locales se ha tocado el tema con profesionalismo, pero en el programa INFO 7 de Azteca no se habla del lesbianismo y cuando lo hacen, es con tintes amarillistas.

 

La doble moral es el ejercicio favorito en Monterrey, mientras tu preferencia no se dé a conocer, mientras no salga a la luz pública, y sólo lo sepas tú y tu familia, tus amigas y/o amigos cercanos –si llega a quedarte alguno después de tu confesión-. O si te inhibes de asistir a los antros gay, todo sigue en perfecta calma, como si nada sucediera.

 

Hacer pública tu preferencia sexual es condenarte a lo que se llama “muerte social”. Lo más probable es que si se enteran en tu trabajo, te desocupen; no encuentres chamba y que las personas más cercanas te nieguen la palabra o te castiguen con la “ley del hielo”, porque temen que los demás pueden pensar que ellas o ellos “también lo son”.

 

¿Cómo tomar una decisión tan importante cuando no hay de dónde asirse? Cuando se violan los derechos humanos, cuando la familia se horroriza y la sociedad te sanciona; mientras no encuentras literatura o películas que sirvan para orientarte, para defenderte, en un momento crucial.

 

Es una odisea buscar en las librerías regiomontanas un libro cuyo eje sea lésbico, encontrarlo es ¡un éxito!. La primera novela que leí de temática lésbica fue El pozo de la soledad de la inglesa Marguerite Radclyffe Hall (1928), cuyo final es de mucho sufrimiento. ¿Cómo olvidar la carta que Stephen Mary le dedica a su amiga casada, a quien sorprende en un amorío con un amigo?, ¿cómo olvidar que su amada le da la carta a su esposo para que éste le quite de encima a Stephen Mary?, ¿cómo olvidar el destierro con el que lo castiga su propia madre, para evitar la condena del pueblo en el que vivían? Me preguntaba: entonces, ¿ese es mi destino?   

 

Al igual que libros y películas, la vida de las lesbianas en el área metropolitana de Monterrey transcurre en el ocultamiento, la clandestinidad y, en muchas ocasiones, en la renunciación. Víctimas de una doble moral y la tradición opresora que se ha heredado por generaciones, la lesbiana se refugia en su soledad, se esconde de las severas miradas y vive puertas adentro.

 

Se sabe que en la antigüedad, las mujeres que se amaban entre sí eran condenadas a la hoguera por pecadoras. Quienes se atrevían a usar ropas de varón en vez de las faldas largas y las incómodas crinolinas, terminaban en la horca. El destino asignado a las mujeres era la maternidad y el cuidado de la familia. Obviamente que al demostrar amor por una igual, no iba a haber descendencia y eso… eso, es un pecado.

 

Algunas mujeres rompieron el esquema de sometimiento y renunciación. Una de ellas es Catalina de Erauso, llamada equivocadamente “La monja alférez”. Catalina fue célebre por las aventuras galantes que protagonizó, por su vestimenta masculina y la rapidez para desenvainar la espada con la que, a menudo, se batía a duelo por los favores o amores de una mujer.

 

Una gran incógnita lo constituye la figura de Sor Juana Inés de la Cruz, la monja jerónima, cuya amistad con la Marquesa de Mancera, Virreina de México, está repleta de frases que sugieren su intenso amor. Fue evidente la impresión que Juana Inés causó en la Marquesa de Mancera, pues, al conocerla, de inmediato fue admitida en el palacio real con el fascinante título de “muy querida de la señora Virreina”, quien no pudo ya vivir sin su querida Juana Inés. Aunque algunos críticos versados en literatura insisten en que son “licencias poéticas”, la poesía de Sor Juana evidencia su profundo amor a la marquesa, cuando se refiere a ella como “Lisi amada o Laura divina”

 

Para confirmar mi comentario, nada mejor que las propias palabras de Juana Inés:

 

“… pues desde el dichoso día

que vuestra belleza vi,

tal del todo me rendí,

que no me quedó acción mía.

Con lo cual señora, muestro,

Y a decir mi amor se atreve…

Bien sé que es atrevimiento

pues el amor es testigo,

que no sé lo que me digo

por saber lo que me siento…

 

Por éste y otros poemas que ejemplifican lo que comento, mi opinión al respecto, sin lugar a duda es que ¡Sor Juana es de las nuestras!

 

Nosotras, las lesbianas de Monterrey, en los años 70s y 80s, con frecuencia nos encontrábamos e identificábamos en la práctica de algún deporte, antes coto masculino. Convivíamos y encontrábamos pareja. Las masculinas cuidábamos a nuestra mujer como si fuera oro puro. No había de otra. Era un grupo tan reducido que las lesbianas femeninas eran muy codiciadas.

 

Los primeros estudios científicos sobre el lesbianismo se llevaron a cabo en el siglo XIX y se debieron al creciente número de divorcios iniciados por los maridos cuyas mujeres se habían enamorado de otras mujeres. Evidentemente, ante estos casos, los médicos de la época catalogaron a las lesbianas como personas con problemas patológicos en el mismo nivel que la bestialidad y la violación. Según Kraft-Ebing (1869): “de acuerdo con lo que la experiencia enseña puede decirse que entre los actos sexuales que suceden: violación, mutilación, pederastia, amor lésbico y bestialidad, pueden tener una base psicopatológica”

 

En 1973 la homosexualidad fue excluida de las enfermedades mentales por la Asociación Americana de Psiquiatría. Pero aquí, en Monterrey, al parecer psicólogos y psiquiatras no se dieron por enterados, salvo honrosas excepciones. Esto lo digo con toda certeza porque cuando alguna de nosotras acudía a terapia, dichos profesionistas nos escuchaban con atención y nos pedían que en la siguiente cita acudiéramos vestidas de falda y calzando zapatos de tacón, para empezar el tratamiento. Es poco científico considerar que el lesbianismo “se cura” usando zapatos de tacón.

 

A nosotras nos daba risa y coraje a la vez. Pero… ¿qué hacer?, por supuesto que ¡desertábamos de la terapia!, no volvíamos nunca más. Tal vez, en aquel entonces no estaba claro pero, como dice Norma Mogrovejo y se aplica a nuestro caso: “ la feminidad no es el producto de una elección, sino una norma de regulación para la disciplina y el castigo”, o como afirma Butler: “las lesbianas hemos buscado reinterpretarnos a nosotras mismas, nuestro cuerpo no está al servicio de la heterosexualidad, no está al servicio de la reproducción social y biológica. Nuestro cuerpo está al servicio de nosotras mismas, a nuestro placer, a nuestro erotismo”, o la contundente frase de Rosario Castellanos “soy hija de mí misma, de mi sueño nací, mi sueño me sostiene”

 

La mayoría de las visitas que hacíamos al psicólogo era por voluntad propia, porque sentíamos culpa al no cumplir las expectativas de nuestra familia. Y…. Dios guarde la hora en que se diera cuenta nuestra madre o padre, y peor aún que le dijera al sacerdote que nos bautizó, nos confirmó, nos dio la comunión y nos vio crecer. ¡Salve la hora!

 

Las terapias religiosas y las doctrinas morales eran aplicadas de inmediato. Basadas en la reflexión y en la comunicación con Dios, algunas de nosotras se convirtieron a la religión para evitar el comportamiento sexual lésbico y de allí brincaban a un matrimonio  que –la mayoría de las veces- terminaba en divorcio. En los casos en que había hijas o hijos, éstos quedaron bajo la patria potestad de la madre. Pero también puedo citar casos en que no fue así, especialmente uno que dejó honda huella en mí, el de Panchita (nombre ficticio para proteger la identidad).

 

Cuando la familia se enteró que Panchita, mi vecina, se besaba con una mujer, lo comentaron con el novio y le dieron permiso de que se la llevara a un hotel (delito de rapto). Él así lo hizo y embarazó a Panchita. Como a la joven no se le quitó la maña, la familia le pidió al novio que se la volviera a llevar (reincidencia del delito). Tenía tan buen tino el chavo y ovulaba tan bien Panchita que por segunda ocasión resultó embarazada.

 

Aún con sus embarazos forzados y partos, Panchita no cambió. El novio se dio por vencido y la familia de Panchita la corrió de su casa junto con sus dos hijos. Nosotras, pensamos que eso no era justo, pero, cómo pedir ayuda legal.

 

Por fortuna los tiempos cambian, con ellos las costumbres y el mapa de valores. Una noche, en el (entonces) futuro canal de las estrellas apareció un programa que se titulaba: “Lesbianismo, el amor que se atrevió a decir su nombre”, fue conducido –ni más ni menos- que por Jacobo Zabludowsky. Di un salto hasta el techo, ¡Por televisión estaban hablando de nosotras!

 

Las entrevistadas eran mujeres desconocidas por mí pero de allí en adelante pasaron a ser mis heroínas. Recuerdo con admiración a Nancy Cárdenas y a Claudia Hinojosa. Y con lástima, a Sylvia Pinal, que en su papel de heterosexual no supo ni qué decir ni cómo defender su posición. Recuerdo nítidamente que estas mujeronas le dijeron a la actriz: “no te preocupes querida, te perdonamos”.

 

No miento cuando afirmo que este programa me cambió la vida. En el siguiente viaje que hice al Distrito Federal busqué a mis heroínas, o algo escrito de lo que habían dicho por televisión. No las encontré ni a ellas ni su posición sobre el tema. La ciudad era demasiado grande y el tiempo muy corto. Mis amigas me dijeron que no me complicara la vida. Así pasó el tiempo, quince años aproximadamente, hasta que en un periódico local publicaron una nota que decía que se llevaría a cabo una semana cultural lésbica-gay en Abraxo. Era el año de 1995.

 

En la ciudad de México empezaron a organizarse desde la década de los 70s, esto revela que en Monterrey tenemos un atraso de aproximadamente 20 años o más. En la semana cultural lésbica-gay que se llevó a cabo por la calle de Julián Villarreal, escuchamos a Joaquín Hurtado, a Abel Quiroga y a Norma González. Para mí fue impactante. Sus palabras abrieron –para mí- el mundo del activismo en todo su esplendor. Para mí fue prioritario asistir a Abraxo.

 

Poco después Camila publicó en Monterrey el primer folleto con contenido lésbico, al que llamó LEVIS. Después nos dimos a la tarea de organizar una fiesta cultura en una disco clandestina situada en la colonia Mitras centro.

 

Debo decir que aquella fiesta terminó en zafarrancho. Y, era de esperarse, aquellas mujeres que cada fin de semana se reunían en ese local lo que querían era convivir, ligar, bailar y divertirse. Y, allí estábamos nosotras, con música diferente, con folletos de cómo cuidarte de las enfermedades de transmisión sexual, del vih/sida, cómo usar el condón. Entonces, fue normal que nos echaran de ese lugar para que las asistentes habituales siguieran su velada con su música, bailes y diversión.

En esa década y en la anterior,  los antros gays eran pocos en Monterrey, y los que había eran frecuentados por los hombres y por pocas, muy pocas mujeres. Por lo común abrían y a la semana siguiente cerraban porque abundaban las redadas policiacas homofóbicas.

 

Traigo a la mesa esta escena: un antro gay ubicado en el centro de Monterrey, por la calle de Padre Mier, de madrugada, la música disco a todo volumen, de repente entran 5 judiciales (de los de antes), de aspecto matapasiones, cierran –con lujo de fuerza- las puertas. Enseguida apagan la música y se dirigen a los asistentes diciendo que nadie sale de allí. Pero… en el todos había “notables” de esta ciudad, éstos sí pudieron salir, son los “juniors” (de papis empresarios o políticos) que previa identificación tienen inmunidad policíaca.

 

Los judiciales en actitud animal, agredieron a todos los que no les permitieron salir y los hicieron víctimas de toda clase de atropellos, incluida la violación. La violación fue pareja para hombres y mujeres. Una de las agredidas llorando de rabia e impotencia, me lo dijo. Entre lo que más recordaba mi amiga eran las frases hirientes lanzadas por estos animales: “para que sepas lo que es un hombre de verdad y no te andes con chingaderas”. Atropellos como éste, eran el diario vivir en aquellos años.

 

Pareciera como si por ser lesbianas no tuviéramos derecho al esparcimiento, a reunirnos en lugares de diversión y manifestar nuestra diversidad. Según las autoridades a lo que íbamos era a ligar. No puedo olvidar cuando un chavo me buscó pleito, enojado porque mi pareja no quiso bailar con él. Al salir, nos estaba esperando y me retó, como no le hice caso, me aventó su bebida a la cara, y yo impasible, sin mostrar ninguna emoción le pude sostener la mirada. Se fue furioso.

 

Desde entonces a la fecha, los sucesos se han desencadenado de manera acelerada, más conscientes de nuestros derechos, la comunidad LGBTT ha crecido, socialmente hablando. Aunque no son suficientes, hay varios grupos de apoyo, los antros suelen ser más seguros, (esto a pesar del clima de inseguridad que vive el país), las redes sociales y el internet han sido una herramienta importante en la comunidad, además de que la Comisión Estatal de Derechos Humanos recibe más denuncias de abuso y emite más recomendaciones que antaño.

 

Las autoridades, sin embargo, tienen una tarea pendiente, las encuestas demuestran que la sociedad acepta cada vez más la identidad homosexual de la vecina, la amiga, la dependienta de la tienda, la maestra, la médica, la oficinista, la servidora pública, etcétera.

 

La comunidad lésbico-gay de esta ciudad voltea a ver los logros de la ciudad de México y no logramos entendemos por qué aquí, en el “estado de progreso”, en el “unidos por Nuevo León”, las y los diputados siguen sin querer atender, menos escuchar y mucho menos entender, las demandas como ciudadanas nuevoleonesas les hemos hecho llegar.

 

Y nos preguntamos: cómo es posible que en una ciudad tan cosmopolita, enclavada en el “estado del progreso” y que presume ser la “ciudad del conocimiento” no tenga aún una ley específica que castigue la discriminación.

 

Las y los diputados se escudan en que ésta es una sociedad conservadora y que los tiempos políticos para nuestras demandas no han llegado. Claro, no son tiempos electorales y no están en la búsqueda de nuestro voto, que vale igual que el voto de un hetero.

 

La sensibilidad de las y los diputados se nota cuando hacen suyas las necesidades de las minorías, sin importar la baja de votos, el descrédito político o las burlas de los demás. Legislar para la mayoría no tiene chiste, eso es muy cómodo.

 

Pero… legislar para avanzar en la democracia en la que todas y todos quepamos. Para que se haga realidad la igualdad de derechos consagrada en la Constitución y en la Ley federal secundaria, es el reto.

 

Pregunto a las y los diputados locales: ¿hasta cuándo van a escuchar nuestras demandas?, ¿hasta cuándo se van a atrever a legislar a favor de la comunidad lésbica- gay?, ¿hasta cuándo?

 

Ponencia presentada en el marco de la IX Semana Cultural de la Diversidad. El dia 18 de mayo del 2010.

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